La
explicación que Frank plantea no es solo -no estrictamente- religiosa o
“cultural”, ligada al surgimiento de cuestiones susceptibles de oponer
dos fracciones de un mismo grupo social -hay que pensar por ejemplo en
el aborto, el matrimonio homosexual, la oración en las escuelas, la pena
de muerte, el tema de las armas de fuego, la pornografía, el lugar de
las “minorías”, la inmigración, la discriminación positiva…
Al otro lado del Atlántico, la dimensión religiosa ha propulsado el resentimiento conservador más que en Europa.
Sustituyendo su “humanismo laico”
a la instrucción y a la asistencia antaño dispensados por los
vecindarios de barrio, las organizaciones de caridad, las Iglesias,
habría socavado la autoridad familiar, la moralidad religiosa, las
virtudes cívicas. El ultraliberalismo ha podido así fusionarse con el
puritarismo.
Tras cada nueva elección, la misma
sensación de sorpresa. ¿Cómo explicar que una masa de electores pobres
se desplace a las urnas para aportar su apoyo a los mismos que proponen
en primer lugar reducir los impuestos de los ricos. En su prefacio al
libro de Thomas Frank, Pourquoi les pauvres votent à droite ?
(Porqué los pobres votan a la derecha?), Serge Halimi da elementos para
analizar esta paradoja que está lejos de ser solo americana o francesa.
En noviembre de 2004, el Estado más
pobre de los Estados Unidos, Virginia Occidental, reeligió a George W.
Bush con más del 56% de los votos. Luego no ha dejado de apoyar a los
candidatos republicanos a la Casa Blanca. Sin embargo, la New Deal había
salvado a Virginia Occidental durante los años 1930. El Estado
permaneció como bastión demócrata hasta 1980, hasta el punto de votar
entonces contra Ronald Reagan. Sigue siendo aún hoy un feudo del
sindicato de mineros y recuerda a veces que “Mother Jones” figura del
movimiento obrero americano, tomó parte en él. Entonces, ¿Virginia
Occidental es republicana? La idea parecía tan estrafalaria como
imaginar ciudades “rojas” como Le Havre o Sète “cayendo” en manos de la
derecha. Justamente, esta caída se ha producido ya… Pues la historia
americana no deja de tener resonancias en Francia.
Más que en Virginia Occidental, Thomas
Frank ha investigado en su Kansas natal. La tradición populista de
izquierdas fue también viva allí, pero su desaparición es más antigua.
Allí ha visto como se cumplía el sueño de los conservadores: una
fracción de la clase obrera procura a éstos los medios políticos para
desmantelar las conquistas arrancadas anteriormente por el mundo obrero.
La explicación que Frank plantea no es solo -no estrictamente-
religiosa o “cultural”, ligada al surgimiento de cuestiones susceptibles
de oponer dos fracciones de un mismo grupo social -hay que pensar por
ejemplo en el aborto, el matrimonio homosexual, la oración en las
escuelas, la pena de muerte, el tema de las armas de fuego, la
pornografía, el lugar de las “minorías”, la inmigración, la
discriminación positiva…
Cuando el movimiento obrero se deshace, la
lista de estos motivos de discordia se alarga. Luego la vida política y
mediática se recompone alrededor de ellos. La derecha americana no ha
esperado a Richard Nixon, Ronald Reagan, George W. Bush y el Tea Party
para descubrir el uso que podría hacer de los sentimientos
tradicionalistas, nacionalistas o simplemente reaccionarios de una
fracción del electorado popular. Recurrir a ellos le parece tanto más
ventajoso en la medica en que opera en un país en el que los impulsos
socialistas han permanecido frenados y el sentimiento de clase menos
pronunciado que en otras partes.
Frank explica otra paradoja, que no es
específicamente americana, y que incluso lo es cada vez menos. La
inseguridad económica desencadenada por el nuevo capitalismo ha
conducido a una parte del proletariado y de las clases medias a buscar
la seguridad en otra parte, en un universo “moral” que, por su parte, no
se alteraría demasiado, incluso que rehabilitaría comportamientos
antiguos, más familiares. Estos cuellos azules o estos cuellos blancos
votan entonces por los Republicanos pues los arquitectos de la
revolución liberal y de la inestabilidad social que deriva de ella han
tenido la habilidad de poner en primer plano su conservadurismo en el
terreno de los “valores”. A veces su sinceridad no está en cuestión: se
puede especular con los fondos de pensiones más “innovadores” a la vez
que se está en contra del aborto. La derecha gana entonces en los dos
tableros, el “tradicional” y el “liberal”. La aspiración a la vuelta al
orden (social, racial, sexual, moral) aumenta al ritmo de la
desestabilización inducida por sus “reformas” económicas.
