No a la OTAN, sí ¿a qué?
Para medir todo lo que ha cambiado en los últimos años basta pensar en el titular de El País del 21 de noviembre de 2010, durante la última cumbre de la Alianza Atlántica: "La OTAN entierra la guerra fría en Lisboa".
Allí estuvo presente Medvedev, presidente entonces de Rusia, acogido por Obama como un "socio, no un adversario", el cual se mostraba dispuesto a "cooperar en defensa antimisiles", mientras el presidente de EEUU, por su parte, pedía al Senado de su país que ratificara el nuevo tratado sobre reducción de armas estratégicas (START) para "no echar a perder el clima de entendimiento con Rusia".
Doce años después, en Madrid, el nuevo "concepto estratégico" de la Alianza no solo es inseparable de la invasión rusa de Ucrania sino que, en un nuevo marco de confrontación entre potencias, se configura, de la manera más "ambiciosa", para hacer frente a Rusia y, sobre todo, a China como potenciales amenazas para la "seguridad atlántica".
Esto implica, obviamente, más miembros y aliados, más gasto armamentístico, más innovación en tecnología militar y más riesgo de nuevas guerras.
En términos globales, el nuevo concepto estratégico supone una amenaza agravada para el cambio climático y para la desigualdad social.
En términos geopolíticos, supone la definitiva sumisión de Europa a unos EEUU cuyos intereses son muchas veces divergentes -y así lo perciben los propios dirigentes- respecto de los del viejo continente.
En cuanto a la "frontera sur", las políticas de defensa y seguridad serán las mismas, enfocadas a controlar el terrorismo y la inmigración; es decir, a "resolver bien" o aún mejor, sin salpicaduras de sangre, las matanzas de esos humanos que reivindican de facto, baqueteados y doloridos, el inalienable derecho al movimiento y la hospitalidad.
Conviene -ahora bien- no incurrir en monoteísmos reduccionistas.
¿Es razonable denunciar este "nuevo concepto estratégico" de la OTAN?
Sin duda.
Lo que no es razonable es ignorar el mundo en que se produce.
Cuando hablo de monoteísmo me refiero a la beligerancia monótona, introspectiva, de un cierto sector de la izquierda que sigue repitiendo los mismos mantras desde 1986, pero con mucho menos apoyo social.
Una frase que resume bien este tipo de monoteísmo se la escuché hace poco a un respetable representante de la izquierda en unas declaraciones contra la cumbre de Madrid: "Si la OTAN no existiera, no habría habido guerra en Ucrania".
La frase es equívoca, está equivocada y además es injusta.
Es equívoca porque, para enfatizar la responsabilidad otanista, habla de "guerra en Ucrania" y no de "invasión rusa", induciendo la ilusión de que es la Alianza la que asedia y amenaza las ciudades ucranianas.
Está equivocada porque, emborronando el origen ruso-imperial de la guerra, resta autonomía y agencia a la decisión ucraniana de resistir.
Es "injusta", además, con la propia Rusia; al absorber todos los acontecimientos del mundo en la omnipotencia sin sombra de los EEUU y la OTAN, atribuye a Rusia un papel puramente periférico y reactivo, contrario a la autoconciencia orgullosa de Putin, quien no ha dejado de afirmar sin vergüenza su libre voluntad imperialista, entre la mística de la Tercera Roma y el pragmatismo de los recursos energéticos, de controlar su "patio de atrás".
También más lejos y más allá. ¿Qué hace Rusia, por ejemplo, en Siria, en Mozambique, en Mali, en Libia? ¿Defenderse de la OTAN?
El "nuevo concepto estratégico" de la OTAN es nuevo; las protestas de cierta izquierda no.
En las manifestaciones del domingo hemos escuchado las mismas consignas -decía- que en 1986, que en 1991, que en 2003, aunque repetidas en voz más baja y en más reducida compañía. No a la OTAN, vale. Pero sí, ¿a qué? ¿A la paz? Nadie está en contra de la paz.
El último en hacer la guerra en nombre de la guerra fue Hitler; a partir de Hiroshima, prohibida la guerra por las Naciones Unidas, todas las intervenciones militares de EEUU se han querido humanitarias y democratizadoras; también ahora la de Rusia se pretende defensiva y desnazificadora.
La propia Alianza Atlántica -dice Carmen Romero, vicesecretaria general de Diplomacia Pública OTAN- apuesta hoy en Madrid por una "disuasión reforzada con el fin de mantener la paz".
No se puede oponer la paz abstracta como alternativa a una organización militar, porque incluso para la paz hace falta poder y cualquiera tiene más poder que nosotros.
Nombrar la paz no es un ejercicio pacifista; para los que tienen poder suele ser, al contrario, uno de los protocolos de la guerra.
Nosotros seguimos con nuestro monoteísmo, espejo e himno de impotencia, incapaces de afrontar el mundo despiadado que se avecina o convencidos de que podemos conjurarlo con una jaculatoria.
No a la OTAN.
No a las bases.
No a la guerra.
En las manifestaciones del domingo no hubo una sola alusión a Ucrania o Rusia, ni en las consignas ni en el comunicado; solo los siempre coherentes Anticapis recurrieron -menos monoteístas- al viejo ninismo trotskista (Ni OTAN ni Putin), lo que está muy bien, a condición de recordar que la OTAN y Rusia se oponen y se refuerzan mutuamente, que es Putin quien está invadiendo Ucrania y que la mayoría abrumadora de los europeos, mientras no se les ofrezca otra cosa, entre la OTAN y Putin prefieren sin dudas ni matices la OTAN.
