Nicolás Casado barruntó el hechizo
destructor de Lahara una tarde de invierno en la tasca Las Cruces,
frente a una copa de aguardiente seco, en medio de un murmullo nervioso
de jornaleros en paro, mientras el viento ahilado de noviembre
impregnaba las frustraciones y los miedos de un remoto olor a Navidad
que nunca olvidaría. La vio reclinada en una otomana decorada con rosas
de Alejandría, con las piernas abiertas en posición de parto urgente,
el torso babilónico y descubierto y la mirada de almendra dulce y
húmeda. Junto a ella, una marquesita de princesa, cálida y desamparada,
acurrucaba una ropa interior de encaje cuyas randas entretejidas
parecían albergar aún la sensualidad diabólica de aquella mujer desnuda.
Acababa de conocerla y algo reventó en su corazón limpio y primitivo.
Sin darse cuenta se alejó del entorno con la violencia amarga de un
vagón de desterrados y penetró en el mundo de la mujer como un corcel
joven sediento de lujuria. Acarició su pelo revuelto por ella misma en
un ataque de deseo, su boca entreabierta, perfecta y generosa, y sus
robustas caderas de esclava árabe. Besó sus mejillas tiernas, sus pies
de cenicienta solitaria y sus pechos de melocotón en almíbar. No lo pudo
evitar. Sin temor alguno a los comentarios del bar, se la pidió al
dueño.
-Carmelo -dijo-, dame ese almanaque del año que viene, que todavía no tengo.
Había logrado, por primera vez en
cuarenta años, rasgar el traje de timidez que cubría su corazón desde la
niñez, y lo había hecho sin saberlo ni pretenderlo, impulsado por una
fuerza interior y ardiente que se quedó a vivir en los pliegues de su
piel y en los entresijos de su alma. Al pie del calendario, escrito con
letras enrojecidas por la pasión, solo un nombre: Lahara.
Durante muchos días aquel nombre de
ultratumba dominó el cerebro de Nicolás Casado con despotismo
faraónico, acompañándolo al banqueo de los olivares cercanos como una
sombra impertinente y deseada. Al amanecer lo acechaba en la puerta del
dormitorio y a veces incluso en la misma cama, y ya permanecía junto a
él durante el resto del día, atormentando su voluntad con la fuerza de
una posesión infernal. Al principio sólo fueron aquellas seis letras
las que invadieron su vida, pero el paso del tiempo convirtió su pasión
cavernaria de homínido salvaje en un gigante de piedra con forma de
hembra, de modo que el nombre de Lahara terminó sabiéndole a poco, por
eso cada mañana enrollaba el calendario y lo ocultaba en el fondo
del canasto, junto a la comida, con la esperanza de verla fugazmente a
la hora del almuerzo, sentado en las chuecas del camino, soñando con
su piel de ángel mientras el resto de la cuadrilla recontaba peonadas
para solicitar el paro.
Fue una costumbre peligrosa que le acarreó
bromas pesadas y lo obligó a intimar con Lahara en la soledad de su
casa, aprovechando el aislamiento cómplice del baño o la penumbra del
patio bajo la luna de diciembre. Nicolás Casado buscaba esos momentos
para sentarse frente a Lahara y torturarse con su mirada de gata en
celo y sus muslos de yegua atlética, soñando con ocultarse en sus pechos
como un avestruz asustado y morir entre sus carnes oyendo los latidos
de su corazón galopante, perdido en onanismos múltiples que debilitaban
sus piernas y lo sumían en complejos de culpa.
En ese estado de ansiedad rayano con la
locura lo sorprendió la Navidad, y se horrorizó al pensar que aquella
mujer etérea había transformado cuarenta años de vida en cuarenta días
desesperados, sólo con mirarlo desde aquel calendario que el taller de
coches había repartido por el pueblo sin consideración alguna. Un día
se sorprendió escribiendo su nombre en los troncos de los naranjos
que sombreaban la calle y decidió ignorarla por temor a un delirio
incurable, de modo que aquella misma noche le fue infiel, no acudió a su
cita bajo la luna y se ocultó entre las sábanas como un conejo
perseguido por la jauría del miedo.