Las conquistas
obreras que el capitalismo debe desmantelar pretextando la competencia
internacional son presentadas como otras tantas reliquias de una era
pasada. Incluso de un derecho a la pereza, al fraude, al “asistenciado”,
a la inmoralidad de un cultura demasiado acomodaticia con los
corporativismos y las “ventajas adquiridas”. La competencia con China e
India (ayer, con el Japón y Alemania) impone que el disfrute deje paso
al sacrificio. ¡Atención por tanto a quienes han desnaturalizado el
“valor trabajo”! En Francia, un político de primera línea dirigió al
“espíritu de mayo 68” una denuncia de este tipo. Se convirtió en
presidente de la República. Y aspira volver a serlo.
Al otro lado del Atlántico, la dimensión
religiosa ha propulsado el resentimiento conservador más que en Europa.
Ha procurado a la derecha americana numerosos reclutas en el electorado
popular, que han reforzado luego la base de masas de un partido
republicano sometido al control creciente de los ultraliberales y de los
fundamentalistas cristianos. Desde finales de los años 1960, se observa
este movimiento de politización de la fe. En enero de 1973, cuando la
sentencia “Roe vs Wade” del Tribunal Supremo legaliza el aborto,
millones de fieles, hasta entonces poco preocupados por el compromiso
político y electoral, se implican en el asunto.
¿Han sido ultrajadas sus
convicciones más sagradas? El Estado y los tribunales que han
autorizado eso son instantáneamente golpeados por la ilegitimidad. Para
lavar la afrenta, los religiosos se esforzarán por reconquistar todo,
convertir todo: la Casa Blanca, el Congreso, el gobierno de los Estados,
Tribunales, medios. Les será preciso expulsar a los malos jueces del
Tribunal Supremo, imponer mejores leyes, más virtuosas, elegir jefes de
Estado que proclamen que la vida del feto es sagrada, imponer los
“valores tradicionales” a los estudios de Hollywood, exigir más
comentaristas conservadores en los grandes medios.
Pero, ¿cómo no ver entonces que algunas
de las “plagas” denunciadas por los tradicionalistas -el “hedonismo”, la
“pornografía”- están alimentadas por el divino mercado? Es sencillo:
desde 1980, cada uno de los presidentes republicanos atribuye la
“quiebra de la familia” a la decadencia de un Estado demasiado presente.
Sustituyendo su “humanismo laico” a la instrucción y a la asistencia
antaño dispensados por los vecindarios de barrio, las organizaciones de
caridad, las Iglesias, habría socavado la autoridad familiar, la
moralidad religiosa, las virtudes cívicas. El ultraliberalismo ha podido
así fusionarse con el puritarismo.
Aunque un registro así no sea
completamente extrapolable a Francia, también Nicolas Sarkozy abordó la
cuestión de los valores y de la fe. Autor en 2004 de un libro titulado La République, les religions, l’espérance, en él proclama: “Considero
que, todos estos últimos años, se ha sobreestimado la importancia de
las cuestiones sociológicas, mientras que el hecho religioso, la
cuestión espiritual, ha sido en gran medida subestimadas. (…). Los
fieles de las grandes corrientes religiosas (…) no comprenden la
tolerancia natural de la sociedad hacia todo tipo de grupos o de
pertenencias o comportamientos minoritarios, y el sentimiento de
desconfianza hacia las religiones.
¡Viven esta situación como una
injusticia! (…) Creo en la necesidad de lo religioso para la mayoría de
los hombres y mujeres de nuestro siglo. (…) La religión católica ha
jugado un papel en materia de instrucción cívica y moral durante años,
ligado a la catequesis que existía en todos los pueblos de Francia. El
catecismo ha dotado a generaciones enteras de ciudadanos de un sentido
moral bastante agudo. Entonces se recibía una educación religiosa
incluso en las familias no creyentes. Esto permitía adquirir valores que
contaban para el equilibrio de la sociedad. (…) Ahora que los lugares
de culto oficiales y públicos están tan ausentes de nuestras barriadas,
se mide en qué medida este aporte espiritual ha podido ser un factor de
sosiego y qué vacío ha creado al desaparecer”.
“Comportamientos minoritarios” (¿a qué
se refiere?) imprudentemente tolerados por “todo tipo de grupos” (¿en
quienes está pensando?) mientras que la reflexión religiosa, portadora
de “valores”, de “sentido moral”, y de “sosiego” sería, por su parte,
ignorada o desdeñada: no se sabe demasiado si se trataba, con este
elogio de “la catequesis”, de refrescar las viejas ideas, muy francesas,
de la Restauración (el sable y el hisopo, la corona y el altar, con los
curas predicando la sumisión a los escolares llamados a convertirse en
bravos obreros mientras que los maestros “rojos” les atiborraban el
cráneo con el socialismo y la lucha de clases) o si, más bien, se
desvelaba ya “Sarko el Americano”. Amigo a la vez de Bolloré [rico
empresario francés. ndt] y de los curas.
