El
ejército estadounidense es la fuerza de combate más poderosa del mundo y
Estados Unidos gasta mucho más que cualquier otro país en defensa.
El lector lo recuerda. Supuestamente, la guerra del siglo XXI al
estilo estadounidense estaba más allá de lo imaginable en cuanto a
precisión: bombas inteligentes, drones capaces de eliminar a un ser
humano cuidadosamente identificado y rastreado allí donde estuviese en
la Tierra; operaciones especiales tan exactas que constituían un triunfo
de la ciencia militar moderna.
Todo “interconectado”. Prometía ser un
glorioso sueño de destrucción acotada junto con un ilimitado poder y
éxito. En realidad, se comprobaría que se trataba de una pesadilla de
primer orden.
¿Guerra de precisión? No me hagan reír
Si el lector quiere una palabra que sintetice el quehacer bélico de Estados Unidos en la última década y media le sugiero esta:
escombros. Duele decirlo, pero desde
el 11 de septiembre de 2001,
este es el término adecuado. Además, para atrapar la esencia de esta
guerra en lo que va del siglo, hay otra expresión que podría ser útil:
‘reducir a escombros’. Permítanme que le explique.
En las últimas semanas, otra ciudad iraquí ha sido oficialmente
“liberada” (o casi) de los combatientes del Daesh (Estado Islámico). Sin
embargo, los resultados de la campaña del ejército de Iraq –respaldado
por EEUU– para retomar Mosul (por su tamaño la segunda ciudad de este
país) de ninguna manera encajan con lo que normalmente se endiente por
triunfo o victoria.
La campaña comenzó en octubre de 2016; con los meses
que han pasado desde entonces, ya
ha durado más que la batalla de Stalingrado de la Segunda Guerra Mundial.
Semana tras semana, en una lucha calle por calle, con repetidos ataques
aéreos estadounidenses contra los barrios habitados aún por muchos
mosultíes, ha muerto un número ignorado pero seguramente significativo
de civiles.
Más de un millón de personas –sí, ha leído bien: un millón–
fueron arrancadas de su casa e importantes zonas de la mitad occidental
de la ciudad de la que huyeron, incluyendo partes del casco antiguo, han
sido reducidas a escombros.
Esta debería ser la definición de victoria en tanto derrota, de éxito en tonto desastre.
También es una pauta. Ésta ha sido la esencia de la historia de las
guerras de Estados Unidos contra el terror desde que, en el mes
siguiente a los ataques del 11-S, el presidente George W. Bush lanzara
su poder aéreo contra Afganistán. Esa primera campaña aérea fue el
inicio de lo que cada vez más llegó a parecerse a
la demolición a gran escala de importantes zonas del Gran Oriente Medio.
Debido a que no se trató solo de ir tras quienes habían perpetrado
esos ataques, sino que se decidiría acabar con el Taliban, ocupar
Afganistán y –en 2003– invadir Iraq, la administración Bush abrió la
proverbial caja de Pandora. El impulso imperial de derribar al
gobernante iraquí
Saddam Hussein, quien una vez había
sido esbirro de Washington en Oriente Medio antes de convertirse en su
enemigo mortal (quien, por otra parte, nada tenía que ver con el 11-S)
resultó ser un funesto error de cálculo imperial.
También lo fue la profundamente arraigada fantasía que tenían los
funcionarios de la administración Bush acerca de su capacidad de
controlar a unas fuerzas armadas que manejaban la precisión de las
tecnologías de punta, una precisión capaz de proyectar poder en unas
formas que ningún otro país del planeta o de la historia lo había hecho
jamás; unas fuerzas armadas que serían, según lo dijo el propio
presidente,
“la más maravillosa fuerza de liberación humana que el mundo ha conocido nunca”.
