martes, 22 de diciembre de 2020

En la era de la mentira

  Las cosas, como son.  Una pegatina con la palabra “América” en la ventana rota de un negocio en Kenosha (Wisconsin) el 25 de agosto tras los disturbios contra el racismo se convierte en símbolo del daño que la mentira ha hecho en un país, Estado Unidos, donde incluso su presidente ha difundido bulos. 

 

 Las cosas, como son. Una pegatina con la palabra “América” en la ventana rota de un negocio en Kenosha (Wisconsin) el 25 de agosto tras los disturbios contra el racismo se convierte en símbolo del daño que la mentira ha hecho en un país, Estado Unidos, donde incluso su presidente ha difundido bulos.

 

En la era de la mentira

 

No soy periodista, pero cada vez que oigo a un periodista decir que el periodismo está muerto me dan ganas de estrangularlo. En realidad, el periodismo es hoy más necesario que nunca, no porque hoy se cuenten más mentiras que nunca, sino porque, gracias al poder creciente y ya casi omnímodo de las plataformas tecnológicas y redes sociales, la mentira posee mayor capacidad de difusión que nunca

 

Esto explica que en los últimos tiempos nos hayamos sentido por momentos inundados de mentiras y que, surfeando esa ola letal, desde 2008 el nacionalpopulismo haya amenazado con ahogar las democracias de Occidente. Hablo del buen periodismo, claro está, aquel que no se limita a contar la verdad, sino que además desenmascara mentiras. O al menos no acepta ser cómplice de ellas.

 

¿Qué significa ser cómplice de una mentira? 

 

Pongo un ejemplo minúsculo, que conozco bien. En 2001 publiqué una novela que giraba en torno a un episodio real ocurrido en las postrimerías de la Guerra Civil; la novela tuvo más repercusión de la esperada —lo que no era difícil: la esperada era nula—, y un supuesto historiador-periodista escribió una columna en la que sostenía que el episodio era falso (y de paso acusaba a su protagonista de ser responsable de no sé cuántas muertes).

 

 El texto se publicó en un periódico serio, y mandé a su redacción un artículo denunciando la mentira. 

 

El periodista que lo recibió me dijo que lo publicarían; añadió que, en realidad, ellos ya sabían que lo escrito por el supuesto historiador-periodista era falso. “¿Perdona?”, pregunté, incrédulo.

 

 El periodista me contó que, al recibir el texto de su columnista, un joven reportero de la casa había solicitado permiso para indagar sobre el episodio en cuestión durante unos días, al cabo de los cuales regresó asegurando que el columnista mentía y que el episodio era cierto. “Entonces, ¿por qué publicasteis la columna?”, pregunté, más incrédulo todavía.

 

 El periodista, un buen periodista, me contestó, un poco compungido, que la publicaron para que el columnista no montase un escándalo acusándolos de coartar su libertad de expresión. Dicho de otro modo: por temor a un falso escándalo organizado por un falso historiador-periodista, un periódico serio aceptó difundir una mentira, ser cómplice de ella.

 

 El caso, me temo, no es insólito, y tal vez por eso causó tanta sorpresa que, tras las últimas elecciones estadounidenses, varias cadenas de televisión cortaran la emisión en directo de una comparecencia de Donald Trump, en la que éste afirmaba que los comicios habían sido un fraude, y desmintieran esa afirmación, subrayando que carecía de base alguna. 

 

Yo no sé si había que cortar la comparecencia, pero estoy seguro de que había que desenmascarar al instante la mentira; también de que esa debería ser la norma del periodismo, no la excepción: cada vez que un político (o quien sea) suelta una trola, el periodista debería desmontarla en vez de aceptar propagarla. 

 

Por desgracia, casi nunca es así. Los ejemplos son innumerables. Desde hace años, los secesionistas catalanes se pasean por los medios proclamando muy ufanos que lo único que piden es ejercer un derecho democrático: el derecho de autodeterminación

 

Pues bien, jamás he oído a un periodista —ni uno solo— decirles que eso es falso. Primero, porque lo que están pidiendo no es el derecho de autodeterminación, sino el de secesión; y, segundo, porque, según la legislación internacional, éste sólo es aplicable en situaciones de guerra o violación masiva de los derechos humanos, supuestos inaplicables en España.

 

 En definitiva: el derecho que el secesionismo reclama no es un derecho democrático (y por eso ninguna Constitución democrática del mundo lo reconoce). Pero los secesionistas han repetido mil veces su patraña, y la siguen repitiendo, y con ella han envenenado a millones de personas.

 

 Con ella y con muchas más parecidas a ella. Con ella y con la complicidad de los periodistas que no la denuncian de inmediato.

 

Lo repito: el periodismo, el buen periodismo, es hoy más necesario que nunca. ¿Anuncia el final de Trump el final del nacionalpopulismo, el final de la era de la mentira? La respuesta no está sólo en manos de los buenos periodistas, pero sin ellos seguro que es un no como una casa.







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