El resurgimiento «americano» que no logró Trump
Trump concluye su presidencia con tres crisis
simultáneas que jaquean su ambición de otro mandato.
La pandemia, la
depresión económica y la rebelión de los afroamericanos han trastocado
el escenario electoral.
El
magnate ejerció una presidencia disruptiva que transgredió todas
las normas. Demolió la sobriedad, exaltó la grosería, extremó la
fanfarronería e instaló un inédito desorden en los asuntos
públicos. Su alocada confianza y su comportamiento patotero
desconcertaron a los analistas.
Se generalizó la imagen de un insano sin brújula, que insulta
dignatarios, humilla jefes de estado y viola todos los compromisos.
Pero esa constatación no alcanza para entender el contexto actual.
Se necesita una evaluación serena de los propósitos y resultados de
su gestión en el terreno económico y geopolítico, tanto a escala
global como regional.
OBJETIVOS Y ESTRATEGIAS
Trump buscó utilizar el poderío geopolítico-militar de Estados
Unidos para recuperar el liderazgo económico de su país. Con esa
finalidad encaró durísimas negociaciones para extender al plano
comercial, los privilegios monetarios que mantiene el dólar. Intentó
revertir el enorme déficit de intercambios con
100 naciones, reclamó ventajas para las exportaciones y penalidades
para las importaciones. Presentó esa demanda, como una insólita
reparación al trato internacional injusto que afronta el coloso del
Norte.
Con ese disparatado argumento motorizó una
virulenta agenda mercantilista y tensó la cuerda de todas
las tratativas. Propició acuerdos bilaterales sustitutivos del
multilateralismo y cuestionó ciertas normas del libre-comercio. Pero
impulsó ajustes en los convenios vigentes y no un retorno al viejo
proteccionismo.
Trump eligió esa estrategia para remontar el
declive industrial estadounidense. Intentó aprovechar las ventajas
que la primera potencia conserva en las finanzas y exigió
mayor preponderancia para los bancos, los bonos del Tesoro, Wall
Street y la FED.
También buscó preservar la supremacía tecnológica, mediante
crecientes exigencias de cobro por los derechos de propiedad
intelectual. Reclamó nuevas retribuciones por las patentes, para
acrecentar las ganancias capturadas con la comercialización de esos
servicios (Roberts, 2018).
Con ese control de la financiarización y del capitalismo digital,
Trump esperaba forjar un nuevo equilibrio entre
los sectores globalistas y americanistas de la clase
dominante. Apuntaló los negocios de las empresas con cadenas de
valor en otros países e incentivó también la recuperación de las
compañías locales, afectadas por la competencia mundial.
El primero grupo reúne a los gigantes del comercio, las finanzas, la
tecnología y la comunicación (Microsoft, Google, Facebook, Amazon,
City-Group, Wall Mart). El segundo sector aglutina a los proveedores
del Pentágono, las petroleras, los sojeros y las empresas centradas
en el mercado interno (Lockheed, General Dynamics, Exxon, Chevron,
General Electric, Bank of America) (Dierckxsens; Formento; Piqueras,
2018).
El proyecto neoliberal es compartido por ambas fracciones, pero los
globalistas habitualmente sintonizan con la cúpula del Partido
Demócrata y los americanistas con el establishment republicano.
Clinton apuntaló al primer sector y Bush Jr. al segundo. Obama
retomó el favoritismo por los mundialistas y Trump pasó de la
marginalidad americanista a la defensa de todo ese segmento (Merino,
2018).
Cuando alcanzó la presidencia cumplió sus compromisos con el sector
siderúrgico, el complejo industrial-militar y las corporaciones
industriales, pero abrió también su gabinete a
Wall Street y los globalistas. Las disputas entre ambos grupos se
dirimieron en bataholas y cambios de ministros.
Para
recuperar la primacía estadounidense Trump combinó protección
local con negocios mundiales. Promovió la guerra comercial y las
barreras arancelarias, sin obstruir el libre flujo de capitales que
enriquece a los financistas. Preservó especialmente las redes
digitales globalizadas que necesitan las firmas de la alta
tecnología. Restringió el mercado americano para los rivales
foráneos, pero sostuvo la primacía del dólar en una economía
internacionalizada.
Trump apostó a forzar la sumisión de los países competidores.
Trató de revertir las negativas consecuencias
de la globalización, que Estados Unidos encabezó
con resultados desfavorables. La primera potencia no pudo remontar
su pérdida de posiciones y
quedó expuesta al arrollador avance del desafiante chino.
La contención del rival asiático fue la prioridad del magnate.
China bordea el pedestal de la economía mundial, al cabo de varias
décadas de asombrosas tasas de crecimiento e
inversión. Trump puso fin a la amistosa relación con un socio
transformado en competidor, que ahora batalla por la hegemonía
mundial.
El freno de China es el principal objetivo de todo
el establishment de Washington. Trump tomó la delantera con una
brutal pulseada en el terreno comercial. Exigió a Xi Jinping
la reducción del déficit comercial y obtuvo ciertas concesiones,
pero utilizó cada tregua para relanzar las hostilidades.
Presionó
al máximo y cantó victoria ante cualquier resultado. Disfrazó
siempre sus agresiones con pretextos de seguridad nacional y
acusaciones de piratería. Buscó sobretodo frenar el avance
tecnológico de China en la transmisión de datos (5G) y la
inteligencia artificial (Agenda 2025).
Trump trató de repetir con el gigante oriental el sometimiento que
Reagan logró con Japón en los años 80.
Ese país fue obligado a
restringir exportaciones, revalorizar el yen y financiar el Tesoro
estadounidense. Esa subordinación condujo a un estancamiento de la
economía nipona, que persiste al cabo de varios experimentos
fallidos de reactivación keynesiana (Roberts, 2016: (173-184).