Con Iraq ocupado y convertido en un cuartel durante generaciones, sus
principales funcionarios supusieron que derribarían el fundamentalista
Irán (¿suena conocido?) y otros regímenes hostiles de la región, creando
allí una Pax Americana (de ahí, lo peculiarmente irónico del actual
ascendiente iraní en Iraq).
Efectivamente, en procura de hacer realidad esta fantasía de poder mundial,
la administración Bush produjo un devastador agujero en las tierras petrolíferas de Oriente Medio.
En la mordaz imaginería de Abu Mussa, líder de la Liga Árabe en ese
entonces, Estados Unidos eligió directamente atravesar “la puertas del
infierno”.
Voladura del Gran Oriente Medio
La
“guerra de precision” de los Estados Unidos en el Oriente Medio ha sido
un total fracaso. En la imagen un drone sobrevuela Siria y lanza un
cohete. Foto: Archivo.
En los más de 15 años que han pasado desde el 11-S, partes
importantes de una porción cada vez mayor del planeta –desde la zona
fronteriza de Pakistán, en el sur de Asia, hasta Libia, en el norte de
África– se han desestabilizado catastróficamente.
Los pequeños
grupos de terroristas islámicos se han multiplicado exponencialmente
tanto en el entorno local como en el internacional,
diseminándose gracias a la guerra de ‘precisión’ estadounidense y la ira
que esta despierta en las poblaciones civiles afectadas. Algunos países
empiezan tambalearse o a fracasar.
Hay países que literalmente se han
venido abajo provocando oleadas de refugiados en el mundo a medida que
año tras año, las fuerzas armadas de Estaos Unidos, sus fuerzas de
operaciones especiales y la CIA han aumentado su despliegue de una
manera u otra en un país tras otro.
Aunque los casos se suceden y, en unos y otros, los resultados son visiblemente adversos,
las tres administraciones con sede en Washington posteriores al 11-S
han parecido incapaces de extraer las conclusiones más obvias;
en cambio, continuaron haciendo más de lo mismo (con ajustes mínimos de
un tipo u otro). De ningún modo debe sorprender que los resultados
fueran igualmente decepcionantes o infaustos.
A pesar de las dudas sobre esta forma de hacer la guerra en el mundo
planteadas por el candidato Trump durante su campaña electoral en 2016,
todo esto no ha hecho más que aumentar en los primeros meses de su
presidencia. Da la impresión de que
Washington es incapaz de
ayudarse a sí mismo en relación con su afán de continuar en esta versión
de guerra con su carga de nefasta imprecisión en sus cada vez
más vagas aunque previsiblemente destructivas conclusiones.
Peor aún, si
esta es la forma de proceder de los personajes militares y políticos
que mandan en Washington, nada de esto puede acabar en el término de
nuestra vida (en los últimos años, por ejemplo, el Pentágono y quienes
canalizan su pensamiento han empezado a hablar de un “enfoque
generacional” o una “lucha generacional” en Afganistán).
En todo caso, después de tantos años de haber sido lanzada, la guerra
contra el terror muestra todos los indicios de que continuará
extendiéndose; cada día que pasa, el nombre de la cosa está más y más
claro: escombros.
He aquí una relación muy parcial de la cuestión:
Además de Mosul, varias otras ciudades importantes de Iraq – entre ellas
Ramadi y
Fallujah–
también han sido reducidas a escombros. Del otro lado de la frontera,
en Siria, donde una feroz guerra civil lleva ya seis años, numerosas
ciudades y pueblos –de
Homs a partes de
Aleppo– han sido totalmente destruidas.
Ahora,
Raqqa,
la ‘capital’ del autoproclamado Daesh, está sitiada (según se dice,
fuerzas de operaciones especiales de EEUU ya están actuando dentro de
los agrietados muros, trabajando junto con fuerzas rebeldes aliadas
kurdas y sirias). Más temprano que tarde, también será “liberada”, es
decir, destruida.