Lo que hay que reprochar a las instituciones europeas es que no tengan otra cosa que proponernos; lo que hay que reprochar a la izquierda es que se contente con una "posición moralmente superior" en un mundo que se cae a pedazos y en el que ha renunciado a intervenir.
La izquierda no es pacifista; la izquierda es inofensiva.
Una izquierda inofensiva no puede defender a a los ciudadanos de nada: ni de la pobreza ni de los desahucios ni de la ultraderecha ni de la confrontación de bloques.
Para ser pacifista hace falta mucho poder institucional y colectivo: para convencer, para movilizar, para hablar en futuro y en positivo. Recuerdo que en diciembre de 2015, siendo candidato al Senado, el periodista Andrés Gil me puso en aprietos en una entrevista en eldiario.es preguntándome sobre la OTAN.
Yo, que no me había leído el argumentario de Podemos, salí por peteneras de un modo, lo confieso, poco airoso.
Descubrí entonces que personalmente estaba mucho más en contra de la OTAN que Podemos, cuyo programa de política exterior estaba diseñado por el lucidísimo Pablo Bustinduy y uno de cuyos candidatos era el muy respetable exJemad Julio Rodríguez.
En 2015 Podemos entendía que, si quería gobernar, tenía que aceptar que ningún gobierno de España podría salirse de la OTAN y mucho menos disolverla y que, por lo tanto, había que utilizar el poder institucional, mientras la relación de fuerzas global no fuera favorable, para mitigar desde dentro sus efectos, poner piedrecitas en su camino y reforzar sobre todo la soberanía de la UE frente a los EEUU.
Había otra alternativa, es verdad: renunciar a gobernar y seguir gritando "no a la OTAN" en uno de los angostos alvéolos de nuestro pequeño mundo paralelo.
Podemos tenía razón en 2015, con una OTAN en horas bajas, y hoy, cuando el 83% de los españoles están a favor de la Alianza y países democráticos, tradicionalmente neutrales, como Suecia y Finlandia, aspiran a incorporarse a ella, tendría mucha más razón.
Si yo dijera "este no es el momento de salirse de la OTAN" se me reprocharía estar a favor de la organización. No es eso lo malo de esa frase.
Lo malo de esa frase es que da por supuesto que está en nuestras manos -de la izquierda- salir o no de la OTAN e incluso disolverla.
No está en nuestras manos.
Somos totalmente inofensivos.
Nos preguntamos "qué hacer" y respondemos cargados de razón: salirse, disolverla, decretar la paz, salvar el planeta.
La misma izquierda que, no sin algún fundamento, considera irreformables las instituciones, está convencida, en cambio, de que, en un momento de bajísima movilización, puede derrocarlas negándolas en una pancarta -la misma pancarta que en mejores tiempos sirvió de bastante poco.
"Qué hacer" no es la pregunta.
La pregunta es "qué podemos hacer".
La propuesta del primer Podemos en 2015 es hoy más difícil de poner en práctica, con una OTAN reforzada, militar y socialmente, por la agresión rusa y orientada por EEUU hacia la confrontación con China, pero me temo que no hay otro camino: utilizar el poco poder institucional que le queda a la izquierda para defender la UE en el interior de una organización que la vuelve dependiente, vulnerable e irrelevante.
La otra opción es dimitir de todos los cargos y sumarse a las manifestaciones, donde al menos estaremos "entre los nuestros", protegiendo nuestro prestigio izquierdista y nuestra "superioridad moral".
En el mundo común, estrecho y ajeno, los problemas se multiplican y se agigantan: nueva confrontación entre potencias, nueva carrera armamentística, retrocesos democráticos en el corazón mismo del imperio estadounidense, cambio climático, crisis energética.
En este contexto la OTAN, lo sabemos, forma parte de los problemas y no de la solución.
Pero la cuestión no es la OTAN.
Los problemas crecen, digamos, en racimo y no se pueden retirar, por tanto, uva a uva o grano a grano.
No a la OTAN, no al imperialismo, no al capitalismo, ¿y sí a qué?
Una de las paradojas de los mundos difíciles es que en ellos las soluciones son al mismo tiempo problemas agravados, de tal manera que no podemos, por decirlo así, salvar un país sin amenazar al mundo.
Por eso pensar "qué podemos hacer con la OTAN" exige pensar también "cómo podemos ayudar a Ucrania" y "cómo podemos frenar a la Rusia imperialista sin dejarla fuera de la seguridad continental" y "qué podemos hacer con una China que no es una amenaza para Europa" y "qué podemos hacer con Turquía y con Arabia Saudí", y "cómo podemos defender ahí -y no en nuestra cabeza- la democracia y los DDHH", aceptando que ya no existe ese mundo añorado por cierta izquierda en el que los EEUU eran omnipotentes, la gente estúpida y nosotros moralmente superiores.
Es la nostalgia del mundo bipolar y del mundo unipolar, mucho más estables e ideológicamente claros, la que de algún modo está entregando hoy Ucrania a Rusia y Europa a la OTAN.
Ese mundo no existe.
En éste, astillado y despiadado, necesitamos más inteligencia, más poder y alguna propuesta pacificadora concreta que mucha gente -mucha- pueda comprender, aceptar y defender.
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