El magnate también buscó afianzar las ventajas de Estados Unidos
sobre Europa. Aprovechó la existencia de un aparato estatal
unificado, frente a competidores transatlánticos que no logran
extender su unificación monetaria al plano fiscal o bancario. Esa
carencia de poder estatal explica la reacción débil y tardía de
Europa frente a la crisis del 2008. Washington definió
expeditivamente, los socorros que tramitó Bruselas en forma
tortuosa.
Esa pesadez potenció las tensiones generadas por los
excedentes comerciales y las acreencias financieras, que acumula el
Norte a expensas del Sur del Viejo Continente (Lapavitsas, 2016:
374-383). Trump incentivó esas fragilidades para impedir cualquier
desafío europeo.
Bajo la apariencia de una gran improvisación, el ocupante de la Casa
Blanca concibió un ambicioso plan de recuperación de la economía
estadounidense. ¿Qué logró en cuatro años?
MAGROS RESULTADOS
La estrategia de Trump dependía de la disciplina
de sus aliados (Australia, Arabia Saudita, Israel), la subordinación
de sus socios (Europa, Japón) y la complacencia de un adversario
(Rusia) para forzar la capitulación de otro (China). Pero el magnate
no consiguió esos alineamientos y el consiguiente relanzamiento de
la supremacía norteamericana falló desde el principio.
La confrontación con China fue su principal
fracaso. Las amenazas no amedrentaron al dragón asiático. La
acotada reducción del déficit comercial que obtuvo con la guerra de
aranceles, no revirtió las desventuras de la economía
estadounidense. El tablero previo se mantuvo. China aceptó mayores
compras y menores exportaciones, pero no permitió la apertura
financiera y el frenó de sus inversiones tecnológicas.
La ofensiva de Trump debió lidiar con las propias consecuencias de
sus bravuconadas arancelarias. Traspasado cierto techo, las tarifas
aduaneras impactan sobre los precios y la productividad
estadounidense, que depende de la importación de insumos baratos.
Además, las represalias afectan seriamente a las empresas yanquis
radicadas en Oriente. China es el principal mercado para el agro y
para varias ramas manufactureras. Los puestos de trabajo que podrían
restaurarse con protección aduanera son amenazados por esa pérdida
de adquirientes en Oriente.
La batalla comercial tiene efectos tan contradictorios, como la
revaluación del yuan que exige Trump. Esa valorización potencia una
divisa que aspira a disputar el señoreaje internacional del billete
norteamericano. Además, China no acepta acomodar su política
monetaria a los reclamos de un deudor, que ha colocado el grueso de
sus títulos en los bancos asiáticos (Hernández Pedraza, 2018).
El presidente millonario logró el visto bueno formal de sus aliados,
pero no el acompañamiento requerido para la batalla comercial contra
China. Ningún socio resignó los negocios lucrativos con el gran
cliente asiático. Israel vende armas y tecnologías a Beijing,
Arabia Saudita coloca excedentes petroleros y tanto Canadá como
Australia mantienen intensos intercambios con el gigante oriental
(Poch, 2018).
Las dificultades para arrastrar a Europa a la confrontación con
China fueron semejantes. Pero el deterioro de la relación
transatlántica fue detonado por disputas más directas con el Viejo
Continente. El trato agresivo del magnate hacia Europa llegó a
incluir, por ejemplo, ofertas coloniales de comprar Groenlandia con
su población incluida.
Algunas demandas estadounidenses fueron satisfechas. Francia enmendó
su proyecto de ‘tasa Google’, Alemania redujo exportaciones para
mantener su tajada en el mercado automotor y varios integrantes de la
Unión Europea aceptaron adquirir más soja o gas americano.
Adoptaron la misma tónica conciliadora de Japón, que accedió a una
mayor apertura de su mercado interno. Pero ningún miembro de la
coalición occidental renunció a los contratos con China o a su
participación en la Ruta de la Seda.
Los conflictos escalaron con la demanda estadounidense de ruptura
comercial con Irán. Las grandes multinacionales de Francia y
Alemania (Total, Renault, Volkswagen, Siemens, Daimler) vetaron la
pérdida de mercado persa que exigía Washington.
El choque en curso por el gasoducto Nord Stream 2 que enlazará
a Rusia con Alemania es mucho más serio. En defensa de los
proveedores norteamericanos de gas licuado, Trump conspira con sus
vasallos (Ucrania, Polonia) para impedir la inauguración de una obra
casi concluida. El reciente ultimátum de sanciones legales a las
empresas europeas, coloca a Alemania en la disyuntiva de capitular o
confrontar con Washington. ´
Frente a tantas tensiones Trump buscó asegurar la alianza con
Inglaterra apuntalando un Brexit definitivo. Pero ni siquiera
obtuvo la lealtad de los británicos, que juegan su propia partida en
el mundo. Las frustraciones del mandatario yanqui aumentaron con la
fallida alianza que propiciaba con Rusia para
doblegar a China. Sus coqueteos con Moscú fueron internamente
torpedeados por el establishment diplomático de Washington. Ese
boicot facilitó el acuerdo defensivo que finalmente concertó Putin
con Xi Jinping.
Esta
sucesión de fracasos quebrantó el proyecto de restaurar la
“grandeza americana” a costa del resto del mundo. Trump sólo
logró inducir un alivio de la coyuntura, preservando todos los
desequilibrios de la economía. La pérdida de competitividad
industrial persistió, con mayor deterioro del medio ambiente por la
renovada explotación del carbón y el shale-oil. La
desregulación financiera acentuó los riesgos de nuevas burbujas y
la retracción de ingresos por los beneficios impositivos concedidos
a los grandes capitalistas agravó el déficit fiscal (Fernández
Tabio, 2018).