Como pasó en Mosul, Fallujah y Ramadi, aviones estadounidenses han
estado atacando posiciones del Daesh en el centro urbano de Raqqa y
–evidentemente– matando a una considerable cantidad de civiles mientras
convierten en cascotes partes de la ciudad.
En la lejana
Libia, la ciudad de
Sirte,
por ejemplo, está en ruinas después de una lucha similar en la que
estuvieron involucradas unidades locales, la fuerza aérea de EEUU y
combatientes del Daesh.
En
Yemen, durante los dos
últimos años, los saudíes han estado llevando a cabo una interminable
campaña de bombardeo aéreo (con apoyo estadounidense), dirigida sobre
todo contra la población civil; esta campaña ha convertido el país en
una enorme pila de escombros y preparado el terreno para una devastadora
hambruna y una horrorosa epidemia de cólera, que –dadas las condiciones
de vida de ese empobrecido y asediado país– será imposible de
controlar.
Muy recientemente, este tipo de destrucción se ha extendido por
primera vez más allá del Gran Oriente Medio y partes de África. El
pasado mayo, en la isla de
Mindanao –en el sur de
Filipinas–,
rebeldes musulmanes locales identificados con el Daesh, tomaron la
ciudad de Marawi.
Mientras penetraban en la ciudad, gran parte de su
población de 200 mil personas ha sido desplazada; casi dos meses
después, los rebeldes mantienen en sus manos partes de la ciudad
mientras libran una guerra al estilo Mosul contra las fuerzas armadas
filipinas (ayudadas por asesores de la fuerza de Operaciones especiales
de EEUU).
Mientras esto sucede, se ha sabido que la zona ha sufrido
demoledores ataques como los sufridos por Mosul.
En la mayoría de esas ciudades y zonas circundantes reducidas a
escombros, aunque se haya cantado “victoria”, lo peor está todavía por
llegar.
En Iraq, por ejemplo, con el “califato” de Abu Bakr al-Baghdadi,
que ahora está siendo desmantelado,
el Daesh continúa siento una guerrilla verdaderamente peligrosa,
las comunidades sunníes y chíies (incluyendo sus milicias armadas) no
dan señales de actuar juntas, y en el norte del país los kurdos están
amenazando con proclamar un estado independiente.
Por lo tanto, están
garantizadas luchas de todo tipo, y la posibilidad de que Iraq se
convierta en un gran país fallido o que surja un sinnúmero de devastados
miniestados sigue siendo demasiado real, incluso aunque la
administración Trump –según se dice– esté presionando al Congreso para
que le permita construir y poblar nuevas bases militares “temporales” y
otras instalaciones en ese país (y en la vecina Siria).
Como si esto fuera poco, en todo el Gran Oriente Medio, la palabra
“reconstrucción” no significa absolutamente nada. Sencillamente, no hay
dinero para eso. Los precios del petróleo siguen siendo desesperadamente
bajos y, desde Libia y Yemen hasta Iraq y Siria, todos esos países o
bien son demasiado pobres o bien están demasiado divididos para encarar
la reconstrucción, por mínima que sea.
En esta guerra contra el terror,
tampoco –y este es un dato– el Estados Unidos de Trump lanzará el
equivalente al Plan Marshall para la región.
Y aunque lo hiciese, lo que
se sabe de los años que siguieron al 11-S ya muestra que –tanto en Iraq
como en Afganistán– la hipermilitarizada versión estadounidense de la
“reconstrucción” o la “construcción de naciones” –vía amiguismo
corporativo– ha sido uno de los mayores chanchullos de estos tiempos
(solo en la reconstrucción de Afganistán se han volcado más dólares del
contribuyente de EEUU que los que se destinaron a la totalidad del Plan
Marshall; es dolorosamente evidente lo ineficaz que ha demostrado ser).
Por supuesto, tal como pasó con la guerra civil siria,
Washington no es el único responsable de la destrucción en la región.
