“Cataluña ciudad” soñada por los idealistas burgueses de los ochenta, crisol de trepas y especuladores Cataluña a la sombra del capitalismo
Parece ser el territorio un elemento importante en el crecimiento de la economía, que es como decir en la acumulación de capitales.
Con la perspectiva del cambio climático y de la “transición energética” del capitalismo, el territorio en tanto que paisaje es un factor estratégico de primer orden en boca de sus administradores.
No hace falta calentarse la mollera con esto, pues cada año en Cataluña son clasificadas como suelo urbanizable más de cien mil hectáreas, al tiempo que toda clase de infraestructuras devoran la tierra fértil. La sobreurbanización implica la hipermovilidad.
En el territorio catalán se producen alrededor de veinte millones de desplazamientos diarios, la mayoría en vehículo privado (el número de coches crece a mayor velocidad que el de habitantes).
Encima, un alud de proyectos “disneylandistas” camuflados o no tras la candidatura Barcelona-Pirineos a los Juegos de Invierno lo quieren transformar; planes, leyes y decretos a montones concurren para regular dicha transformación sin molestarla demasiado.
Como de costumbre, el discurso dominante alude al desarrollo y a los mercados, y apunta a “nuevas expectativas de actividad” y “oportunidades” para los hábitats rurales, pero añade ingredientes ecodesarrollistas como lo de la cohesión territorial, el ocio responsable, la conservación del patrimonio y la protección del medio ambiente.
En la práctica, la fragmentación y la fagocitación del territorio continúan su camino ascendente. Como sea que el interés particular es la ley y que, desde hace más de dos siglos, las ganancias determinan la tonadilla de los dirigentes, el cambio de letra denota un cambio de dirección en la obtención de plusvalías. ¿Qué es lo que pasa? ¿Dónde estamos? A fin de encontrar respuestas adecuadas pasaremos revista desapasionadamente a la actual realidad catalana. Cataluña es una sociedad plenamente urbana, una “ciudad de ciudades”, como dirían los tecnócratas de la socialdemocracia catalana.
El 95% de la población vive en núcleos de más de dos mil habitantes y hay censados menos de 25.000 campesinos. El derecho a la ciudad tan caro a los urbanistas de la “izquierda” institucional ahora es un deber; casi todo el mundo ha de vivir aunque no lo quiera en un entorno urbanizado.
El modo de vida característico de la urbe se ha generalizado, o dicho de otra manera: el vivir se ha industrializado. Al menos desde de los fastos olímpicos del 92, Cataluña es una especie de archipiélago metropolitano, o más claro, un “sistema” urbano fuertemente centralizado. El país orbita alrededor de una enorme conurbación de casi cinco millones y medio de habitantes –una de las más grandes y contaminadas de Europa– conectada con otras más pequeñas, que en conjunto abarca el 16% del territorio.
De un modo u otro, todos los catalanes son barceloneses. Cataluña entera obedece a las necesidades de la metrópolis, dictadas por la dinámica desarrollista a ultranza correspondiente a la fase globalizadora. Es la “Cataluña ciudad” soñada por los idealistas burgueses de los ochenta, macrocefálica y depredadora, elitista y fenicia, crisol de trepas y especuladores, que no obstante se describía con rostro humano, cosmopolita y progresista, cuna de un capitalismo popular, democrático y participativo, llena de oportunidades para todos.
Si la Gran Barcelona industrial de los sesenta y setenta era el motor de la economía española, ahora, en plena terciarización, se afana por ser un nodo –un “hub”– de la economía mundial. Si prestamos atención a quienes mueven los hilos de la planificación inútil y deciden el infeliz destino de los catalanes, el paso siguiente es formar parte de una “eurorregión” mediterránea con el turismo por único soberano, donde los beneficios se multipliquen por diez y el pastel nunca se acabe. La metrópolis ha sido siempre el problema, nunca la solución.
En cualquier momento, su poder desintegrador del territorio ha sido inmenso. Las elites urbanas lo reconfiguraron brutalmente –lo “reordenaron”– imponiéndole unas servidumbres tras otras. De hecho, la contradicción entre campo y ciudad se desvaneció hace treinta o cuarenta años.
Los límites municipales se fueron desbordando hasta que las diferencias entre dentro y fuera quedaron borradas.
Todo terminó en urbano o periurbano. Se puede afirmar que hoy en día en Cataluña el mundo rural propiamente dicho no existe o es muy residual.