La derecha americana ha insistido
siempre en el tema de la “responsabilidad individual”, del pionero
emprendedor y virtuoso que se hace un camino hasta las riberas del
Pacífico. Al hacerlo, ha podido estigmatizar, sin demasiada mala
conciencia, a una población negra, a la vez muy dependiente de los
empleos públicos, y en cuyo seno las familias monoparentales son
numerosas, en general debido a la ausencia o la encarcelación del padre.
El auge del conservadurismo ha ligado así reafirmación religiosa,
templanza sexual, backlash racial, antiestatalismo, y celebración
de un individuo simultáneamente calculador e iluminado por las
enseñanzas de Dios.
Intentando explicar lo que hizo en los Estados
Unidos este acoplamiento liberal-autoritario menos inestable de lo que
se imagina, el historiador Christopher Lasch sugirió que a ojos de los
Republicanos una lucha oponía a la “clase” de los productores privados
contra la de los intelectuales públicos, intentando la segunda aumentar
su control sobre el matrimonio, la sexualidad y la educación de los
niños de la misma forma que había extendido sus controles sobre la
empresa. Uno de los principales méritos de Thomas Frank es ayudarnos a
comprender la convergencia de estas quejas que se podrían juzgar
contradictorias.
Y, sobre la marcha, aclararnos sobre la identidad, los
resortes, los giros, y la entrega militante del pequeño pueblo
conservador sin jamás recurrir al tono de desprecio que privilegian
espontáneamente tantos intelectuales o periodistas contra cualquiera que
no pertenezca a su clase, su cultura o su opinión. Conjugada a una
escritura que lleva la huella de la ironía y que rechaza la prédica,
este tipo de “inteligencia con el enemigo” da al libro su atractivo y su
alcance.
Una reacción conservadora deriva en
general de una apreciación más pesimista de las capacidades de progreso
colectivo. En el curso de los años 1960, los Estados Unidos imaginaban
que podrían combatir al comunismo en el terreno de la ejemplaridad
social -de ahí los voluntarios del Peace Corps (Cuerpos de la Paz)
encargados por John Kennedy de educar y de cuidar a los pueblos del
tercer mundo-; de ahí también la “guerra contra la pobreza” que el
presidente Johnson desencadenó algunos años más tarde. La superpotencia
americana entreveía igualmente que podría abolir la pena de muerte y
despoblar sus prisiones proponiendo a los delincuentes programas de
salud, de formación, de trabajo asalariado, de educación, de
desintoxicación.
El Estado tiene entonces la reputación de poder hacerlo
todo. Había superado la crisis de 1929, y vencido al fascismo; podría
reconstruir las viviendas infrahumanas, conquistar la Luna, mejorar la
salud y el nivel de vida de todos los americanos, garantizar el pleno
empleo. Poco a poco, aparece el desencanto, se descompone la creencia en
el progreso, se instala la crisis. A finales de los años 1960, la
competencia internacional y el miedo al desclasamiento transforman un
populismo de izquierdas (rooselveltiano, optimista, conquistador,
igualitario, aspirante al deseo compartido de vivir mejor) en un
“populismo” de derechas que se aprovecha del temor de millones de
obreros y de empleados a no poder seguir manteniéndose en su nivel
social, de ser atrapados por gente más desheredada que ellos.
Las “aguas
heladas del cálculo egoísta” sumergen las utopías públicas heredadas
del New Deal. Para el partido demócrata, asociado al poder gubernamental
y sindical, las consecuencias son brutales. Tanto más cuanto que la
cuestión de la inseguridad resurge en este contexto. Va a aburguesar
progresivamente la identidad de la izquierda, percibida como demasiado
angélica, afeminada, permisiva, intelectual, y proletarizar la de la
derecha, juzgada como más determinada, más masculina, menos “ingenua”.