El mismo Daesh ha sido una maquinaria considerablemente destructiva y
brutalmente asesina con sus propios e impresionantes récords de
producción de escombros urbanos.
Aun así, la mayor parte de la
destrucción en Oriente Medio es el resultado de las ensoñaciones y
planes militares de la administración Bush y de su respuesta al 11-S
(que acabó con al soñada escenificación de la muerte de Osama bin
Laden). No olvidemos que el predecesor del Daesh, el Al Qaeda de Iraq,
era una criatura de la invasión y ocupación estadounidenses de ese país,
y que, fundamentalmente, el propio Daesh se formó en una prisión
militar estadounidense en el país en el que su futuro califa estaba
encarcelado.
En el caso que el lector piense que de todo esto se ha extraído
alguna lección, bien vale que vuelva a pensárselo.
En los primeros meses
de la administración Trump,
Estados Unidos ha decidido un nuevo minienvío de soldados y unidades aéreas a Afganistán;
ha empleado allí por primera vez la bomba convencional más poderosa de
su arsenal; ha prometido a los saudíes más apoyo en su guerra contra
Yemen; ha aumentado sus ataque aéreos y operaciones especiales en
Somalia; está preparándose para una nueva presencia militar de EEUU en
Libia; ha incrementado las fuerzas armadas estadounidenses y relajado
las normas para realizar ataques aéreos en zonas civiles de Iraq y otros
sitios; y ha enviado –tanto a Iraq como a Siria– un número creciente de
agentes de operaciones especiales y otro personal de EEUU.
Poco importa el presidente, cuando se trata de la “guerra contra el
terror”, la primera apuesta solo parece ser aumentar; es esta una guerra
de imprecisión que ha arrancado de su tierra a un número récord de
personas en el mundo con los acostumbrados resultados previsibles:
formación de más grupos terroristas, más desestabilización de las
estructuras estatales, más civiles desplazados o muertos y cada vez más
porciones del planeta convertidas en escombros.
Aunque nadie negaría el potencial destructivo de los grandes poderes imperiales de la historia,
el imperio estadounidense de la destrucción podría ser único.
En estos años, en la cúspide de su poderío militar, ha sido totalmente
incapaz de traducir esa ventaja de poder en algo que no sea la
producción de escombros.
Vivir en las ruinas; una breve historia del siglo XXI
La Ciudad de Alepo ha sido una de las más devastadas por la guerra en Siria. Foto: Archivo.
En este punto y dado que vivo en el corazón, increíblemente protegido
y tranquilo, de ese imperio y en la misma ciudad donde empezó todo,
permitidme que hable a título personal. Lo que no para de intrigarme es
la incapacidad que tienen quienes gobiernan esa maquinaria imperial de
captar lo que pasó realmente a partir del 11-S y extraer alguna
conclusión razonable de ese acontecimiento.
Después de todo, gran parte
de lo que he estado describiendo hasta ahora parece desalentadoramente
previsible.
En todo caso, la índole “generacional” de la guerra contra el terror y
la forma en que se transformó en una permanente guerra de terror, hoy
debería ser un tema de discusión demasiado obvio. Aun así, más allá de
lo que dijera en su campaña electoral,
al presidente Trump le
faltó tiempo para nombrar en puestos clave a los mismos generales que
han estado inmersos durante largo tiempo en las guerras estadounidenses
en todo el Gran Oriente Medio y están claramente dispuestos a hacer más
de lo mismo.
Cómo puede alguien imaginar, incluso esos mismos
generales, que semejante enfoque podría redundar en algo más “exitoso”
está más allá de mi entendimiento.
De muchas maneras, la producción de escombros ha estado en el centro
de todo este proceso iniciado con los hechos del 11-S. Después de todo,
entre tantos escombros, los objetivos de esos ataques simbolizaban el
poder de Estados Unidos –el Pentágono (el poder militar); el World Trade
Center (el poder económico); y el Capitolio o algún otro edificio de
Washington (el poder político, donde sin duda se dirigía el avión
secuestrado que se estrelló en un campo de Pennsylvania)–. En esos
sucesos, miles de civiles fueron asesinados.