Bueno, aún se cultiva el 25% del territorio, pero la agricultura se desenvuelve bajo parámetros industriales y acata las reglas impuestas por las multinacionales de la alimentación. Es una agricultura no soberana, sin verdaderos agricultores. Los viejos saberes campesinos se perdieron irremisiblemente, igual que las costumbres o el derecho consuetudinario.
De las prácticas antiguas de los pueblos tales como los consejos abiertos, los repartos vecinales, la enfiteusis, los campos abiertos y los bienes comunales o propios nadie se acuerda. En fin, el modo de producción agrario tradicional, y junto a él, la sociedad auténticamente campesina, desapareció hace casi un siglo.
Era precapitalista, luego incompatible con el capitalismo y con el tipo de Estado centralizador y fiscalizador correspondiente: tenía que ser liquidado. A pesar de todo, el proceso de exterminio fue lento: en 1890 la producción agraria, basada en la trinidad cereales-vid-olivo, todavía superaba a la industrial. Hasta entonces, Cataluña era un país mayoritáriamente agrícola.
Hoy apenas tiene industrias propiamente dichas. La gente del campo perdió el control de los lugares donde vivía y siguió por fuerza las directrices del mundo urbano. Los campesinos se convirtieron en ocupantes del patio trasero de la metrópolis, los últimos en enterarse de lo que les concierne.
El campo perdió población a espuertas. Cerca de la cuarta parte de los municipios catalanes hoy están en peligro de extinción. Toda una civilización se hundió sin remedio y ni siquiera el museo etnológico es capaz de ofrecer un cadáver folklórico convincente. Habrá que echar mano al azar de algunas antiguallas para poder confeccionar una identidad local susceptible de convertirse en capital simbólico y atraer visitantes.
El territorio esta siendo reinventado para adquirir el mayor valor posible en los mercados vacacionales. Eso no es nuevo en absoluto; la novedad consiste en que si la reinvención antes era consecuencia del capitalismo posmoderno, ahora es su premisa. La tierra es más que nunca de quien no la trabaja: el territorio es para explotar más que para vivir. La casa del labrador se llenó de urbanitas. ¿Cómo hemos llegado a esto? Veamos las etapas de este maldito recorrido.
La “revolución” industrial provocó el retroceso económico de la producción agraria y alumbró una nueva clase de asentamiento sin contornos fijos, donde se concentraban bancos, fábricas y mano de obra, en gran parte proveniente del campo: la ciudad industrial. Barcelona, que en la Guerra de Sucesión tenía solo 35.000 habitantes, creció hasta los 184.000 en 1857, en vísperas de la demolición de sus murallas, lo cual originó la expansión fabril por el llano circundante.
Primero el ferrocarril y luego el tranvía crearon los suburbios. Si en el año 1900, Barcelona contaba con más de medio millón de habitantes, principalmente burgueses y proletarios, durante la Guerra Civil sobrepasaba el millón, el 37 % de la población catalana.
A partir de entonces, el peso de la ciudad, rodeada por un cinturón industrial, no cesará de aumentar, y la lucha de clases, a pesar de la derrota republicana, seguirá caracterizando su historia hasta el advenimiento de la sociedad de consumo masivo.
La agricultura tradicional, ya descomunalizada, caerá en picado con la llegada de la mecanización, los abonos químicos, los cultivos especializados y la ganadería intensiva. Allá por los años cincuenta del siglo pasado, la masía entró en crisis para nunca jamás remontar. La demanda del mercado nacional seguiría empujando hacia arriba la industria y, en consecuencia, extendiendo la conurbación.
Las autoridades franquistas fueron muy conscientes del fenómeno y aplicaron las normas de zonificación recomendadas por el CIAM, decretando la separación entre fábricas y viviendas y el traslado de la industria barcelonesa al extrarradio. El Plan de Ordenación de Barcelona de 1953 fue el primer intento de racionalización instrumental de la Barcelona metropolitana.
A lo largo de los años sesenta y gracias al automóvil se consolidará una primera corona de 36 municipios, reconocida legalmente en 1974 como Corporación Metropolitana, y luego rebautizada como AMB, Área Metropolitana de Barcelona.
La continuidad del urbanismo franquista más allá de la muerte del dictador dio un salto cualitativo en 1987, cuando la Generalitat pujolista disolvió la corporación por temor a ceder poder a una institución en manos de competidores políticos.