Pero ella pareció sentirse
abandonada en su eterno parto de almanaque, presionada por la soledad
florida de su marquesita, y a media noche tomó la decisión irrevocable
de interrumpirle el sueño, penetrando en su dormitorio para mostrarle
sus secretos de concubina veterana. Al principio fue tan solo un dulce
azote de caricias, pero más tarde se acurrucó con él en las sábanas para
estrecharlo en un abrazo mortal, exprimirlo entre sus piernas
robustas y traquetearlo sin piedad bajo su cuerpo de diablesa exótica
hasta que el amanecer penetró por la ventana espantando fantasmas y
despertándolo con un irritante dolor de riñones y un temblequeo de
bebé en las piernas.
Entonces comprendió que la locura era ya
inevitable porque Lahara había decidido reventar el mundo desde su
otomana de flores.
A pesar de todo confió en el poder
redentor de la realidad. Tomó un saco de perchas para pájaros y se fue
al monte a enterrarlas junto al miedo, pero al pie del camino la
encontró sentada en una piedra, con las piernas cruzadas, esgrimiendo
una sonrisa cómplice que a punto estuvo de ponerlo en fuga. Entonces
aceleró el paso y esquivó su mirada de leoparda fogosa sometido a
temblores incontrolables y a terroríficas supersticiones de abuela, pero
ella lo siguió hasta la espesura del bosque, donde logró alcanzarlo en
un acarradero arriscado, cercado de álamos y tentaciones, arropado en
una calmaria densa que presagiaba desenlaces rotundos.
Entonces Lahara tuvo el atrevimiento de
pronunciar palabras de amor que a Nicolás Casado le desolaron el alma y
le abrieron los sentidos a una realidad intangible pero cierta que jamás
había percibido. Lo obligó a sentarse en el suelo para poder
acuclillarse en sus rodillas y abrazarlo con los muslos. Le acarició el
pelo tosco de campesino en paro y consoló sus miserias con mordiscos de
gacela tierna y marramaos de morronga ardorosa; después lo derribó en
la hierba y volvió a galopar sobre su cuerpo hasta dejarlo dormido en la
derrota. Fue el día que Nicolás Casado llegó a Las Cruces buscando
refugio y volvió a verla en la pared, sentada sobre los días del año
venidero como una diosa del Olimpo, soportando piropos sucios y
lascivias innombrables, rogándole con la mirada que la rescatara de
aquella zahurda de salvajes aguardientosos.
-Dame ese almanaque, Carmelo -gritó.
El dueño se volvió hacia él, enrojecido, atarantado por el silencio de la barra y el zumbido agresivo de las palabras:
-Pero si ya te he dado uno.
Nicolás Casado golpeó entonces la barra del bar y pateó el suelo, colérico y nervioso.
-Que me lo des -volvió a gritar-, que aquí no hay más que borrachos y cochinos.
El dueño de Las Cruces descolgó el
calendario y Nicolás lo guardó en su casa junto al otro. Así fue como
se acostumbró a verla desdoblada como las pasiones y a recorrer los
locales del pueblo buscándola en cada pared, presintiéndola en cada
murmullo. Dondequiera que la intuía penetraba sin reparo, con aires de
caballero andante, y exigía el calendario por la fuerza, sin respeto
alguno por la propiedad ajena, atormentado sin piedad por el frenesí de
los celos. Y como los calendarios se multiplicaban con promiscuidad,
terminó en el taller de coches pidiéndolos todos y en el cuartel de la
Guardia Civil por haber querido agredir al dueño. Lahara se lo agradecía
por las noches con visitas secretas al dormitorio que terminaban en
desenfrenos lujuriosos, en pactos de silencio y en promesas de lealtad
selladas con besos de amantes y juramentos bíblicos.
Así fue como transcurrieron muchas
noches de espejismos carnales en los que Nicolás lloraba de gozo
cabalgando sobre ella y de pena cuando el alba cuarteaba la oscuridad
del dormitorio con rayos de luz que laceraban su corazón. Por la mañana,
Nicolás salía a rastrear alguna peonada misericordiosa que lo ayudara
a cobrar las treinta mil pesetas del paro y a mediodía regresaba
buscando la querencia de Lahara y el calor de su piel, como el esposo
ideal de un calendario de papel. Entonces fue cuando ella se sintió
dueña de la situación y empezó a merodear por la casa sin miedo a la
luz, sin respeto alguno hacia los retratos del comedor, ofendiendo el
rostro ancestral, grisáceo, severo del abuelo con su exuberante
presencia de odalisca abierta y generosa, y no dudó en asaltar a
Nicolás Casado en los rincones más insospechados de la casa,
acechándolo como una felina calenturienta tras la puerta de la cocina,
bajo el hule de la mesa camilla, entre las toscas maderas de las perchas
para pájaros, y él se dejaba llevar sin vacilaciones por sus ojos de
tigresa y sus palabras de meretriz experta.