En cierto sentido, gran parte de la conversión en escombros del Gran
Oriente Medio en los últimos años podría ser vista como –si bien
inconsciente– una vengativa campaña por el horror y la ofensa de los
ataque aéreos en esa mañana de septiembre de 2001, que convirtieron en
polvo las torres más altas de la ciudad en la que vivo.
Desde entonces,
de algún modo,
la guerra estadounidense ha implicado pagar a Osama bin Laden con la misma moneda,
pero a una escala pasmosamente mayor. En Afganistán, Iraq y otros
lugares, un momento de horror, aunque pasajero, para los estadounidenses
se ha convertido en la vida cotidiana para poblaciones enteras y han
muerto muchísimos inocentes, que deberían sumarse a las muchas de las
Torres Gemelas apiladas unas sobre otras.
El origen de
TomDispatch,
el sitio web que administro, también está ligado a los escombros. Aquel
día, yo estaba en Nueva York. Viví el impacto de del ataques y sentí el
olor de los edificios en llamas.
Un amigo mío vio un avión
estrellándose en una de las torres y otro estuvo recorriendo la zona
llena de humo con su bicicleta en búsqueda de su hija. Unos días
después, me acerqué al lugar de los ataques con mi propia hija y
estuvimos deambulando por las calles cercanas viendo lo que había
quedado de los enormes edificios.
Según una expresión de ese momento, la estela del 11-S, “cambió”
todo; en cierto sentido, fue realmente así. Yo lo sentí así ¿Quién no?
Percibí
la sensación de temor que se extendía por todas partes;
las repetidas ceremonias en todo el país en las que los estadounidenses
se llamaban a ellos mismos las víctimas, los supervivientes y (más
adelante) los vencedores más extraordinarios del planeta.
En esas
semanas que siguieron al 11-S percibí la sensación de horror y el
crecimiento en la población de un deseo de venganza que habilitaba a los
funcionarios de la administración Bush (que habían pasado años soñando
con la “superpotencia solitaria” y omnipotente, una sin precedentes en
la historia) para que hicieran prácticamente lo que quisieran.
En cuanto a mí, estaba dominado por la sensación de que el tiempo
siguiente sería el peor de mi vida, mucho peor que el de la época de la
guerra de Vietnam (la última vez que había estado de verdad
políticamente movilizado). Y había una cosa de la que estaba seguro: las
cosas no irían bien. Sentía el impulso de hacer algo, pero no tenía
idea de qué podía ser.
A principios de octubre de 2001, la administración Bush lanzó el
poder aéreo contra Afganistán; una campaña que, en cierto sentido, nunca
terminaría y sencillamente se extendería a todo el Gran Oriente Medio
(hasta ahora,
Estados Unidos ha lanzado repetidos ataques aéreos en por lo menos siete países de esta región).
En ese momento, alguien me mandó por correo electrónico un artículo de
Tamin Ansary, un afgano que había vivido en EEUU durante años pero
continuaba estando en contacto con lo que pasaba en su país de origen.
Su trabajo, que apareció en el sitio web
Counterpunch,
acabaría siendo ciertamente profético, sobre todo habiéndose escrito a
mediados de septiembre, pocos días después del 11-S.
En ese momento,
como señalaba Ansari, los estadounidenses ya estaban amenazando –con una
frase recogida de la época de la Guerra de Vietnam– con bombardear a
Afganistán para hacerlo “regresar a la Edad de Piedra” ¿Para que
serviría, se preguntaba él, una campaña como esa cuando “las nuevas
bombas solo removerían los escombros dejados por las bombas anteriores”?