Trump
se estrelló con los mismos obstáculos que afectaron a sus
antecesores. Su verborragia y pedantería no tuvieron efectos mágicos
sobre la economía. Esa carencia de resultados salió a flote en la
crisis que precipitó la pandemia. El desempleo, la caída del PBI y
los anticipos de quiebras vuelven a situar a Estados Unidos en el
centro de la tormenta. Las bravuconadas ya no disimulan la impotencia
que ha caracterizado a su gestión.
OBSTÁCULOS EN AMÉRICA LATINA
Trump recordó, que para recuperar primacía en el
mundo, Estados Unidos necesita exhibir poder en su propio hemisferio.
Por eso asfixió a los países latinoamericanos con paquetes
recargados de mercantilismo (Guillén, 2018).
Priorizó el incremento del superávit comercial.
Con excepción de México, la balanza del intercambio con la región
es ampliamente favorable a Estados Unidos. Para aumentar ese
excedente exigió crecientes compras y estableció nuevas
restricciones a las importaciones.
Presionó a la Argentina con la elevación del arancel al biodiesel y
difundió una lista de doce naciones infractoras de las normas de
propiedad intelectual. A Brasil no sólo le impuso limitaciones al
ingreso del acero y el aluminio. Demandó también la presencia
norteamericana en el negocio aeronáutico y en las licitaciones de
obra pública manejadas por empresas locales.
El magnate puso la lupa en la contención del intercambio comercial
de China con América Latina. Ese flujo se multiplicó por 22 veces
entre el 2000 y el 2013 y alcanzó en 2017 más de 250.000 millones
de dólares. Cada año se tramita la incorporación de algún nuevo
país a los convenios de libre-comercio, que ya firmaron Ecuador,
Perú y Chile. Beijing ofrece las inversiones y los créditos que
retacea su competidor del Norte.
Trump intentó repetir con China la política de presión utilizada
para disuadir la presencia europea. El Viejo Continente negocia
tratados con varios países (México, Chile) o
bloques (MERCOSUR), pero sin disputar primacía con Washington.
España afrontó ese techo en la última década. Las tajadas que el
capitalismo ibérico obtuvo en las finanzas, las telecomunicaciones y
la energía a través de las privatizaciones encontraron un serio
límite. Pero ese antecedente no cuenta frente a China, que
confronta con Estados Unidos a otra escala regional y mundial.
El descarnado negociante que maneja la Casa Blanca buscó motorizar
en la región los tratados bilaterales que sucedieron al fracaso del
ALCA. Ese proyecto continental de libre comercio quedó sepultado en
la cumbre de Mar del Plata (2005). El camino estadounidense -para
acaparar recursos naturales y colocar excedentes- fue desde entonces
sustituido por los convenios bilaterales. El
gigante yanqui comenzó a negociar acuerdos muy favorables con
interlocutores débiles y dispersos.
Obama incentivó esos tratados, pero aspiraba a
retomar el sendero multilateral mediante otra versión del ALCA
(TPP). Trump frenó ese rumbo por presión directa del sector
americanista, que exigió barreras específicas en la industria
(acero) y el agro (azúcar). Pero ese curso no obstruyó los negocios
del segmento globalista. El equilibrio entre ambos grupos se verifica
en el nuevo tratado T-MEC con México y
Canadá, que sustituyó al TLCAN.
El histriónico mandatario suscribió esa renovación luego de una
intensa campaña de insultos, contra “el peor acuerdo comercial de
la historia”. La nueva versión fue redactada para satisfacer las
heterogéneas necesidades de las compañías yanquis.
Los americanistas de la industria automotriz lograron incrementar la
porción de fabricación en suelo estadounidense (Merino; Bilmes,
2020). Sus pares del agro consolidaron la demolición del cultivo
local de granos y oleaginosas. México ya importa el 45% de sus
alimentos y consume volúmenes siderales de las sobras que acumulan
las cadenas gringas (Hernández Navarro, 2020).
Pero también los globalistas de los servicios (Big Data)
consiguieron su parte, con las restricciones a las transferencias
internacionales de datos. A su vez las empresas farmacéuticas
impusieron protecciones adicionales a las patentes y licencias.
Todas
las firmas estadounidenses lucrarán, además, con las barreras
introducidas a las empresas alemanas y japonesas y con el renovado
sometimiento de México. Ese país continúa padeciendo bajas tasas
de crecimiento, desempleo, desarraigo rural,
contaminación del medio ambiente y explotación de la fuerza de
trabajo.
El nuevo convenio también eliminó el
arbitraje independiente, para dirimir los conflictos provocados por
las empresas yanquis. Qué López Obrador haya evitado la apertura
del sector energético y la desregulación de PEMEX no compensa esos
perjuicios y sus elogios a Trump han sido patéticos.
El
T-MEC retrató en forma acabada los objetivos de Trump. Cambió el
nombre del acuerdo, para acentuar su condición de tratado amoldado
al dominador del Norte. El convenio buscará reducir el
déficit comercial estadounidense a costa de las compañías
asiáticas y europeas, que exportan desde México a Estados Unidos.
La suscripción del acuerdo fue una excepción en el cúmulo de
fracasos del lenguaraz presidente. Pero la reversión del desbalance
de intercambios es tan improbable, como la restauración del tercio
de empleos manufactureros perdidos en el Medio Oeste.