Esta metamorfosis se realiza a medida
que los ghettos estallan, la inflación repunta, el dólar baja, las
fábricas cierran, la criminalidad se amplía y la “élite”, antes asociada
a los poseedores, a las grandes familias de la industria y de la banca,
se identifica con una “nueva izquierda” exageradamente amante de
innovaciones sociales, sexuales, societales y raciales. La pérdida de
influencia del movimiento obrero en el seno del partido demócrata y el
ascendiente correlativo de una burguesía neoliberal cosmopolita y
cultivada no arreglan nada. Los medios conservadores, en pleno auge,
solo tienen que desencadenar su truculencia contra una oligarquía
radical-chic de hablar exangüe y tecnocrático, que vive en bellas
residencias de los Estados costeños, turista en su propio país,
protegida de una inseguridad que pone en cuestión con la despreocupación
de quienes no son afectados por esta violencia. Por lo demás, ¿no está
mantenida en sus cegueras por una tropa de abogados picapleitos, de
jueces permisivos, de intelectuales que no callan, de artistas
blasfemadores y demás chivos expiatorios soñados del resentimiento
popular? “Progresistas en limusina” allí; “izquierda caviar” aquí.
A Nicolas Sarkozy le gustan los Estados
Unidos y le gusta que se sepa. En su discurso del 7 de noviembre de 2007
ante el Congreso, evocó con una emoción que no era totalmente
artificial la conquista del Oeste, Elvis Presley, John Wayne, Charlton
Heston. Habría debido citar a Richard Nixon, Ronald Reagan y George W.
Bush ya que en gran medida su elección, inspirada en las recetas de la
derecha americana, no habría sido concebible sin el desplazamiento a la
derecha de una fracción de las categorías populares antaño de
izquierdas. Pues los caballeros de Sologne que han descorchado el
champán la noche de su victoria no han podido hacerlo más que gracias al
refuerzo electoral de los obreros de Charleville-Mézières, que fueron
sin duda menos sensibles a la promesa de un “escudo fiscal” que a las
homilías del antiguo alcalde de Neuilly sobre “la Francia que sufre”, la
que “se levanta temprano” y que “ama la industria”.
Quien quiera que pase revista a los
elementos más distintivos del discurso de la derecha francesa encuentra
en él una acentuación del declive nacional, la decadencia moral; la
música desgarradora destinada a preparar los espíritus para una terapia
de choque liberal (la “ruptura”); el combate contra un “pensamiento
único de izquierdas” al que se acusa de haber enquistado la economía y
atrofiado el debate público; el rearme intelectual “gramsciano” de una
derecha “desacomplejada”; la redefinición de la cuestión social de forma
tal que la línea de división no oponga ya a ricos y pobres, capital y
trabajo, sino a dos fracciones del “proletariado” entre sí, la que “no
puede hacer más esfuerzos” y la “república de las personas asistidas”;
la movilización de un pueblo llano conservador cuya expresión perseguida
se pretende ser; el voluntarismo político, en fin, frente a una élite
gobernante que habría bajado los brazos. Casi todos estos ingredientes
han sido ya planteados en el Kansas de Thomas Frank.
Un hombre con firmeza se impone más
naturalmente cuando el desorden se apodera de la vieja mansión. En 1968,
Nixon experimentó un discurso glorificando a la “mayoría silenciosa”
que no acepta ya ver a su país convertirse en presa del caos. Dos
asesinatos políticos (Martin Luther King, Robert Kennedy) acababan de
tener lugar y, tras el traumatismo de los disturbios de Watts (Los
Angeles) en agosto de 1965 (treinta y cuatro muertos y mil heridos), se
produjeron réplicas en Detroit en julio de 1967, y luego en Chicago y
Harlem. Nixon invita a sus compatriotas a escuchar “otra voz, una voz
tranquila en el tumulto de los gritos. Es la voz de la gran mayoría de
los americanos, los americanos olvidados, quienes no gritan, quienes no
se manifiestan. No son ni racistas ni enfermos. No son culpables de las
plagas que infectan nuestro país”. Dos años antes, en 1966, un tal
Ronald Reagan había conseguido ser elegido gobernador de California
separando a los “blancos pobres” de un partido demócrata al que había
reprochado la falta de firmeza frente a estudiantes contestatarios
opuestos a la vez a la guerra de Vietnam, a la policía y la moralidad
“burguesa”, que no se distinguía siempre de la moralidad obrera.
Los levantamientos urbanos, los
“desórdenes” en los campus procuraron así a la derecha americana la
ocasión de “proletarizarse” sin soltar un dólar. Un poco a la manera de
Nixon, Nicolas Sarkozy se ha dedicado a levantar a la “mayoría
silenciosa” de los pequeños contribuyentes que “no aguantan más” contra
una juventud a sus ojos desprovista del sentido del reconocimiento.
Pero, en su caso, no se trataba de vilipendiar la ingratitud de los
pequeños burgueses melenudos de antes; su objetivo no tenía que ver con
la misma clase ni los mismos barrios: “la verdad, es que, desde hace
cuarenta años, se ha puesto en marcha una estrategia errónea para las
barriadas.
