A su hermana Rosario la asesinaron aquel día.
Pero para fusilar a Carmen Soriano Gambín esperaron dos años.
Esperaron pacientemente a que diera a luz a su hija y a que la amamantara durante un tiempo.
Esperaron a que supiera qué era todo lo que se iba a perder.
Le mostraron el futuro.
Y entonces, ya acabada la Guerra Civil, cumplidos los veintidós años, la arrebataron de la boca sin dientes de su boca, los dedos de sus dedos, la piel de su piel, la carne de su carne y la escupieron contra una pared para que el metal del proyectil atravesara su cuerpo y lo detuviera para siempre.
La convirtieron al instante en un fantasma para los demás.
La arrojaron a una fosa común en Alicante.
En un sitio a que los que la querían no pudieran regresar jamás.
La venganza eterna, la represalia como un látigo sin principio ni final, un aviso a los desobedientes, el silencio.
A Roberto, el padre de la hija de Carmen, tras reclamar le entregaron a una niña sin madre.
La vida de Carmen no importó: solo la de preservar la existencia de un bebé "que no tenía culpa de nada" y porque no era posible que Carmen abortara, ni matarla embarazada, ni dejarla viva.
Había que castigarla por defender la libertad.
Carmen dejó de existir por culpa de otros y los días siguieron sin ella.
Sin ella, su hija se recogió el pelo.
Sin ella, su hija sintió que se enamoraba.
Sin ella, su hija tuvo que inventarse un tono de voz.
Sin ella, su hija, no recuerdo.
Sin ella, su hija, dónde están los restos, ni flores, solo un agujero inmenso.
Sin ella, su hija, jamás un mamá y que alguien le respondiera.
Carmen se ausentó de todo y de todos.
El cuerpo de Carmen fue hallado en una fosa con el número 20.
Aún hoy, en España, más de cien mil personas siguen desaparecidas forzosamente víctimas del genocidio franquista.
Bajo nuestros pies.
Y sin ellas.
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