El
T-MEC no compensa la continuada presencia regional de China, que
continúa ignorando todas las demandas de desalojo, con crecientes
exportaciones a Brasil, México, Chile, Perú y Argentina. Trump
intentará un freno adicional a través de la letra chica del
convenio. Introdujo una cláusula para obstruir cualquier acuerdo
comercial inconsulto de México con China. Anticipó esa presión
forzando a Brasil a suspender los proyectos bioceánicos con
financiación oriental. Impuso, además, el mismo congelamiento en
los emprendimientos nucleares de Argentina.
Pero no logró extender ese sometimiento al abandono de los grandes
negocios con China. Ni siquiera Bolsonaro pudo aceptar las
prohibiciones contra al adquiriente del 40% de las exportaciones
agro-industriales del país. Los mandatarios neoliberales soportan
humillaciones, pero necesitan preservar las lucrativas actividades
que Estados Unidos quiere confiscar.
Washington sólo exige sumisión frente a las atractivas ofertas de
Beijing. Durante la pandemia China, envió los respiradores y
medicinas que el tradicional socorrista del Norte acaparó para su
propia población. Además, el viejo conflicto de exportaciones
latinoamericanas competitivas con el Norte (soja, trigo, petróleo)
vuelve a cobrar relevancia, frente a un comprador chino que pondera
complementariedades con la economía regional. Por donde se lo mire,
también en América Latina falló el proyecto de recuperación
hegemónica estadounidense.
VACILACIONES DEL IMPERIO
La supremacía militar es el principal instrumento
que dispone Estados Unidos para intentar la reconquista del liderazgo
económico. Con su monumental circuito de bases desplegadas
por todo el planeta, el Pentágono es el gendarme
del capitalismo.
Pero la utilización de esa maquinaria siempre ha dependido de la
cambiante capacidad geopolítica detentada por Washington. La
belicosidad que prevaleció desde Truman a Kennedy fue sucedida por
el replanteo de Nixon, el repliegue de Carter y la contraofensiva de
Reagan. El intervalo de Clinton fue seguido por el unilateralismo de
Bush y las indecisiones de Obama. Trump emergió en un momento de
revisión y procesamiento de derrotas.
Sus inclinaciones belicistas saltan a la vista. Relanzó la guerra de
las galaxias con un presupuesto récord, retomó las pruebas de
misiles y rompió el tratado de desarme nuclear (Armanian, 2019).
Garantizó además ganancias récord a los fabricantes de armas,
mantuvo los bombardeos en Siria e Irak y
ensayó una mega-bomba de alcance inédito en Afganistán (Medea;
Davis, 2020).
Trump reavivó la obsesión por la
seguridad y desplegó una brutal retórica
belicista. Pero optó por proclamas distanciadas del
universalismo protector. No utilizó la mascarada misionera de la
intervención humanitaria y evitó calzarse el disfraz de custodio
del mundo libre.
Retomó la tradición aislacionista, que presenta la agresión
imperial como un favor concedido a los gobiernos desamparados.
Subrayó especialmente que esa ayuda debe ser mendigada y remunerada.
Destacó que los auxilios prestados por Estados Unidos al resto del
mundo tienen un costo, que Occidente debe solventar. Con ese mensaje
exigió la financiación europea de la OTAN (Anderson, 2016).
El
acoso de China fue la prioridad militar del magnate. Complementó las
presiones comerciales con un gran despliegue de la flota del Pacífico
y exigió la desmilitarización de los arrecifes del Mar del Sur,
para quebrantar el escudo defensivo de su rival. Su menú de
provocaciones incluyó la detención de directivos de Huawei, el
cierre de consulados chinos, la promoción del separatismo del Tibet,
la recreación de complots derechistas en Hong Kong y el auspicio del
independentismo de Taiwán.
Obama anticipó ese giro. Desplazó tropas desde Medio Oriente hacia
el continente asiático y buscó integrar a la India al bloque
anti-chino conformado con Corea del Sur, Japón y Australia. Trump
redobló esa política de asedio que propicia el Partido Demócrata,
con el visto bueno de Biden (Smith Ashley, 2018).
Pero
China disputa el podio de la economía mundial afianzando su poderío
militar. Dejó atrás su vieja condición de país periférico y se
ubica en las antípodas del protectorado que Estados Unidos mantiene
en Japón. La estrecha asociación que a su vez mantiene con la
economía norteamericana, transforma a la potencia asiática en un
adversario muy distinto al precedente soviético. No es un blanco
sencillo para los estrategas de Washington, que deben reconciliar las
demandas agresivas del aparato militar con las inclinaciones
negociadoras de las corporaciones económicas yanquis (Petras, 2005).
Trump no resolvió esa tensión y su estrategia frente a China
desembocó finalmente en un coctel de vacilaciones.
LIMITACIONES BÉLICAS
El magnate carga con la pesada herencia de los fracasos
militares legados por Bush. La ocupación de Irak fue un fiasco y
Afganistán se transformó en un atolladero. Esas derrotas enterraron
los ensueños de unilateralismo y “nuevo siglo americano”.
Las secuelas de esa adversidad explican el
cauto manejo bélico de Trump. Las invasiones de los marines
fueron reemplazadas por la boconería y las pomposas
amenazas vía twitter.
En
Siria el millonario retiró tropas, abandonó a los aliados
kurdos, avaló el protagonismo de Turquía y aceptó la preeminencia
de Rusia. En Afganistán mantuvo los bombardeos reduciendo efectivos
y en Corea del Norte archivó el ultimátum. Enfrentó un antagonista
con armas nucleares que no puede ser barrido con los mercenarios
utilizados en Libia.
Las provocaciones contra Irán han sido más inciertas. Trump jugó
con fuego en el asesinato de la principal figura de las fuerzas
armadas y en los extraños atentados del estrecho de Ormuz. Pero no
aceptó la escalada que propiciaron sus socios israelíes y saudíes.