De una cierta forma, cuantos más medios se han dedicado a la
política de la ciudad, menos resultados se han obtenido”. El 18 de
diciembre de 2006, en las Ardenas, el Ministro del Interior de entonces
precisó sus declaraciones. Saludó a “la Francia que cree en el mérito
y el esfuerzo, la Francia que trabaja con firmeza, la Francia de la que
no se habla jamás porque no se queja, porque no quema coches, porque no
bloquea los trenes. La Francia que está harta de que se hable en su
nombre”. “Los Americanos que no gritan”, decía Nixon. “La Francia que no se queja”, responde Sarkozy.
Entre 1969 y 2005, la derecha americana
habrá ocupado la Casa Blanca 24 años de 36. De 1995 a 2005, ha
controlado igualmente las dos cámaras del Congreso y los gobiernos de la
mayor parte de los Estados. El Tribunal Supremo está entre sus manos
desde hace mucho. A pesar de esto, Frank insiste sobre este punto, los
conservadores se hacen los perseguidos. Cuanto más domina la derecha,
más se pretende dominada, ansiosa de “ruptura” con el statu quo.
Pues, a sus ojos, lo “políticamente correcto”, son siempre los demás.
Mientras exista un pequeño periódico de izquierdas, un universitario que
en algún lugar enseñe a Keynes, Marx o Picasso, los Estados Unidos
seguirán denunciados como un cuartel soviético.
El rencor hace carburar
la locomotora conservadora; la cosa es seguir siempre adelante, jamás
estar contenta. Símbolo de la pequeña burguesía provincial, Nixon se
juzgaba despreciado por la dinastía de los Kennedy y por los grandes
medios. George W. Bush (estudios en Yale y luego en Harvard, hijo de
Presidente y nieto de senador) se percibió él también como un rebelde,
un pequeño tejano tiñoso y grosero, perdido en un mundo de snobs
modelados por el New York Times.
¿Y Nicolas Sarkozy? ¿Tuvimos en cuenta
hasta qué punto él también fue vilipendiado? Alcalde a los 19 años de
una ciudad riquísima, sucesivamente Ministro de finanzas, de
Comunicación, número dos del gobierno, responsable de la policía,
Consejero de la Moneda, presidente del partido mayoritario, abogado de
negocios, amigo constante de los multimillonarios que poseen los medios
(y que producen programas que celebran a la policía, al dinero y los
nuevos ricos), ha sufrido enormemente el desprecio ¡de las “élites”!. “Desde
2002, ha precisado, me he construido al margen de un sistema que no me
quería como presidente de la UMP, que rechazaba mis ideas como Ministro
del Interior, y que estaba en contra de mis propuestas”. Cinco años
después del comienzo de este purgatorio, en un mitin en el que
participaban proscritos tan notorios como Valéry Giscard d´Estaing y
Jean-Pierre Raffarin, declaró ante sus colegas: “En esta campaña, he
querido dirigirme a la Francia exasperada, a la Francia que sufre, a la
que nadie hablaba ya, salvo los extremos. Y el milagro se ha producido.
El pueblo ha respondido.
El pueblo se ha levantado. Ha elegido y no está
conforme con el pensamiento único. Ahora, se quiere que se vuelva a
quedar quieto. Pues bien, yo quiero ser el candidato del pueblo, el
portavoz del pueblo, de todos los que están hartos de que se les deje de
lado”. Al día siguiente precisaba ante unos obreros de la fábrica Vallourec: “Sois
vosotros los que elegiréis al presidente de la República. No las
élites, los sondeos, los periodistas. Si tantos se dedican a
impedírmelo, es porque han comprendido que una vez que haya pasado el
tren, será demasiado tarde”. Es demasiado tarde, y las “élites” se esconden.
Esa es una vieja receta de la derecha:
para no tener que extenderse sobre el tema de los intereses (económicos)
-lo que es sensato cuando se defienden los de una minoría de la
población-, hay que mostrarse inagotable sobre el tema de los valores,
de la “cultura” y de las posturas: orden, autoridad, trabajo, mérito,
moralidad, familia. La maniobra es tanto más natural en la medida en que
la izquierda, aterrorizada por la idea de que se podría tacharla de
“populismo”, se niega a designar a sus adversarios, suponiendo que
conserve uno solo fuera del racismo y de la maldad.
Para el partido demócrata, el miedo a
dar miedo -es decir en realidad el miedo a ser verdaderamente de
izquierdas- se volvió paralizante en un momento en que, por su parte, la
derecha no mostraba ninguna contención, ningún “complejo” de ese tipo.