Al comenzar el año, Nicolás Casado
sintió que la presión de aquella mujer de papel podía acarrearle un
desenlace fatal, pues había llegado a confundirla con las maestras del
colegio y con las esposas de sus amigos, en un signo inequívoco de
locura que todo el pueblo empezaba a intuir, de modo que decidió cortar
radicalmente el hilo de deseo que lo unía a ella antes de que su
cordura se hiriera de muerte con los tallos espinosos de aquellas rosas
de Alejandría que decoraban la otomana de Lahara.
Empezó a buscar los
calendarios que tiempo atrás había escondido por todos los rincones de
la casa y a destruirlos sin piedad ni descanso, desoyendo los lamentos y
los ruegos de su amante, y a medida que lo hacía iba desentrañando la
magnitud de su locura.
Una mañana descubrió el cuarto de las
herramientas decorado con muebles parecidos a los de la estampa, muebles
que no supo recordar de dónde vinieron, y las paredes empapeladas con
la postura parturienta de aquella mujer desnuda que gemía de pena en
la trastienda de su cerebro. Fueron días de angustia en los que evitó
el campo por temor a encontrarla en el camino, noches de rechazo en las
que sentía el llanto de Lahara en la puerta del dormitorio suplicando
caricias y palabras que él negaba aferrado a la realidad con la fuerza
de un náufrago, asustado ante aquel fantasma de manicomio que había
visto reflejado en las pupilas de medio pueblo. Y en aquella forma
brutal de desprecio padeció el dolor descarnado de la separación, la
pena infinita de los adioses impuestos, hasta que por fin logró
convencerla de la imposibilidad evidente de los amores ficticios. Ella
se batió entonces en una retirada sin condiciones, pero en el corazón
solitario de Nicolás Casado algo la seguía buscando tras las formas de
cada mujer y en los colores de cada cuadro.
Una noche de enero que Nicolás nunca
olvidaría, cuando parecían ahuyentados todos los fantasmas de la
locura, un poderoso olor a rosas invadió la penumbra del dormitorio,
impregnó las paredes y penetró en la cama con la prepotencia destructora
de un ejército invasor. Nicolás abrió los ojos sin volver la cabeza,
temiendo que la fuerza de la nostalgia hubiera impulsado a Lahara a un
contraataque definitivo, y pudo percibir nítidamente el roce de una piel
de almíbar y el aliento sísmico de una hembra en celo. Después sintió
los dedos de una mujer acariciando su cuerpo, sin ningún atisbo de
etereidad, con toda la esencia de la materia impregnada en sus formas, y
tuvo la impresión de que la muerte visitaba su lecho en forma de
belleza. No pudo sustraerse a la tentación y se volcó sobre aquella
mujer de carne y hueso mientras el nombre y las curvas de Lahara
martilleaban su cerebro sin piedad.
La amó entonces desenfrenadamente,
rendido al fin ante la evidencia del cuerpo opulento, consintiendo su
locura y pronunciando palabras de amor aprendidas en el bosque y en los
caminos, en el vapor del baño y en las flores del patio, y después se
vio invadido por el sopor inconfundible de la felicidad, que terminó
ayuntando su alma con la madrugada y sumiéndolo en un letargo profundo
del que nunca hubiera querido salir. Tuvo sin embargo un sueño
incomprensible: vio a la mujer del calendario, abierta en su marquesita
de princesa, llorando como una novia abandonada.
Al amanecer cantaron los gallos y
Nicolás Casado abrió los ojos. A su lado dormía la mujer que lo hizo
feliz sin él pretenderlo, y comprendió entonces que su mal de amores se
había perdido ya en el olvido, que la locura se había marchado sin
decir adiós y que la soledad había estado a punto de arruinar su vida.
Se volvió hacia aquella esposa ignorada que soportó su demencia durante
días interminables y en un gesto voluntarioso y olvidado besó su
mejilla, pero fue incapaz de confesar que el espíritu de Lahara había
permanecido en las formas de su cuerpo hasta el último instante, en una
confusión garrafal producida por el delirio o en un deseo incontenible
de sustituir la realidad por los sueños.
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