Con mi tía en el desierto, en 1949
ARCHIVO PERSONAL DEL ALBERTO VÁZQUEZ FIGUEROA
Cuando falleció mi madre, mi padre que había sufrido
mucho entre los campos de concentración y ocho años de deportación en
Marruecos, enfermó de lo que por aquel entonces se denominaba “tisis
galopante”, razón por la que me enviaron a vivir con mi tío, que era el
delegado de hacienda en el puesto militar de Cabo Juby, en el desierto
del Sahara.
Mis tíos tenían una diminuta granja con cabras, gallinas
y conejos de la que se ocupaba el gigantón más fuerte, listo y
trabajador que he conocido, un senegalés que había sido esclavizado de
niño pero que a base de mucho esfuerzo había conseguido comprar su
libertad.
Cuando íbamos a cazar no nos alejábamos del
mar y de ese modo nunca pasamos sed debido a que Suílem siempre llevaba
consigo una tetera, un pitorro, un cazo y una lata.
Con la leña que abunda en las playas desiertas encendía una hoguera
ponía encima la tetera con agua de mar y colocaba el pitorro de forma
que el vapor fuera a parar al cazo, con lo que se convertía en agua
potable.
Por las noches colocaba la lata doblada
ligeramente inclinada y en un ángulo muy abierto y recogía el rocío del
amanecer consiguiendo que resbalara hasta el cazo.
Dependiendo de la leña o humedad del ambiente obteníamos más o menos agua, pero siempre suficiente para resistir todo el día.
Suílem
ARCHIVO PERSONAL DEL ALBERTO VÁZQUEZ FIGUEROA
Yo le consideraba un superhéroe, pero una mañana me lo encontré llorando y me desconcertó cuando me aclaró que lloraba de alegría porque mi tío le había prestado el dinero que necesitaba para comprar la libertad de la que iba a ser su esposa.
Yo le consideraba un superhéroe, pero una mañana me lo encontré llorando y me desconcertó cuando me aclaró que lloraba de alegría porque mi tío le había prestado el dinero que necesitaba para comprar la libertad de la que iba a ser su esposa.
Aquella revelación me dejó estupefacto; no podía creer
que en el “protectorado” de un país católico, apostólico y romano se
consintiese la esclavitud, pero así era debido a que las autoridades
hacían la vista gorda con el fin de evitar problemas con los cadíes
locales.
De todo ello se deduce que Suílem me enseñó
dos cosas importantes: que siempre existe una forma de esclavitud y que,
cuando el mar está cerca los seres humanos inteligentes consiguen
sobrevivir.
Por desgracia para mí -y digo bien al decir desgracia ya que mucho dinero y disgustos me ha costado- he dedicado gran parte de mi tiempo a intentar demostrar que ambas cosas son ciertas, y son ciertas porque un esclavo senegalés analfabeto sabía más de la vida y del desierto que todos los intelectuales del planeta, lo cual está de acuerdo con lo que ya conté sobre las teorías de Theodor Herzl, y lo que dejó escrito sobre los futuros asentamientos judíos:
"Durante los primeros años debemos trabajar en silencio, con humildad y
ahínco, intentando aprender de los nativos, puesto que más sabe de sus
tierras, sus bienes y sus males el más ignorante pastor local que el más ilustrado filósofo vienés".
Suílem también solía decir: “Lo peor del desierto es que no tiene montañas” lo
cual suena a perogrullada, pero al analizar la frase se descubre que es
la razón por la que millones de seres humanos han muerto, mueren y
seguirán muriendo de sed.
La vida sobre la tierra se
debe a que el sol calienta el mar, el vapor asciende y forma nubes que
el viento empuja hasta que altas montañas las detienen y les obligan a
descargar su contenido en forma de una lluvia que da origen a los ríos
que riegan los campos.
Asia tiene la cordillera del
Himalaya y sus monzones; Europa, los Alpes; Norteamérica, las Rocosas y
Sudamérica, los Andes que ejercen de centinelas impidiendo que las nubes
pasen de largo sin pagar su tributo de agua, pero el Sahara, el mayor
de los desiertos, carece de guardianes de ochocientos metros de altura
por lo que las nubes cruzan y se alejan ante la desesperación de los
sedientos.
Herzl y Suílem -cada uno en su mundo- eran hombres sabios, y muy estúpido debe considerarse a quien no aprenda de ellos.
