Luis Manuel Arce Isaac.─ Después de casi 15 años de avances hacia
un posneoliberalismo en ciernes y muy complicado, retrocesos en ese
empeño en Suramérica podrían crear una falsa apreciación de lo que está
sucediendo en el continente a la luz de los casos de Argentina, Brasil,
Venezuela y Bolivia.
En esos cuatro países esquemas tradicionales de la democracia
representativa que se pensaban chatarra política, han servido para un
restablecimiento de la derecha oligárquica que sobrevivió a los modelos
populares de gobierno con los cuales se inauguró el siglo XXI.
La apretada victoria electoral conservadora en Argentina, el golpe de
Estado parlamentario a Dilma Rousseff, la mayoría parlamentaria lograda
en las urnas por la derecha en Venezuela, y la mezquina negación en
referendo a un nuevo y necesario mandato de Evo Morales, perturba e
inquieta a muchos, pero no se puede perder de vista que son resultados
de una violenta lucha de clases.
Esas batallas ideológicas, económicas, sociales e incluso jurídicas y
culturales, se han librado dentro de los mecanismos políticos burgueses
sin desmantelar aún en esos países y que, contaminados por la
corrupción, han sido una camisa de fuerza que ha limitado la acción de
los gobiernos progresistas.
Esa es una característica común para todos ellos, incluso para
Venezuela, donde hay una Revolución bolivariana configurada ha tratado
de eliminar vínculos con instrumentos y políticas anteriores sin poder
desmantelar las fuentes de financiamiento y movilización de la
oligarquía ni su estructura social, incluida la cultura, donde los
cambios son más difíciles de aplicar.
En consecuencia, gran parte de la batalla ha tenido que ser dentro del
esquema de ese capitalismo salvaje mencionado por el papa Juan Pablo II,
en el cual la derecha tiene la ventaja del control, la experiencia y el
dinero, una ventaja que los hechos han demostrado ofrece extrema
resistencia al posneoliberalismo.
Aunque no pocos eluden términos de la filosofía marxista como si se
trataran de malas palabras, hay en América Latina y el Caribe un
fenómeno dialéctico de unidad y lucha de contrarios que opera en todas
partes, pero de forma más visible en países con gobiernos progresistas
donde la lucha entre lo viejo y lo nuevo es muy evidente.
Hace unos días el vicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera,
advertía en Buenos Aires que probablemente los gobiernos posneoliberales
en América Latina estén en un momento de descenso relativo y eso
concierne de una manera directa a la batalla ideológica, pero, al mismo
tiempo, recomendaba no tener miedo a esa situación y prepararse para la
segunda oleada de conquista revolucionaria.
Más reciente, el presidente de Cuba, Raúl Castro, señalaba en el
discurso de clausura de la VII Cumbre de la Asociación de Estados del
Caribe, en La Habana:
"Sabemos todos, por la experiencia de la década perdida, que una nueva
oleada neoliberal, con el desmontaje de las políticas sociales
inclusivas, el aumento de la pobreza y la desigualdad, la desregulación
del mercado, la desprotección ambiental y la disminución del papel del
Estado, nos impedirá cumplir los objetivos de integración regional y
cooperación que nos hemos fijado".
Anteriormente había dicho que "esta coyuntura nos obliga a preguntarnos
cómo consolidar lo alcanzado y seguir adelante". Se trata de una
pregunta que requiere de una respuesta práctica y valiente, pero sobre
todo inteligente, en un ámbito de cooperación total.
Ante la ofensiva de la derecha continental encabezada por Estados
Unidos, algunos se preguntan si las fuerzas progresistas tiene elaborado
un Plan B, o C o D para revertir retrocesos ya concretos o potenciales.
La realidad demuestra que los neoliberales en su afán de retorno no
dejan alternativas, no conceden prórroga de tiempo y obligan a actuar
ya.
Una muestra de ello es la situación de mercenarismo diplomático creada
por el secretario general de la OEA, Luis Almagro, al invocar la
aplicación de la Carta Democrática como antesala de una presunta acción
militar contra Venezuela. El rechazo por casi toda la región fue
inmediato.
Quizás los teóricos revolucionarios se apuraron demasiado al proclamar
como consumado el posneoliberalismo a la sombra de un socialismo del
siglo XXI utópico, pero única alternativa a una distopía brutal que se
construye en Estados Unidos y Europa para desestimular a gobiernos
progresistas y reinstalar naciones patriarcales.
Evidentemente aún los gobiernos progresistas que inauguraron la centuria
no han consolidado suficientemente el terreno ganado para hacer
irreversibles sus procesos, y las raíces neoliberales retoñan abonadas
por la corrupción y las deformaciones de una cultura del consumismo muy
peligrosa.
Todo ello apunta a que no hay tiempo para planes B, sino continuar la
lucha como se hace en Venezuela para impedir el derrocamiento de la
Revolución bolivariana y en Brasil por la restitución en la presidencia
de Dilma Rousseff.
Arthur Miller, escritor estadounidense, decía que una era se termina
cuando se agotan las ilusiones. A pesar de los retrocesos coyunturales
mencionados, los sueños y las utopías con los que se inauguró esta
centuria en América Latina y el Caribe, están vivos, como demostró la
VII Cumbre de la AEC en La Habana.
Como dijo Raúl Castro en la clausura, "la Cumbre que hoy concluye
demuestra la capacidad de nuestra región para dialogar y concertar
posiciones sobre los problemas y desafíos comunes que enfrentamos, y
para perseverar en la búsqueda de soluciones a los mismos, adaptadas a
las condiciones, necesidades y prioridades del área".
Esa capacidad hay que aprovecharla y ampliarla. No hay alternativas.
Todo está claro. Como dijo José Martí hace 120 años, de pensamiento es
la guerra mayor que se nos hace: ganémosla a pensamiento.|
Prensa Latina