Un día, François Hollande, que no había empleado la palabra “obrero” ni
una sola vez en su moción aprobada por los militantes en el congreso de
Dijon (2003) dejó escapar que los socialistas franceses atacarían quizás
a los “ricos”. Se guardó muy bien de reincidir ante el escándalo que se
produjo.
Quedan pues los valores para fingir distinguirse aún. Debatir
sobre ellos sin parar ha permitido a la izquierda liberal maquillar su
acuerdo con la derecha conservadora sobre los asuntos de la
mundialización o de las relaciones con la patronal -“los emprendedores”.
Pero esto ha ofrecido a los conservadores la ocasión de instalar la
discordia en el seno de las categorías populares, en general más
divididas sobre las cuestiones de moral y de disciplina que sobre la
necesidad de un buen salario. En total, ¿quién ha ganado con ello? En el
Kansas de Tomas Frank, se conoce la respuesta.
A veces también en otras partes. El 29
de abril de 2007 en París, ante una multitud que bramaba su placer,
Nicolás Sarkozy disfrutaba con glotonería de un gran momento de espanto
ocurrido cerca de cuarenta años antes: “Habían proclamado que todo
estaba permitido, que la autoridad se había acabado, que los buenos
modales se habían acabado, que el respeto se había acabado, que no había
ya nada grande, nada sagrado, nada admirable, ninguna regla, ninguna
norma, ninguna prohibición. (…) Veis como la herencia de Mayo 68 ha
liquidado la escuela de Jules Ferry, (…) introducido el cinismo en la
sociedad y en la política, (…) contribuido a debilitar la moral del
capitalismo, (…) preparado el triunfo del depredador sobre el
empresario, del especulador sobre el trabajador. (…)
Esta izquierda
heredera de Mayo 68 que está en la política, en los medios, en la
administración, en la economía, (…) que encuentra excusas para los
gamberros, (…) condena a Francia a un inmobilismo del que los
trabajadores, entre ellos los más modestos, los más pobres, los que
sufren ya serían las principales víctimas. (…) La crisis del trabajo es
en primer lugar una crisis moral en la que la herencia de Mayo 68 tiene
una gran responsabilidad (…). Escuchadles, a los herederos de Mayo 68
que cultivan el arrepentimiento, que hacen apología del comunitarismo,
que denigran la identidad nacional, que atizan el odio a la familia, la
sociedad, el Estado, la nación y la República.
(…) Quiero pasar la
página de Mayo 68”. Privilegiando desde los años 1960 los “colores
vivos a los tonos pastel”, Reagan había anticipado el discurso de
combate de Sarkozy, pero también los de Berlusconi y de Thatcher y
desmentido a todos esos politologos que no conciben la conquista del
poder más que como una eterna carrera al centro. Los Republicanos
proponen “una decisión, no un eco”. No seguir temiendo su sombra, esa es
una idea con la que la izquierda ganaría si se inspirara en ella.
El éxito de la derecha en terreno
popular no se explica solo únicamente por la tenacidad o por el talento
de sus portavoces. En los Estados Unidos, igual que en Francia, se
aprovechó de transformaciones sociológicas y antropológicas, en
particular de un debilitamiento de los colectivos obreros y militantes
que ha llevado a numerosos electores de rentas modestas a vivir su
relación con la política y la sociedad de un modo más individualista,
más calculador. El discurso de la “elección”, del “mérito”, del “valor
trabajo” les ha alcanzado.
Quieren elegir (su escuela, su barrio) para
no tener lo peor; estiman tener méritos y no ser recompensados por
ellos; trabajan duro y ganan poco, apenas más, según estiman, que los
parados y los inmigrantes. Los privilegios de los ricos les parecen tan
inaccesibles que ya no les conciernen. A sus ojos, la línea de fractura
económica pasa menos entre privilegiados y pobres, capitalistas y
obreros, que entre asalariados y “asistidos”, blancos y “minorías”,
trabajadores y defraudadores. Durante los diez años que precedieron a su
llegada a la Casa Blanca, Reagan contó así la historia (falsa) de una
“reina de la ayuda social [welfare queen] que utiliza ochenta nombres,
treinta direcciones y doce tarjetas de la seguridad social, gracias a lo
que su renta libre de impuestos es superior a 150 000 dólares”.
Atacaba
igualmente a los defraudadores que se pavonean en los supermercados,
pagándose “botellas de vodka” con sus subsidios familiares y “comprando
buenos filetes mientras que tú esperas en la caja con tu paquete de
carne picada”. Un día, Jacques Chirac se descubrió los mismos talentos
de cuentista. “Cómo quiere Vd que el trabajador francés que trabaja
con su mujer y que, juntos, ganan alrededor de 15 000 francos, y que ve
en el piso de al lado del suyo de protección oficial, amontonada, a una
familia con un padre de familia, tres o cuatro esposas, y una veintena
de chiquillos, y que gana 50 000 francos de prestaciones sociales sin,
naturalmente, trabajar… Si añade Vd a eso el ruido y el olor, pues bien,
el trabajador francés se vuelve loco”. Este famoso “padre de
familia” que cobra más de 7 500 euros de ayudas sociales por mes no
existía. No costaba nada a nadie. Pero a algunos les reportó pingües
beneficios.