Sostuvo la anexión de Cisjordania y las masacres de los yemenitas,
pero no comprometió al Pentágono con otra intervención.
Trump sólo alentó guerras locales de bajo costo para testear la
reacción de sus enemigos (Petras, 2018). Ya no
cuenta con las alianzas globales que tuvo Bush. Varios aliados
flaquean en el exterior (Inglaterra, Francia), otros enfrentan
resistencias internas a la militarización (Alemania, Japón) y
algunos son más proclives a la negociación que a la confrontación
(Corea del Sur) (Rousset, 2018).
La reticencia a ensanchar los conflictos detonó varios pugilatos
palaciegos, como el despido de Bolton o la renuncia de Mattis, que
potenciaron la desorientación del alto mando. El magnate priorizó
una recuperación económica, que exige la continuidad de la
preponderancia bélica sin ningún resultado adverso y en ningún
momento logró plasmar esa ecuación.
La fallida alianza con Putin dinamitó sus planes. Buscó ese acuerdo
con las propuestas de reingreso ruso al G 7 y con el buen trato hacia
una potencia, acostumbrada a negociar en las cúspides. Intentó
congelar las hostilidades en Ucrania y los misiles en Polonia, pero
chocó con el Congreso, los Demócratas y la prensa, que respondieron
con un potencial impechment a su condescendencia con Moscú.
Trump alentó la habitual alianza con Rusia contra China que suele
propiciar el Departamento de Estado, cuando falla la opción inversa.
En los últimos años Kissinger favorecía el entendimiento con Moscú
para neutralizar a Beijing, en contraposición Brzezinski que
motorizaba el acoso a Rusia, para mantener buenos negocios con China.
El establishment siempre ha oscilando entre ambas variantes
(Gandásegui, 2018). Pero en esta ocasión, las indefiniciones
estadounidenses fortalecieron el dique defensivo forjado por Putin
con Xi Jinping.
El magnate tampoco pudo someter a Europa. La
irresuelta exigencia de mayor sostén financiero de la OTAN
provocó una seria erosión de la alianza transatlántica. Alemania
consolidó su comando de la UniónEuropea, con mayores
ambiciones de negocios propios y creciente autonomía del padrinazgo
norteamericano. Ese distanciamiento se afianzó con el divorcio
iniciado por Inglaterra para distanciarse del Viejo Continente.
Pero la independencia germana obliga a reconsiderar la gestación de
un ejército europeo desligado de Washington.
Alemania objeta esa iniciativa, puesto que su carencia de estructuras
bélicas colocaría al país en un lugar subordinado. La
fractura entre poder militar (Francia) y económico (Alemania) y los
divergentes intereses entre los 26 miembros de la Unión Europea
impiden forjar un dispositivo militar unificado (Serfati, 2018).
El
capitalismo europeo no ha podido emanciparse de la tutela bélica
estadounidense y por eso acompañó las incursiones de Irak y
Ucrania. Pero ha encontrado un significativo espacio para resistir el
reclamo monetario de Trump.
El mandatario yanqui no consiguió las victorias
geopolíticas que hace varias décadas obtuvo su admirado Reagan.
Tampoco logró la división del campo enemigo que efectivizó
Nixon. Sólo se asemeja a este último personaje, en la enemistad con
los medios de comunicación y en los disgustos con la burocracia de
Washington. El escandaloso morador de la Casa Blanca evitó un
Watergate, pero no la ausencia de resultados de su gestión.
Falló en restablecer el poder de fuego imperial
que necesita Estados Unidos para recuperar un liderazgo económico.
DESVENTURAS EN EL HEMISFERIO
Trump reforzó el control imperial sobre América
Latina. Mantuvo el equipamiento del Comando Sur de Miami, con
fuerzas equivalentes al Golfo Pérsico o al Mediterráneo y afianzó
la jefatura de la IV Flota sobre una vasta red de uniformados y
agentes del Pentágono. Las bases de Colombia fueron surtidas del
aprovisionamiento requerido para acciones de gran alcance y la
supervisión del Amazonas se afianzó con los gendarmes de la zona.
El belicoso mandatario redobló la presión para liquidar la
autonomía militar y el equipamiento diversificado de Brasil. Integró
a los generales de ese país al diseño continental de Washington y
acentuó la conexión de las fuerzas de seguridad argentinas con la
DEA, la CIA y el FBI.
La
penetración yanqui en las estructuras militares de Latinoamérica se
consumó con el manoseado pretexto de enfrentar el narcotráfico. La
sangría de México ya ha demostrado que esa excusa sólo encubre la
periódica mudanza de plantaciones y guaridas de los carteles. La
continuada demanda de narcóticos por parte de consumidores del Norte
incrementa los millonarios ingresos de los intermediarios
estadounidenses. Las narco-burguesías locales se enriquecen con el
negocio que comparten con los financistas gringos del narcotráfico.
Trump consolidó un proceso de militarización que ha potenciado la
atroz degradación social de Centroamérica. Las guerras mafiosas se
desenvuelven con armamento “made in USA” y la complicidad de
estructuras estatales infiltradas por las embajadas estadounidenses.
Pero la gran prioridad del bocón de la Casa Blanca estuvo localizada
en Venezuela. Propició todos los complots imaginables para recuperar
el control de la principal reserva petrolera del hemisferio. Instaló
asesores en las fronteras, financió la auto-proclamación de Guaidó,
ensayó la farsa de la ayuda humanitaria, tanteó una guerra
eléctrica y auspició incontables asonadas en los cuarteles. Sólo
los intentos de invasión a Cuba han superado ese cronograma de
incursiones.