Cómo él apuntaba, Afganistán, principalmente gobernado por entonces por
el nefasto Taliban, había sido convertido en escombros en años
anteriores en la guerra por delegación que soviéticos y estadounidenses
combatieron allí hasta que, en 1989, el Ejército Rojo regresó a casa
derrotado.
La pila de escombros que ya era Afganistán no haría más que
crecer en la atroz guerra civil que le seguiría. Y en los años
anteriores a 2001, la reconstrucción había sido mínima.
Por eso, como
dejó claro Ansary, Estados Unidos estaba a punto de lanzar su poder
aéreo por primera vez en el siglo XXI contra un país que no existía, un
país hecho de ruinas y más ruinas.
Para él, la consecuencia de esa acción era el desastre. Y así sería. En ese momento,
la imagen de unos ataques aéreos contra los ruinas me dejó atónito.
En parte, porque aquello era horroroso y verdadero; en parte, por lo
que parecía una señal tan ominosa de lo que nos depararía el futuro; y
en parte, porque nada parecido podía por entonces encontrarse en las
noticias de los medios dominantes ni en discusión alguna sobre la forma
en que podía responderse al 11-S (del cual no aparecía prácticamente
nada).
Impulsivamente, envié el escrito de Ansary –con una nota mía– a
mis amigos y parientes, Algo que no había hecho nunca. Este sería el
inicio de lo que, algo menos de un año después, se transformaría en
TomDispatch, una experiencia sin lista de suscriptores que no pararía de crecer.
¿Una plutocracia de los escombros?
“Casi 16 años después del 11-S, los estadounidenses continúen obsesivamente atemorizados por ellos mismos”.
Fue así como la primera palabra que atrapó mi atención en la época
posterior al 11-S fue “escombros”. Es una pena que, casi 16 años
después,
los estadounidenses continúen obsesivamente atemorizados por ellos mismos,
un temor que ha ayudado a crear y construir un estado de la seguridad
nacional de dimensiones sorprendentes.
Por otra parte, somos muy pocos
quienes hemos captado el significado de las interminables e imprecisas
experiencias estilo 11-S que nuestras fuerzas armadas han lanzado en
todo el mundo.
Las bombas quizá sean inteligentes, pero las acciones no podrían ser más erradas.
Fundamentalmente, en este país no se siente responsabilidad alguna
por la proliferación del terrorismo, el derrumbe de países, la
destrucción de vidas y de medios de vida, las oleadas de refugiados y la
conversión en escombros de importantes ciudades del planeta. No hay
evaluaciones razonables de la verdadera naturaleza y consecuencias del
modo estadounidense de hacer la guerra fuera de sus fronteras: su
imprecisión, su estupidez, su capacidad destructiva.
En esta tierra de
paz, resulta difícil imaginar el verdadero impacto de la imprecisión
bélica al estilo estadounidense. Sin embargo, tal como están yendo las
cosas, es bastante fácil imaginar el escenario descrito por Tamin Ansari
prolongándose en los tiempos de Trump y de quienes le sucedan:
Estados Unidos volviendo a bombardear los escombros dejados en todo el Gran Oriente Medio.
Aun así, estas lejanas guerras imperiales encuentran la manera de
llegar a casa; no solo en forma de nuevas técnicas de vigilancia, o de
drones sobrevolando “la tierra patria”, o de militarización total de las
fuerzas policiales. Sospecho que, sin esas desastrosas y eternas
guerras, la elección de Donald Trump habría sido improbable.
Aunque él
no desencadene esa guerra de “precisión” en la tierra patria misma, su
proyecto (y el de los congresistas republicanos) –desde el sistema de
salud al medioambiente– apunta visiblemente a convertir en escombros a
la sociedad estadounidense. Si él fuera capaz, ciertamente crearía una
plutocracia de los escombros en un mundo en el que las ruinas son cada
vez más la norma.
(Tomado de TomDispatch/ traducido por Carlos Riba para Rebelión)
Tom Engelhardt