No sé debería hablar de guerra civil española ni
de franquismo, sino de guerra de clases y fascismo. Franquismo suena a
autoritarismo, pero lo que hubo en España no fue simple autoritarismo. El Estado
que se gestó al calor de la rebelión militar poseía todos los rasgos del
totalitarismo y cometió un genocidio. De hecho, aún hay 113.000 víctimas
enterradas en fosas clandestinas. No cabe extrañarse, pues la Transición fue
orquestada por la élite política y financiera de la dictadura. Se habló de paz y
reconciliación, pero el objetivo real era garantizar una vergonzosa impunidad e
igualar la violencia de ambos bandos. Es cierto que existió un “terror rojo”,
pero la violencia de las milicias populares surgió como la previsible respuesta
a décadas de explotación y humillación. Campesinos y obreros vivían en una
inicua pobreza, mientras los latifundistas y los grandes empresarios
incrementaban su patrimonio a costa de la sangre y el sudor ajeno. La Iglesia
Católica mantenía una estrecha connivencia con los ricos y poderosos, lo cual
explica la persecución religiosa. No descubro nada, pero ahora que la
desnutrición infantil, el paro, los desahucios y la miseria afectan a millones
de españoles, conviene recordar que el derecho de resistencia, lejos de ser
inmoral, es un derecho reconocido por la filosofía, la ética y la Declaración
Universal de Derechos Humanos.
A finales de los sesenta, surgieron en América
Latina y Europa organizaciones armadas que intentaron combatir al capitalismo y
el imperialismo para crear una sociedad más justa y solidaria. En algunos
lugares, la empresa se resolvió con éxito. La Revolución Cubana acabó con la
brutal dictadura de Batista y obtuvo grandes logros sociales. A pesar de las
campañas terroristas promovidas por Estados Unidos, Cuba resistió y se convirtió
en un faro de esperanza para los pueblos oprimidos de todo el mundo. Nelson
Mandela escribió: “Desde sus inicios, la Revolución Cubana ha sido una fuente de
inspiración para todos los pueblos amantes de la libertad”. En Razones para
la rebeldía, Willy Toledo afirma que “Cuba es un referente para la
izquierda mundial, incluso en las recientes rebeliones árabes se enarbolan
banderas del Che o de Fidel Castro”. Estados Unidos y la Unión Europea acusan a
Cuba de no respetar las reglas de la democracia parlamentaria, pero habría que
preguntarse qué entienden estos países por democracia.
“En ningún lugar del
mundo –objeta Willy Toledo- se puede hablar de justicia social si no se
garantizan primero derechos humanos fundamentales, como la alimentación, la
salud, la educación o la vivienda. Y en Cuba van sobrados de educación y
sanidad, y las otras necesidades, aunque de forma precaria, las atienden. […]
Siempre pienso que, cuando consigues esos mínimos, que son unos máximos si los
comparas con la situación general de los habitantes del planeta, es cuando un
pueblo puede avanzar en democracia”. Creo que la política no necesita grandes
construcciones teóricas. Al final, todo se reduce a un puñado de verdades
elementales. Las metas esenciales del socialismo son muy sencillas: educación,
sanidad, trabajo, vivienda, igualdad, solidaridad, libertad. Es evidente que
nada de eso se conseguirá sin la socialización de los medios de producción y la
nacionalización de la banca y los recursos naturales. Una transformación de esa
magnitud sólo puede plantearse desde una perspectiva internacionalista, pero el
internacionalismo no prosperará sin la destrucción de un Estado global que no
reconoce el derecho de los pueblos a elegir libremente su futuro. El
nacionalismo burgués es deleznable, pero el nacionalismo que lucha por preservar
la lengua y la identidad de los pueblos puede contribuir eficazmente a
menoscabar la contrautopía de un mundo uniforme, con grandes masas esclavizadas
y empobrecidas y una minoría que acumula riqueza, poder y privilegios.
