Salón del tribunal de Amiens. Marzo de
1905. El anarquista Alexandre Marius Jacob comparece acusado de más de
un centenar de robos. Aunque es probable que termine en la guillotina,
su voz no tiembla:
«Ahora ya saben quién soy yo: un rebelde
que vive del producto de sus atracos. He incendiado además varios
hoteles y defendido mi libertad contra la agresión de los agentes del
orden. Pongo pues al descubierto toda mi existencia de lucha y la someto
como un problema a sus inteligencias. Al no reconocer a nadie el
derecho de juzgarme, no imploro ni perdón ni indulgencia. Nada pido a
quienes odio y desprecio. Ustedes son los más fuertes: ¡dispongan de mí
como gusten! Envíenme a chirona o al patíbulo, me da lo mismo. Pero
antes de separarnos déjenme decirles una última palabra.
En cuanto ustedes califican a un hombre
como ladrón o bandido, aplican contra él todos los rigores de la ley sin
preguntarse sí hubiera podido ser otra cosa. ¿Quién ha visto hacerse
atracador a un rentista? Confieso que yo no. Pero yo, que no soy ni
rentista ni propietario, que no soy más que un hombre sin otra cosa que
sus brazos y su cerebro para asegurar su supervivencia, he tenido que
obrar de otra manera.
La sociedad no me ha dejado más que tres
medios de existencia: el trabajo, la mendicidad y el robo. El trabajo,
lejos de repugnarme, me gusta. El hombre no puede pasar sin trabajar,
sus músculos y su cerebro tienen una carga de energía que han de gastar.
Lo que me repugna es matarme a trabajar por la limosna de un salario,
crear riquezas que después me hubieran escamoteado. En una palabra, me
ha repugnado darme a la prostitución del trabajo. La mendicidad es el
envilecimiento, la negación de toda dignidad. Todo hombre tiene derecho
al banquete de la vida.
El derecho a vivir no se mendiga: se toma.
Robar es restituirse, recuperar. Antes
que estar enclaustrado en una fábrica como en un penal, antes que
mendigar lo que es mío en derecho, prefiero levantarme y combatir cara a
cara a mis enemigos, haciéndoles la guerra a los ricos, atacando sus
bienes. Seguro que ustedes hubieran preferido verme sometido a sus
leyes, que como un obrero dócil y humillado creara riquezas a cambio de
un salario irrisorio y que, con el cuerpo gastado y embrutecido el
cerebro, hubiera reventado en una esquina de cualquier calle. Entonces
no me habrían llamado «cínico bandido» sino «honesto obrero». Como
queriendo halagarme, me hubieran concedido la medalla al trabajo. Los
curas prometen un paraíso a sus víctimas, ustedes son menos abstractos y
les prometen papel mojado.
Les agradezco de todo corazón tanta
bondad y gratitud. Pero, Señores, ¡prefiero ser un cínico consciente de
sus derechos antes que un autómata o una cariátide!
Desde que tuve uso de razón me entregué
al robo sin el menor escrúpulo. No creo en su pretendida moral que
predica el respeto a la propiedad como una virtud cuando no hay peores
ladrones que los propietarios. Pueden sentirse orgullosos, Señores, de
que este prejuicio haya arraigado en el pueblo, ésa es su mejor policía.
Conocedores de la impotencia de la ley (de la fuerza, por decirlo
claro), han hecho ustedes de ese prejuicio el más sólido de sus
guardianes. Pero estén alerta, todo tiene su tiempo. Todo lo que se
construye por la fuerza y el engaño, la fuerza y el engaño pueden
demolerlo.
El pueblo evoluciona todos los días. Ya verán cómo, instruidos en estas
verdades y conscientes de sus derechos, todos los muertos de hambre, los
miserables, en una palabra todas sus víctimas, se arman de ganzúas para
darse al asalto de sus propiedades y recuperar las riquezas que ellos
han creado y ustedes les han robado. ¿Creen, Señores, que iban a ser más
desgraciados por ello? Presiento lo contrario. A poco que lo pensaran
preferirían correr todos los riesgos antes que engordarles a ustedes
lamentándose de su miseria. Sí, ahí están la cárcel, la mazmorra o el
patíbulo. Pero ¿qué significan esas perspectivas en comparación con una
vida embrutecida, hecha a base de sufrimientos? El minero que disputa su
pan a las entrañas de la tierra sin ver nunca brillar el sol, puede
morir en cualquier instante víctima de una explosión de gas; el albañil,
que pulula por las alturas para acabar dando un traspiés y hacerse
migas; el marinero, que conoce el día de su partida pero ignora si
volverá a puerto, y tantos otros trabajadores que contraen enfermedades
fatales en el ejercicio de su oficio, se consumen, se envenenan y se
matan produciendo para ustedes. Hasta los propios policías, sus criados,
a veces perecen en la lucha contra los enemigos de ustedes por un
miserable hueso que les tiran para que roan.
Robar o ser robado.
Empeñados en su estrecho egoísmo, ustedes
permanecen escépticos ante esta perspectiva, ¿verdad? El pueblo tiene
miedo, parecen decir. Nosotros lo gobernamos mediante el miedo a la
represión; si grita, se le encarcela; si se mueve, se le detiene; si
actúa, se le ajusticia. Pues se equivocan, Señores, créanme. Los males
que ustedes infligen no son un remedio contra los actos de rebelión. La
represión, lejos de ser un remedio ni siquiera es un paliativo, no hace
sino agravar el mal.
Las medidas coercitivas no pueden sembrar
más que el odio y la venganza. Es un cielo fatal. Por lo demás,
cortando cabezas y llenando las cárceles ¿impiden ustedes realmente las
manifestaciones de rabia? ¡Respondan! Los hechos demuestran su
impotencia. En cuanto a mí, sabía perfectamente que mi conducta no podía
tener otra salida que la cárcel o el patíbulo. Comprobarán que ello no
me ha impedido actuar. Si me he dado al robo no ha sido por motivos de
ganancia ni lucro, sino por una cuestión de principios, de derecho. He
preferido conservar mi libertad, mi independencia, mi dignidad, antes
que convertirme en artífice de la fortuna de mi amo. En términos más
crudos, sin eufemismos, he preferido robar a ser robado. Sí, yo también
repruebo el que un hombre se apodere violentamente y con engaño del
fruto del trabajo de otro. Pero precisamente por eso hago la guerra a
los ricos, ladrones de los bienes de los pobres. También yo quisiera
vivir en una sociedad en la que el robo estuviera proscrito. No apruebo
el robo y no lo he usado más que como una forma de rebelión adecuada
para combatir el más inicuo de todos los robos: la propiedad individual
de los medios de producción.
Para destruir un efecto es necesario
destruir previamente su causa. Si el robo se da se debe a que hay
abundancia por una parte y carencia por otra; porque todo no pertenece
sino a algunos. La lucha no desaparecerá hasta que los hombres no pongan
en común sus alegrías y sus penas, sus trabajos y sus riquezas, hasta
que todo nos pertenezca a todos.»
Marius Jacob escapó de la guillotina pero
fue condenado a una vida de trabajos forzados en Cayenne (Guayana
Francesa). Intentó escapar diecisiete veces sin éxito, aunque fue
liberado unos años más tarde tras la abolición de los trabajos forzados.
Publicado por
Alfonso Molino
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