El agresor del Norte desparramó también provocaciones para
intimidar a las potencias rivales. Retomó la Doctrina Monroe contra
la presencia de buques rusos en el Caribe, instalaciones informáticas
chinas en Sudamérica o simples visitas de funcionarios iraníes a
los países hostilizados. Desplegó ejercicios militares para
subrayar su disgusto con esas misiones.
Estados Unidos carece en América Latina de
apéndices asociados para ejercer el control militar del continente.
No cuenta con un socio estructural e histórico que cumpla el rol de
Israel en Medio Oriente o Australia en Oceanía. Por esa razón debe
mantener su presencia directa en el hemisferio.
Esa
intervención repite la norma de los últimos cien años. Washington
siempre recuerda a las clases dominantes locales quién ejercer la
jefatura efectiva en la región. Utiliza un variado menú de
cooptaciones, chantajes y amenazas para sostener su primacía,
saboteando la conformación de un bloque geopolítico latinoamericano
unificado y autónomo.
Trump reiteró ese manual del imperialismo con gran nostalgia por
las cañoneras de Thodore Roosevelt. Añora las incursiones de Reagan
para recapturar Centroamérica y la impudicia de Bush para despachar
tropas.
Por
eso ha intentado exhibir un perfil de brutalidad decisoria
contrapuesto al tinte conciliatorio de Obama. Sustituyó la apertura
hacia Cuba por el endurecimiento del embargo y reemplazó la
distensión inaugurada con la CELAC y UNASUR por la virulencia de la
OEA y el Grupo de Lima. En lugar de ponderar la “alianza entre
iguales” que realzan los diplomáticos del continente, enrostró a
Latinoamérica la superioridad de Estados Unidos.
Con
estas diferencias de trato Trump mantuvo la política de estado hacia
la región, que han compartido todos los mandatarios republicanos y
demócratas. El magnate arremetió contra Cuba, frente a un antecesor
que no levantó el embargo. Conspiró abiertamente contra
Venezuela, ante un precursor que dejó correr el fracasado golpe del
2002. Apuntaló una asonada en Bolivia, que coronó operativos
similares aprobados por Obama en Honduras y Paraguay.
Con estilos y retóricas muy diferentes, la Casa Blanca siempre
apuntala a sus agentes serviles. Trump ha
mantenido esa estrategia de larga data, centrada en desplazar
competidores externos, anular la autonomía de la burguesía
regional y sofocar las rebeliones populares (Morgenfeld, 2017:
359-362).
Pero también en este campo emergió un divorcio entre los dichos y
los hechos. Las amenazas del magnate chocaron con la imposibilidad de
repetir la intervención a Granada (1983) y Panamá
(1989) o la última ocupación de Haití (2010), recubierta de
rescate humanitario.
Su principal fracaso se verificó en
Venezuela. En el dramático escenario económico-social que
afronta ese país, no pudo derrocar al diabolizado
chavismo. El secuestro de la petrolera CITGO o la captura de lingotes
de oro (junto a Inglaterra), no diluyeron su impotencia frente al
gobierno bolivariano. La agenda imperial afrontó significativos
obstáculos en América Latina.
SOSTÉN DERECHISTA, CAOS DE GESTIÓN
Trump sintoniza con una oleada marrón en el
mundo, que condujo a varios personajes indigeribles a la presidencia.
Encarna un tipo de liderazgo que ha canalizado parte del descontento
social, con la ruinosa situación generada por el neoliberalismo.
Frente al techo que encontraron las protestas populares y la ausencia
de respuesta de los progresistas, la derecha capturó ese malestar.
En Estados Unidos ese round fue ganado por el TEA
Party y no por
Occupy Wall Street.
El desbocado mandatario aunó la base
conservadora tradicional de los republicanos en la “América
profunda”, con las vertientes reaccionarias más extremas.
Retomó el viejo mensaje religioso, homofóbico y racista, con una
nueva carga de resentimientos hacia la burocracia de Washington, los
impuestos federales y los intelectuales globalizados.
El magnate prometió restaurar la gloria en un país decepcionado con
la gestión previa. Obama defraudó a los afroamericanos agobiados
por los asesinatos policiales y a los latinos, golpeados por un
récord de expulsión de indocumentados. También desmoralizó a los
verdaderos demócratas, frustrados por la continuidad del espionaje
interno y a los asalariados, enojados con la destrucción del tejido
industrial.
Trump aprovechó un vacío político para hostilizar a los
inmigrantes. Exaltó la identidad anglosajona y atacó el
multiculturalismo cosmopolita imperante en las dos costas. Desde el
sillón presidencial profundizó su burda alabanza a la pureza
americana y con una catarata de exabruptos comandó el proyecto
derechista más audaz del mundo desarrollado.
A diferencia de sus pares europeos logró superar la marginalidad
política atrapando una de las grandes formaciones partidarias. No
debió lidiar con la ausencia de identidad nacional homogénea o con
el temor a corroer la moneda común que impera en el Viejo
Continente. Tampoco tuvo que transitar por el tortuoso camino del
irresuelto Brexit (Anderson, 2017). Pero esas ventajas no
bastaron para consolidar su mandato.
Gestionó durante cuatro años una incontable secuencia de
escándalos, peleas y despidos. Las memorias que difunden sus
despechados funcionarios retratan una administración caótica y
sujeta a los caprichos de un imprevisible timonel. Trump se desdijo
hasta el cansancio, clausuró y reabrió dependencias, cerró y
reinicio el Congreso y estuvo al borde de un desplazamiento por
acusaciones de corrupción. Siempre mostró los dientes y subió la
apuesta en las feroces internas. Pero el barullo de su administración
confirmó su incapacidad para cohesionar un proyecto de
reconstrucción imperial.