La lucha armada de la izquierda revolucionaria se
considera terrorismo y se equiparan sus métodos con los del nazismo. En las
escuelas, se inculca la no violencia, pero lo cierto es que vivimos en un mundo
terriblemente violento, donde no cesan de crecer las desigualdades. La alianza
entre socialdemocracia y neoliberalismo no sólo ha destruido el Estado del
bienestar, sino que incluso ha liquidado las nociones de libertad, democracia y
soberanía popular. La famosa Tercera Vía de Tony Blair, Gerhard Schröder,
Mitterrand y Felipe González consistió en debilitar el mundo del trabajo en
beneficio del capital financiero. Mientras el fantasma del comunismo se mantuvo
vivo, el capitalismo humanizó su rostro por miedo a perderlo todo, pero ese
temor ha desaparecido.
La falsa alternancia política del sistema democrático se
utiliza como argumento imbatible contra la intolerancia de los “violentos”. Es
decir, de los que invocan el derecho de resistencia contra un orden social y
político que rebaja al ser humano a la condición de simple mercancía. Ignacio
Ellacuría, teólogo de la liberación asesinado en El Salvador en 1989 por el
batallón Atlácalt, cumpliendo órdenes de Estados Unidos, afirmaba que los países
del Tercer Mundo no necesitan una democracia formal, sino derechos humanos o, lo
que es lo mismo, “el fin de la esclavitud y la opresión”. Los informes de los
principales organismos mundiales sobre la pobreza ya no causan asombro ni
tristeza. Nos hemos acostumbrado a que mil millones de seres humanos vivan
atrapados en la pobreza absoluta (menos de 1’25 dólares diarios) y a que 24.000
personas mueran de hambre cada día, de los cuales el 75% son niños menores de
cinco años. Sólo en México, hay 60 millones de pobres y 15 multimillonarios, que
acumulan una fortuna de casi 150.000 millones de dólares, una cantidad que
equivale al 40% de las exportaciones del país al cierre de 2012. No es un
problema de los países en vías de desarrollo.
En la próspera Alemania, uno de
cada cinco habitantes es pobre y el 10% más rico controla la mitad de la riqueza
nacional. En Suecia, paradigma de sociedad igualitaria, la pobreza relativa ha
pasado del 3’7% al 9’1%. Según Save The Children, el 13% de los niños
suecos son pobres, lo cual significa que sus padres no disponen de recursos
suficientes para garantizar una nutrición equilibrada, una vivienda digna y una
ropa adecuada. La famosa globalización sólo produce desigualdad en todos los
rincones del planeta. Por eso, no hace falta reformar el sistema, sino crear
otro mundo. ¿Será posible mediante protestas y grandes movilizaciones? O, por el
contrario, ¿será necesario llegar más lejos y apelar al derecho de resistencia?
¿Cuál es la diferencia entre la protesta y la resistencia? Creo que Ulrike
Meinhof contestó con valentía y claridad: “Si digo que tal o cual cosa no me
gusta estoy protestando. Si me preocupo además porque eso que no me gusta no
vuelva a ocurrir, estoy resistiendo.
Protesto cuando digo que no sigo
colaborando. Resisto cuando me ocupo de que los demás tampoco colaboren”.
Algunos dirán que la lucha armada es un recurso
criminal, pero la Revolución francesa no se hizo con protestas, sino con una
sublevación sangrienta. Gracias a ella, somos ciudadanos y no súbditos, si bien
no dejamos de perder derechos y la soberanía popular se ha convertido en una
entelequia. Yo creo que lo criminal es propagar la pobreza, la desigualdad y la
desesperanza. La lucha armada será legítima mientras existan estructuras de
poder que producen hambre, guerra, opresión y tortura. Hebert Marcuse escribió:
“Odio la violencia. Pero considero que, cuando se habla de renunciar a la
violencia, habría que dirigirse en primer lugar a los que la ejercen legalmente
por medio de las instituciones. Cuando los fuertes, cuando los poderosos cesen
de emplear la violencia, también lo harán los otros”. No creo que las palabras
de Marcuse hayan perdido vigencia. La paz sólo será real y definitiva cuando
acabe la explotación del hombre por el hombre.
Hasta entonces, cada uno debe
elegir su trinchera y pensar que “cada ser humano puede ser un combatiente y
cada pueblo una fortaleza” (Ho Chi Minh).
RAFAEL NARBONA
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