Foto de Diego tomada por Carlos Reyes Lima,
director del documental "La memoria interior"
Diego enredado en el perfume de la araucaria centenaria
Este hombre con los ojos repletos de universos
perdidos ha viajado en el tiempo desde los remotos años 20, pasó hambre, vio
como asesinaba un falangista en Tamaraceite a su hermano Braulio de 4 meses en
su cunita. Descubrió con solo 11 años el terror del fascismo en las Islas
Canarias, como los franquistas se cebaron sobre todo un pueblo, provocando más
de 5.000 asesinatos de estado.
Diego González García todavía no se cree que la fosa
donde está enterrado su padre se pueda exhumar, que con 90 años pueda ver los
huesos de su padre, de Pancho, del que me hablaba de niño, de lo bien que se
portaba con ellos, de cómo su casa era un espacio de libertad, la República de
la esperanza entre la pobreza y el hambre ancestral.
Tiene miedo cuando lee en los periódicos que hay
políticos y personas que me atacan, que atacan a quienes luchamos por la
memoria y la justicia, por lo mismo que tantas personas fueron masacradas
por el terror franquista.
Diego muchas veces no entiende nada, se enfada
conmigo porque sigo luchando, porque la gente le comenta por la calle que me vio
en tv, en un periódico local, en cualquiera de las muchas batallas y polémicos
enfrentamientos con personajes sin escrúpulos del régimen.
A mí me cuesta muchas
veces no saber explicarle cien por cien lo que sucede. Es muy duro haber
sido testigo directo del asesinato
de su hermanito, sus visitas recorriendo muchos km al campo de
concentración
donde estaba su padre, verlo flaco, lleno de piojos, sucio, con todo
tipo de
heridas de las torturas. Recuerda siempre el día que fueron y no se lo
dejaron
ver ante los llantos de su madre y del pequeño Lorenzo abrazado a su
pecho.
Supo pronto cuando la casa se llenó de susurros y
lamentos silenciosos de su madre y de su tía Rosa García, entendió en el
silencio del camastro compartido con sus dos hermanos, aquellos dos pequeñitos
supervivientes, que habían fusilado a su padre un 29 de marzo de 1937 a las 4
de la tarde. Era inevitable percibir el dolor, mirar el viejo ropero con las
camisas blancas de su viejo, los papeles del sindicato escondidos bajo el
colchón de paja, la madre destrozada en el pequeño patio junto a los perros
cazadores del pobre Pancho.
Diego supo hoy que un alcalde cuyo padre lo defendió
en un conflicto laboral con los caciques Betancores ha dado una brizna de
esperanza, que la fosa común se podía abrir, emocionado me dijo que conocía al
padre de Augusto Hidalgo, que era un buen hombre, que en pleno franquismo se
enfrentó a aquellos fascistas explotadores. Hoy el viejo Diego percibió que
puede ser posible, que igual puede ver sacar los huesos de su padre antes de
partir hacia el viaje final, que quizá hombres importantes, con trajes caros
lleguen con sus coches oficiales al homenaje del entierro digno de los héroes
de la democracia y la libertad, que
tipos enchaquetados traten de quedar bien inaugurando el “muro de la memoria”
con los nombres de todos los camaradas enterrados en la fosa común del
cementerio de Las Palmas, que el pueblo puño en alto reciba esta nueva
alborada.
Tantos años de dolor y de tristeza, de burlas de los
ignorantes del pueblo, esa mala gente que siempre apuesta por el caballo
ganador, aunque tenga las patas manchadas de sangre, de ser marginado por ser
el hijo de un rojo asesinado, testigo de la muerte de un angelito inocente con
los ojos azules.
Hoy fue un día especial para este hombre del siglo
pasado, flor de posguerra, del hambre, de las injusticias, de los abusos de
poder, que vio como su madre se quedó casi ciega de llorar la pérdida de sus
seres más queridos. Hoy la brisa movió más que nunca la gigantesca araucaria
del viejo jardín, el miró hacia arriba, bajo la sombra de la higuera centenaria,
el cielo estaba más azul.
Un orgullo que Diego sea mi padre además.
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