La numerosa llegada de inmigrantes entre 1965 y 1975 había propiciado la construcción de horrorosos bloques abiertos de pisos de calidad ínfima que enriquecieron a sus promotores, afearon el paisaje urbano y segregaron a los trabajadores en barriadas obreras cada vez más alejadas de un centro cada vez más degradado e insalubre.
De los equipos municipales nacidos en las primeras elecciones de “la democracia” salieron reformas tecnopopulistas que contaron con un cierto soporte empresarial, profesional y vecinal. El modelo Barcelona, elaborado por arquitectos “recosedores”, defensores de la institucionalización de las coronas, fue el paradigma urbanístico del desarrollismo posfranquista.
Cuando hubo reactivación económica, el idílico “derecho a la ciudad” del urbanismo de fachada social-tecnocrático desembocó en una apuesta por el transporte privado y una prosaica subida del precio del metro cuadrado, suprimiéndose en la práctica el derecho a la vivienda y dándose vía libre a la especulación, a la destrucción del patrimonio y a la gentrificación.
En 1977, bastante antes de la entrada de España en la Comunidad Europea, la ocupación en el sector servicios sobrepasó a la ocupación industrial. La circulación –o los “flujos”– y el tratamiento industrial de actividades terciarias aventajaban en capacidad de empleo a la decadente producción fabril. Eso significaba cada vez más un uso no manufacturero de los viejos polígonos y un uso no agrícola del espacio rural.
Barcelona tuvo que “ponerse guapa”, que es como decir que hubo de adaptarse a las condiciones de la naciente “cultura del ocio”, o mejor, industria del entretenimiento. De derechos del ciudadano no quedó ni un pellizco. Ante el impulso del consumo privado –ante la colonización de la vida cotidiana– la alianza política entre las clases medias, la aristocracia obrera y los empresarios progresistas hizo aguas.
Con el posfranquismo económico se agotaron las metas universales y todo el mundo se sumergió en la vida privada. A mediados años ochenta, mucho más de la mitad de los catalanes se consideraba clase media y soñaba en coches de alta gama, adosados y vacaciones en contacto con la naturaleza domesticada.
Entonces, tal como ya había pasado con la costa, la frecuentación sistemática y masiva del interior, especialmente de la montaña pirenaica, –y la construcción de segundas residencias que derivaba de ello– se reveló como la mayor fuente de ingresos y la mejor alternativa a la industrialización.
La comercialización del tiempo “libre” ofrecía sin lugar a dudas mejores expectativas que la producción de alimentos, tejidos, electrodomésticos o motocicletas: el deseo de los asalariados de evadirse del trajín cotidiano era mucho más rentable que la demanda de víveres y bienes de consumo.
Pasado un tiempo, el derecho de escapar un rato de la aglomeración urbana ahogaría el derecho a habitar en un entorno campestre y a cultivarlo. Prioridad pues al cemento, al asfalto y al esparcimiento mercantilizado. La urbanización se hizo difusa, consumidora abusiva de terreno y muy agresiva.
El territorio tuvo que incrementar su conectividad, mejorar sus accesos y multuplicar los espacios recreativos. Las urbanizaciones, los hoteles y los campings, la red viaria y finalmente internet nos introdujeron en una especie de pesadilla extractivista.
Las infraestructuras tomaron más importancia que el espacio público y los hábitos cooperativos antaño arraigados: los técnicos al servicio de los inversores dijeron que “vertebraban” el territorio mucho más que las tradiciones y la solidaridad, y nosotros decimos que definen la dominación –el Poder– mejor que las instituciones. Incluso antes del horizonte del 92 se impusieron los partidarios de la desregulación del mercado del suelo y la supresión de trabas ordenancistas.
Un urbanismo perverso –al que podría llamarse olímpico– tomó el relevo al urbanismo táctico de las plazas duras y los “esponjamientos”, escudado en una calamitosa arquitectura de “marca” y un gran acontecimiento deportivo. Entrábamos en la sociedad de los edificios-espectáculo. El sector inmobiliario se perfilaba ya como motor principal de la economía. La superficie construida se duplicó en seguida; el proceso de suburbanización fue más intenso que nunca y se dio preferencia descarada a las autopistas.
La corrupción y la deuda de los consistorios ayudaron lo suyo. A cuenta de las clases medias motorizadas, los conjuntos residenciales camparon a sus anchas. Surgieron como setas grandes superficies, naves logísticas y zonas de aparcamiento. Se proyectaron nuevas “rondas”, “patas” y variantes.