Trump es un reaccionario que auspicia la represión, coquetea con el
suprematismo blanco e induce provocaciones paraestatales de las
milicias. Pero no forjó un régimen fascista. Ese término es
erróneamente utilizado como sinónimo de autoritarismo o insania
presidencial (Bhaskar, 2019). Con esa etiqueta se omite la enorme
distancia que lo separa del fascismo clásico de entreguerras.
Actualmente no impera un marco de guerras interimperialistas,
levantamientos revolucionarios o amenazas comunistas. Las clases
dominantes no auspician la reconquista bélica de territorios, el
terror para demoler sindicatos o el confinamiento de las minorías.
El léxico brutal no define a un fascista (Riley, 2019).
El bonapartismo es un concepto más apto para caracterizar al
personaje que el mote vacío de populismo. Trump intentó combinar el
liderazgo carismático con el manejo unipersonal de un sistema
plutocrático. Gobernó en sistemática tensión con la burocracia
estable, la cúpula del Partido Demócrata y la elite de la
comunicación. Pero no logró construir una jefatura efectiva del
estado. Su débil bonapartismo desembocó en simple incoherencia y
ausencia de resultados (Cinatti, 2018).
El BOOMERANG DE LOS LATINOS
Trump desplegó una furibunda agresión contra los
latinos. Para movilizar a su base derechista reavivó el
imaginario conservador, que atribuye el fin del sueño americano a la
afluencia de trabajadores foráneos.
Esa mirada identifica el declive del capitalismo yanqui con los
flujos inmigratorios, cuando esa corriente genera un contrapeso a esa
regresión. Los jóvenes extranjeros compensan el envejecimiento de
la fuerza laboral y nutren de cerebros a los sectores más dinámicos.
La simplificación chauvinista ignora estos datos, para potenciar la
desesperación de los estadounidenses afectados por la precarización
y el desempleo.
El perverso mandatario incentivó el resentimiento de los blancos
empobrecidos contra los latinos, con un viejo libreto de odio de las
clases medias hacia los desamparados. Retomó la antigua receta del
racismo sureño contra los afroamericanos. Con esa estrategia
construyó una base política autónoma para sostener sus insultos
contra los latinos “invasores”, “delincuentes” y
“violadores”.
Trump comenzó su espantosa prédica con una convocatoria a construir
el muro fronterizo que debía frenar el aluvión de drogas. Sólo
omitió que el grueso los narcóticos ingresa por otra vía. Autorizó
redadas para cazar indocumentados en las grandes ciudades, soslayando
las plantaciones, que no podrían levantar sus cosechas sin el
auxilio de los migrantes (Majfud, 2019).
El brutal mandatario llegó al extremo de promover la separación de
las familias en los campos enjaulados de la frontera. Durante la
pandemia suspendió los visados argumentando que los extranjeros
introducen el virus. Pero olvidó que una represalia equivalente
cerraría el acceso de todos los estadounidenses al resto del mundo.
Muchas diatribas del presidente no traspasaron el universo del verbo.
La construcción del muro avanzó lentamente y México no cargó con
su financiación. La deportación de dreamers quedó bloqueada
por las apelaciones judiciales y la indignación social frenó la
separación de padres e hijos indocumentados. Tampoco la publicitada
militarización de la frontera redujo las caravanas de
centroamericanos, que necesitan expatriarse para sobrevivir.
Trump combinó la agresividad interna contra los latinos con el apoyo
a la restauración conservadora en toda la región. Buscó recrear la
vieja subordinación de los gobiernos serviles al amo imperial. Forjó
un enlace especial con tres dinosaurios (Duque, Bolsonaro y Macri)
que comparten su miopía derechista y su ceguera neoliberal.
El magnate intentó extender a Sudamérica la red de convergencias,
que enhebró con personajes tan abominables como Bin Salman o
Netanyahu. Esa coincidencia con déspotas y criminales sintonizó con
su activo sostén de los golpistas (Añez), los represores (Piñera)
y los usurpadores (Lenin Moreno).
Pero el renovado sometimiento de sus vasallos no resucitó la vieja
dominación yanqui. Ni siquiera los colonizados presidentes de la
región pudieron sostener el idilio con un mandatario que desprecia a
todos los nacidos en Latinoamérica. Las burlas y desplantes del
plutócrata erosionaron el entreguismo nativo, en un marco de
coincidentes encuestas que resaltan el abrumador repudio a Trump en
toda la zona.
Ese rechazo no reconoce fronteras y ha sido potenciado por el
fracasado intento de reconstruir el Ministerio de Colonias de la OEA.
Todo el empeño que pusieron los trogloditas del Departamento de
Estado (Abrams, Rubio, Pompeo) para sustituir los mecanismos
autónomos de UNASUR y CELAC por el servilismo del Grupo de Lima
tuvieron magros resultados. No lograron forjar coberturas suficientes
para la conspiración contra Venezuela, el embargo contra Cuba o el
golpismo en Bolivia.
Al desconcertar a sus títeres del Sur Trump cavó su propia fosa.
Los mensajes de egoísmo nacional sepultaron el disfraz auxiliador
del imperio y quebrantaron el sostén geopolítico de su proyecto.
REBELIONES EN LA PROPIA CASA
El viraje represivo actual en varios países de
América Latina es enfáticamente aprobado por Trump. Comparte el
despliegue de la violencia estatal contra el descontento popular y
aporta especialistas para ese atropello. Ya reactivó los organismos
y fundaciones yanquis dedicados a espiar y
desorganizar los movimientos de resistencia. Las embajadas han
recobrado protagonismo en ese trabajo conspirativo.