Nicolas Sarkozy ha rechazado que
“quienes no quieren hacer nada, quienes no quieren trabajar vivan a
costa de quienes se levantan temprano y trabajan duro”. Ha opuesto la
Francia “que madruga” a la de los “asistidos”, nunca a la de los
rentistas. A veces, a la americana, ha añadido una dimensión étnica y
racial a la oposición entre categorías populares con cuyos dividendos
electorales contaba. Así, en Agen, el 22 de junio de 2006, este pasaje
de uno de sus discursos le valió su mayor ovación: “Y a quienes han
optado deliberadamente de vivir a costa del trabajo de los demás,
quienes piensan que todo se les debe sin que ellos deban nada a nadie,
quienes quieren inmediatamente sin hacer nada, quienes, en lugar de
superar dificultades para ganar su vida prefieren buscar en los pliegues
de la historia una deuda imaginaria que Francia habría adquirido hacia
ellos y que a sus ojos no habría pagado, quienes prefieren atizar la
puja de las memorias para exigir una compensación que nadie les debe más
que intentar integrarse mediante el esfuerzo y el trabajo, quienes no
aman a Francia, quienes exigen todo de ella sin querer darle nada, les
digo que no están obligados a permanecer en el territorio nacional”.
Indolencia, asistencia, recriminaciones e inmigración se encuentran así
mezcladas. Un cócktel que se revela a menudo muy productivo.
En julio de 2004, cuando Frank y yo
íbamos en coche entre Washington y Virginia Occidental, la radio
difundía la emisión de Rush Limbaugh, escuchada por trece millones de
personas. La campaña electoral estaba en su apogeo y el animador
ultraconservador consagraba a ella toda su atención, su desfachatez, su
ferocidad. Ahora bien, al escucharle, ¿cuál era el tema del día? El
hecho de que algunas horas antes en un restaurante la riquísima esposa
del candidato demócrata John Kerry hubiera parecido ignorar la
existencia de un plato tradicional americano. El acta de acusación de
Limbaugh y de los oyentes a los que había elegido para dar la palabra (o
no retirársela) estaba claro: decididamente, estos demócratas no
estaban en sintonía con el pueblo, su cultura, su cocina. Y como
extrañarse luego si John Kerry -gran familia de la costa Este, estudios
privados en Suiza, matrimonio con una multimillonaria, cinco
residencias, un avión privado para ir de una a otra, snowboard en
invierno, windsurf en verano, incluso su bici vale 8000 dólares- ¡hable
francés!
La insistencia que ideólogos
conservadores, tan presentes en los medios como en las iglesias,
reservan a formas de ser (o afectaciones) humildes, piadosas, sencillas,
patrióticas -las suyas por supuesto- es tanto más temible en la medida
que la izquierda, por su parte, parece cada vez más asociada a la
especialidad, al desdén, al cosmopolitismo, al desprecio al pueblo.
Entonces la trampa se cierra: callando las cuestiones de clase, los
demócratas han inflado las velas de un poujadismo cultural que les ha
barrido. Al final del camino se encuentra esta “molestia” mental que
Frank examina al mismo tiempo que proporciona sus claves: en los Estados
Unidos, desde 1980, políticos de derechas, desde Ronald Reagan a George
W. Bush, han obtenido el apoyo de algunos de los grupos sociales que
constituían los objetivos de sus propuestas económicas (obreros,
empleados, personas mayores) reclamándose de los gustos y de las
tradiciones populares. Mientras que el Presidente californiano y su
sucesor tejano ofrecían abundantes rebajas fiscales a los ricos,
prometían a los pequeños, a los humildes y a los subalternos la vuelta
al orden, al patriotismo, a las banderas ondeantes, a las parejas que se
casan y a los días de caza con el abuelo.
A lo largo de toda su campaña de 2007, Nicolas Sarkozy ha evocado a los “trabajadores que vuelven a casa agotados”, a los que “viven con carencias de atención dental”. Llegó a escribir que: “En
las fábricas, se habla poco. Hay entre los obreros una nobleza de
sentimientos que se expresa más por silencios envueltos en una forma
extrema de pudor que por palabras. He aprendido a comprenderles y tengo
la impresión de que me comprenden”. Esta connivencia reivindicada
con la mayoría de los franceses -telespectadores de Michel Drucker y
fans de Johnny Hallyday mezclados- le parece tanto más natural en la
medida de que “no soy un teórico, no soy un ideólogo, no soy un
intelectual, soy alguien concreto, un hombre vivo, con una familia, como
los demás” /4.