Lejos del mar la vida en el desierto es casi imposible sobre todo en
unos tiempos en los que las sequías están agrandando sus límites al
punto de que quienes allí habitan no tienen más remedio que marcharse o
morir.
Y, paradójicamente, muchos de ellos mueren en el mar que podría hacer sido su salvación.
La ONU confirma que novecientos emigrantes se han ahogado en el
Mediterráneo entre julio y agosto, lo cual significa un treinta por
ciento más que durante el mismo periodo del año pasado. Esta ola de
muertes -mil quinientas anuales- ha coincidido con la intensificación de
la política de disuasión emprendida por los gobiernos europeos que por
si fuera poco han “confiado” la tarea de detenerlos a los guardacostas
libios.
Gracias a dicha política, uno de cada treinta
adultos muere o desaparece -entre los niños el porcentaje se duplica-
por lo que el Mediterráneo se ha convertido en un inmenso cementerio y
en una deshonra para los países ribereños.
Ni
siquiera entre quienes alardean de cristianos parece estar de moda “dar
de beber al sediento” o “dar posada al peregrino” puesto que a su modo
de ver las obras de misericordia dependen de la ideología.
Los italianos deberían cambiar su famoso Mare Nostrum por Vergoña Nostra y los españoles a Don Quijote por Sancho Panza.
Colonizadores
El gran problema de nuestros océanos estriba en que si toda la sal que
contienen se extrajera y se distribuyera sobre todos los contenientes,
los cubrirían con un manto de cientos de metros de altura con lo que
tendríamos billones de toneladas de agua potable pero ni un solo metro
cuadrado de tierra cultivable.
Sin embargo, la gran
ventaja de nuestros océanos es que tiene más agua que sal, y ahora
sabemos cómo convertirla en potable a bajo coste.
El Planeta Azul,
es decir, el planeta del agua, gasta miles de millones intentando
descubrir si hay agua en Marte con la absurda pero muy rentable disculpa
de que tal vez dentro de mil años la humanidad se verá obligada a
trasladarse allí.
¿No resultaría más barato y más
práctico hacer de la Tierra un lugar mejor evitando que un muy lejano
día tuviéramos que emigrar?
Admito que sería absurdo
llevar agua a Sudán, Chad, Níger, Malí o el sur de Argelia o Libia, pero
sus habitantes son escasos –apenas dos por kilómetro cuadrado- y la
mayoría están deseando que se les proporcione la oportunidad de trabajar
y sacar adelante a sus familias.
Y dado que
resultaría muy difícil llevar el agua a los sedientos, ¿no sería más
práctico llevar los sedientos a donde se encuentra el agua?
En las fronteras africanas que separan la vida de la muerte existen
millones de hombres, mujeres y niños que tienen derecho a intentar
salvarse, por lo que seguirán viniendo en oleadas cada vez mayores
debido a que la sed no perdona.
Y quien lo dude que intente soportar tres días sin beber.
¡Solo tres días!
O que dedique medio minuto de su tiempo a leer las noticias que publica la prensa esta misma semana:
En Sudáfrica la sequía ha obligado a declarar el estado de "desastre nacional". Ciudad del Cabo ha fijado un plan de emergencia denominado 'Día Cero' por el cual habrá que limitar de forma extrema el acceso al agua.
La guerra no es la única
causa de desplazamientos en Siria. La sequía que azota a los campos de
cultivos genera el éxodo rural hacia las ciudades y es una de las
causas que impulsa el conflicto.
En Burkina Faso, Chad, Malí, Mauritania, Níger y Senegal las hambrunas provocadas por las crisis hídricas son una constante.
California ha sido otra de las grandes afectadas por los incendios
durante todo el año. La gran cantidad de árboles muertos por la sequía
permiten que los incendios forestales se propaguen rápidamente. En
junio, el denominado 'Mendocino Complex' arrasó un total de 114.800
hectáreas siendo el peor de su historia.
En Australia la escasez de precipitaciones afecta al noventa y ocho
por ciento del territorio de Nueva Gales del Sur. Los peces luchan por
sobrevivir y los animales huyen.
El norte de Europa también es víctima de las sequías. La ola de calor y
las escasas precipitaciones han provocado incendios en el Círculo Polar
Ártico. Suecia se ha visto obligada a solicitar ayuda internacional
por una oleada de fuegos.