La expansión del área metropolitana y la expulsión de los pobres de la capital y la AMB fueron el resultado inmediato. En la década de los ochenta se levantaba acta de una segunda corona sin status oficial de más de cuatro millones de habitantes. Agrupaba a 164 municipios. En los noventa, la primera corona se había colmatado e incluso perdía habitantes, mientras que la segunda, denominada Región Metropolitana de Barcelona, RMB. disponía de suelo y se extendía a discreción.
La destrucción del territorio estaba servida. Hacia el 2000, se fusionaba lo urbano con lo periurbano. Estábamos a un paso de la “Cataluña-ciudad”, o más exactamente, en la Cataluña globalizada. La “vocación metropolitana” del capitalismo político catalán se había realizado, pero ¡de qué manera! El ritmo acelerado de vida en la conurbación, los nuevos hábitos consumistas promovidos por el endeudamiento alegre y una panorámica de grúas, mostraban sus horribles resultados.
Barcelona-municipio permanecía en el centro del caos, luciendo escaparates, celebrando ferias, ofreciendo plazas hoteleras y empleos basura, y disparando el precio de la vivienda. Así, los problemas se traspasaron al territorio, objeto de los frenéticos fines de semana de centenares de miles de personas.
Aparte de los daños ambientales, el alto grado de dispersión edificatoria elevó en gran medida el coste de los servicios y de las infraestructuras imprescindibles, obligando a una tímida regulación del hecho metropolitano mediante un Plan Territorial aprobado en 1998, pero no concretado del todo hasta 2010.
El interés privado se sobreponía claramente al público (supuestamente el de la administración) o, mejor dicho, ambos se habían vuelto idénticos. No era necesario que encima se apostara ostentosa y gratuitamente por las finanzas internacionales y el turismo, como hizo el desastroso Fórum maragalliano de las Culturas de 2004, puesto que la parquetematización de Barcelona era un hecho afianzado y la globalización, algo imposible de evitar aunque se quisiera.
La crisis inmobiliaria posterior convenció a la plutocracia catalana de la urgencia de finalizar el periodo de edificación desordenada y vertederos incontrolados. Se imponía girar –aunque fuese de boquilla– hacia lo verde de acuerdo con las instrucciones europeas. En 2008 la población concentrada en la RMB se acercaba a los cinco millones y la llegada de turistas batía todos los récords.
El turismo surgía como el único motor económico de la Cataluña de los “flujos” apaciguados.
La explotación intensiva del territorio en todas direcciones y el despilfarro de recursos asociado que comportaba –en idioma tecnócrata, la “diversificación de la oferta” ante la “demanda externa”– clamaba por un maquillaje completo.
El paisaje, sucio, maltratado y desmembrado, era más que nunca un elemento básico del “relanzamiento económico”, especialmente en las zonas entre mar y montaña, donde se estaban ubicando las vías del tren de los ejecutivos (el TAV) y las pistas de aterrizaje en compañía de los aerogeneradores, las placas fotovoltaicas, las incineradoras, las líneas de alta tensión y las plantas de reciclado.
La entrada de Cataluña”en el siglo XXI”, es decir, el progreso de la clase dirigente catalana en el panorama internacional exigía cosas ecológicamente incorrectas como la ampliación del aeropuerto de El Prat. De cualquier forma, el ruido en torno al calentamiento global y la energía “limpia” obligaba a una normativa conservacionista de improbable aplicación.
En realidad, apenas se trata de la conservación del medio o de modificaciones significativas del modelo energético “fósil”, y en absoluto del final del sistema alimentario globalizado o de la especulación a todos los niveles: era caso de la explotación “sostenible” del territorio (sic), o sea, de planificaciones “flexibles” y “ajustadas a la diversidad” que no disminuyan la rentabilidad de las operaciones, ni la credibilidad de las autoridades.
Se trata pues de la incorporación suave de los costes de la destrucción del territorio al precio del producto turístico-residencial, a través de una suerte de fusión de ambientalismo, política y negocios.
En resumen, el desarrollismo teñido de verde.
Una nueva ley, todavía en fase de anteproyecto, cargará con la tarea de establecer un uso del territorio que los expertos al servicio de los promotores quieren “eficiente”, “competitivo” y a su manera “sostenible”, de forma que las condiciones reales que nos han llevado a la situación en la que nos encontramos no se alteren sustancialmente, las fuentes del beneficio privado no se agoten, y la locomotora del progreso continúe su marcha por los raíles del estatismo hacia el precipicio sin que ningún freno intervenga.
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