La tradicional rebeldía de América Latina prende
todas las alarmas de Washington. Las sublevaciones que irrumpieron en
las últimas dos décadas inquietan a un mandante imperial,
preocupado por los rebrotes del ciclo político progresista que
disputa con la restauración conservadora.
La vitalidad de la lucha social en la región se
verificó el año pasado, en una secuencia de batallas que
apuntaló victorias y contuvo los retrocesos.
Las revueltas
desenmascararon en Chile el modelo neoliberal y doblegaron en Ecuador
el ajuste del FMI, pero no evitaron el golpe en Bolivia y la
persistencia de los atropellos en Brasil. Las protestas sacudieron
también a Colombia, Haití y Honduras y la derecha perdió su manejo
del gobierno en México y Argentina, pero el ajuste neoliberal se
mantuvo en el grueso del continente. La pandemia sólo introdujo un
paréntesis en estas convulsiones.
Pero lo que nadie previó fue el estallido de enormes protestas en el
propio corazón del imperio. La rebelión de los afroamericanos ha
convulsionado a las grandes ciudades estadounidenses, con
manifestaciones multirraciales contra la impunidad policial. La
enorme popularidad de esas movilizaciones neutralizó la reacción
represiva de Trump (Catalinotto, 2020).
Esa sublevación converge con el rebrote de las huelgas y el gran
protagonismo de una nueva generación que renueva la épica de los
años 60 (Carbone, 2020). Los estandartes de las marchas (“no puedo
respirar”, “las vidas los negros valen”) reavivan la
insubordinación y obligan a revisar el legado de la esclavitud. Las
iniciativas para arrodillarse cuando se entona el himno nacional o
para derribar los monumentos insultantes ilustran ese viraje (Sharon
Smith, 2020).
La lucha de los afroamericanos es la primera acción callejera de
envergadura e impacto internacional luego de la pandemia. Esa
reacción tiene un gran impacto sobre América Latina y reconecta las
resistencias populares de ambas regiones, al cabo de un prolongado
divorcio.
La enorme población latina de Estados Unidos podría articular ambos
procesos. Los inmigrantes, residentes, descendientes e indocumentados
conforman una comunidad vilipendiada por Trump y denigrada por los
gobernantes derechistas que forzaron su expatriación.
El repudio al presidente más anti-latino de historia americana crea
puentes entre el antiimperialismo latinoamericano y el progresismo
estadounidense. En el Norte se batalla por un sistema de salud y
educación universitaria gratuitos y en el Sur por la redistribución
del ingreso y la contención de la hemorragia que provoca la deuda
externa.
El enorme impacto de Sanders y de los candidatos radicales
que lo acompañan ha establecido un nuevo cimiento de convergencia
con la izquierda latinoamericana.
¿FRACASO PARCIAL O DEFINITIVO?
Para lograr la reelección Trump no sólo debe disimular el
incumplimiento de sus promesas. Necesita también esconder su
irresponsabilidad criminal en el manejo de la pandemia. Con
negacionismo e improvisación multiplicó el número de muertes, el
récord de contagiados y el caos sanitario. Su figura será recordada
por la indiferencia ante las fosas comunes.
Ahora decidió forzar el
retorno al trabajo y la apertura de los colegios, para crear el clima
de normalidad requerido para sostener su candidatura (Davis, 2020).
No repara el costo humano de esa aventura.
Trump sube la apuesta de provocaciones frente a un adversario
demócrata, que ha optado por el silencio para disputar el voto
conservador. Busca activar su base de adictos contra ese inmovilismo
de Biden. Las encuestas lo desfavorecen, pero construyó su carrera
en esa adversidad y ensayará un clima de virulencia electoral para
posicionarse en la recta final (Morgenfeld, 2020).
El sistema electoral no exige mayoría de votos, sino simple
superioridad de delegados y un sufragio con los inconvenientes de la
pandemia y el voto por correo favorece todo tipo de tropelías.
Pero
el imprevisible resultado de esos comicios no modificará el fracaso
de su gestión. Sólo determinará el relanzamiento o naufragio de su
proyecto. Trump no logró en cuatro años la recomposición de la
economía estadounidense. El resto del mundo no sostuvo esa
recuperación y el rival chino continuó ascendiendo.
Desplegó
exhibiciones de belicismo que no compensaron su impotencia en los
escenarios de conflicto. Esas limitaciones acotaron el
intervencionismo en América Latina y erosionaron su capacidad
interna de mando. Ahora confronta con protestas radicales que lo
desafían en la calle.
Este balance de la gestión de Trump es
insoslayable para evaluar lo que podría suceder si gana o pierde en
noviembre. Su programa no encarna el capricho de un lunático.
Expresa una de las estrategias en juego del poder capitalista, que
las clases dominantes mantendrán o corregirán después de la
elección.
RESUMEN
Los desenfrenos de Trump encubrieron sus fracasos. No logró
recuperar la economía estadounidense, ni frenar el desafío chino.
Tampoco consiguió la neutralidad rusa o el sometimiento de sus
socios occidentales. Ni siquiera la renovación del tratado bilateral
que impuso a México inició la recaptura de América Latina.
Confrontó con un adversario muy distinto a la Unión Soviética,
evitó poner a prueba el poder imperial y disfrazó sus vacilaciones
con bravuconadas. Eludió invasiones y no pudo derrocar al chavismo.
El caos de su gestión socavó sus pretensiones autoritarias y las
agresiones contra los latinos afectaron la sumisión de la derecha
regional. Terminó afrontando una revuelta de los afroamericanos que
converge con las luchas populares del hemisferio. Su impotencia salió
a flote en la pandemia y la clase dominante definirá si relanza o
sustituye su proyecto.
Por | 31/07/2020 | EE.UU.