Esa es una realidad indiscutible y ya he contado cómo, a
principios de mil novecientos y previniendo el holocausto, Theodor
Herzl supo elegir los lugares a los que enviar a sus correligionarios en
peligro, por lo que lo lógico, lo humano y lo decente sería aprovechar
sus enseñanzas, buscar los puntos que eligió -Kenia, Somalia, Egipto,
Yemen, Namibia, Jordania o el propio Israel- y llegar a acuerdos con sus
autoridades que resultasen beneficioso para todos.
Tendrían que convencerse de que no se les envían refugiados, sino
colonos dispuestos a trabajar y poner en valor nuevos territorios porque
los grandes países fueron construidos por colonizadores a los que
impulsaba el hambre y la desesperación.
Un inmenso
número de ellos fueron españoles que de igual modo llegaron hambrientos y
asustados en barcos atestados, y como hoy en día ese hambre y esa
desesperación proliferan lo decente e inteligente sería canalizarlas en
la dirección apropiada.
Resultaría factible llegar a
acuerdos con algunos gobiernos con el fin de que arrendasen parte de sus
territorios a condición de no esquilmar sus recursos forestales,
minerales o pesqueros.
Tan solo se les alquilaría la
superficie costera improductiva y al cabo de noventa años se les
devolvería incluidas las viviendas, las carreteras, los invernaderos,
las plantas desaladoras, las fábricas y las piscifactorías que se
hubieran construido.
Cierto es que un proyecto de
semejante envergadura exigiría una inversión considerable, pero a la
larga se convertiría en una inversión productiva, mientras que el gasto
diario de cuidar, mantener y proteger a cuantos llegan y seguirán
llegando día tras día y año tras año nunca se recuperará.
Una vez firmados los acuerdos, los territorios quedarían bajo la tutela
de un Consejo de Administración presidido por un delegado de las
Naciones Unidas con leyes propias e independientes de las del país
arrendador.
Y si algunos opinan que carecemos de
hombres justos capaces de dictar leyes justas, será porque no confían en
sí mismos y en ese caso no valdría la pena defender con tanto ahínco su
forma de vida.
Una de las primeras alegaciones que se esgrimen contra esta idea se basa en el convencimiento de que no se pueden confiar en los corruptos gobernantes africanos, a lo cual cabe responder que resulta imaginable que un gobernante africano sea capaz de darle lecciones de corrupción a un gobernante europeo.
Existen en el continente hombres y mujeres intachables, y lo que se
debería hacer es buscar a alguien sin tendencias políticas que pudiera
convertirse en líder, portavoz e interlocutor válido de los refugiados
ya que resulta absurdo intentar dialogar con quienes están a punto de
ahogarse o tienen los pies y las manos cortadas por las cuchillas de las
vallas metálicas.
En esos momentos tan solo son
desesperados que luchan por su vida y lo que se necesita son personas
equilibradas y sensatas que sepan trasmitirle al resto del mundo las
necesidades de su gente, y a su gente lo que puede ofrecerles el resto
del mundo.
La paz no se consigue a base de sangre y muerte, sino a base de entendimiento.
Y quien crea que esas personas no existen, que recuerde al sudafricano
Nelson Mandela, al ghanés Kofi Annan o al senegalés Sédar Senghor.
Incluso se podría recurrir, por sus raíces africanas, al mismísimo expresidente norteamericano, Barack Obama.
La gran utopía
Muchos de quienes lean las soluciones que aquí se ofrecen para intentar contener de forma justa y humana el éxodo de refugiados, considerarán que tan solo se trata de una utopía, pero tal vez les convendría detenerse a pensar que LA MAYOR UTOPÍA se centra en suponer que esa invasión se detendrá por el simple hecho de que unos cuantos políticos de corto recorrido se limiten a intercambiar vidas por votos.
Se reparten a los emigrantes como si fueran
la cuota de basura que le corresponde, pero muy pronto la avalancha les
desbordará y se quedarán sin lugar donde acogerlos.
Cuando comprendan que el problema les supera se retirarán con pensión
vitalicia pasando el problema a su sucesor, que volverá a hacer lo
mismo.
Pero siempre será más fuerte quien lucha por su vida y la de sus hijos, que quien lucha por una pensión vitalicia.
Puede que los racistas sigan considerándolo una gran utopía, pero la
mayor utopía de Adolf Hitler fue suponer que conseguiría acabar con los
judíos o cuantos no perteneciesen a una raza que consideraba superior.