Enfrente, preocupada por meterse mejor en la economía
“postindustrial” que aprecian los lectores de Inrockuptibles y
Libération, tranquilizar a los pequeño burgueses ecologistas de las
ciudades que ya constituyen el zócalo de su electorado, la izquierda ha
optado por purgar su vocabulario de las palabras “proletariado” y “clase
obrera”. Resultado, la derecha las recupera: “Hay, decía divertido un día Nicolas Sarkozy,
quienes se reúnen en un gran hotel para charlar juntos, discutir de
tiendas y de partidos. Para mí, mi hotel es la fábrica, estoy en medio
de los franceses […]. Las fábricas son hermosas, hay ruido, es algo que
está vivo, nadie se siente solo, hay compañeros, hay fraternidad, no es
como las oficinas”.
Para un hombre de derechas es, por
supuesto, ventajoso saber levantar al proletariado y las pequeñas clases
medias unas veces contra los “privilegiados” que viven en el piso de
encima (empleados con estatutos, sindicatos y “regímenes especiales”);
otras contra los “asistidos” relegados un poco más allá; o contra los
dos a la vez. Pero si esto no basta, el antiintelectualismo constituye
un arma poderosa de socorro, que puede permitir conducir la política del
Medef con los antiguos electores de Georges Marchais [antiguo dirigente
del PCF. ndt]. Cuando Frank desmonta esta estratagema, se guarda de
deplorarlo con los aires de un mundano de Manhattan.
Aclara sus
resortes. Éste por ejemplo: la mundialización económica, que ha laminado
las condiciones de existencia de las categorías sociales peor dotadas
de capital cultural (diplomados, lenguas extranjeras, etc.), parece al
contrario haber reservado sus beneficios a los “manipuladores de
símbolos”: ensayistas, juristas, arquitectos, periodistas, financieros.
Entonces, cuando estos últimos pretenden, además, dar a los demás
lecciones de apertura, de tolerancia, de ecología y de virtud, se
desencadena la cólera.
Los Republicanos, que han brillado
presentándose como asediados por una élite cultural y sabia, ¿podían por
consiguiente soñar con tener adversarios más detestados? El aislamiento
social de la mayor parte de los intelectuales, de los “expertos”, de
los artistas, su individualismo, su narcisismo, su desdén por las
tradiciones populares, su desprecio de los “paletos” dispersos lejos de
las costas han alimentado así un resentimiento del que Fox News y el Tea
Party hicieron su negocio. Tomando por objetivo principal la élite de
la cultura, el populismo de derechas ha protegido a la élite del dinero.
No lo ha logrado más que porque la suficiencia de quienes saben se ha
vuelto más insoportable que la desfachatez de las clases acomodadas. Y
otros abogados de los privilegios se han precipitado por la brecha. Un
día que no se reunía ni con Martin Bouygues, ni con Bernadr Arnault, ni
con Bernard-Henri Lévy, Nicolas Sarkozy confió a Paris Match: “Soy
como la mayor parte de la gente: me gusta lo que les gusta. Me gusta el
Tour de Francia, el fútbol, voy a ver a Les Bronzés. Me gusta oír música
popular”.
Nicolas Sarkozy apreciaba también las
veladas en Fouquet´s, los yates de Vincent Bolloré y la perspectiva de
ganar muchísimo dinero encadenando conferencias ante públicos de
banqueros y de industriales. Sin embargo, cuando se cierra el libro de
Thomas Frank, surge una pregunta, que desborda ampliamente la exposición
de las estratagemas y de las hipocresías de la derecha. Podría
resumirse así: el discurso descarnado y desmedrado de la izquierda, su
apresuramiento en hundirse en el orden liberal planetario (Pascal Lamy),
su asimilación del mercado al “aire que se respira” (Segolène Royal),
su proximidad con el mundo del espectáculo y de la apariencia (Jack
Lang), su reticencia a evocar la cuestión de las clases bajo cualquier
forma, su miedo del voluntarismo político, su odio al conflicto, en fin,
¿todo esto no habría preparado el terreno a la victoria de sus
adversarios? Los eternos “renovadores” de la izquierda no parecen jamás
inspirarse en este tipo de cuestionamiento, al contrario. No existe
mejor prueba de su urgencia.
Thomas Frank da su opinión sobre porqué millones de trabajadores norteamericanos apoyan a Trump en