La “cuarta edad”: ¿viviremos más sintiéndonos peor?
Desde los albores de la humanidad, pocas cosas
nos han inquietado más que la certeza de que algún día experimentaremos
“la más grande de las desgracias humanas”, como se refería Santo Tomás
de Aquino a la muerte.
El temor que nos despierta saber que algún día dejaremos de respirar
ha propiciado la aparición de religiones y de corrientes filosóficas que
tratan de ofrecernos consuelo y certezas frente a esta angustia
existencial.
Es el caso del proyecto transhumanista, consagrado en
palabras del Prof. Diéguez Lucena a mejorar física, emocional, mental y
moralmente nuestra especie mediante la tecnología, especialmente con el
desarrollo de la ingeniería genética y la inteligencia artificial.
De
hecho, uno de los objetivos últimos del “sueño de la razón”
transhumanista es la búsqueda de la inmortalidad, prolongando
radicalmente la vida humana.
Pero antes de plantearnos siquiera alcanzar la inmortalidad
deberíamos tener claro cómo ha sido la evolución de la esperanza de
vida. Y, sobre todo, lo que implica.
Evolución de la esperanza de vida al nacer
Durante la mayor parte de la historia evolutiva de nuestra especie,
iniciada hace ya más de 150.000 años, la esperanza de vida al nacer de
los Homo sapiens osciló entre 30 y 40 años.
Conviene aclarar que este parámetro no corresponde a la edad máxima
que alcanzan las personas más longevas de la población, sino a la edad
media a la que tiene lugar la muerte. Una cifra que depende
estrechamente de la mortalidad infantil. De hecho, las personas que
vivieron en la antigüedad tenían, al igual que hoy, el potencial de
llegar a centenarios. Sin embargo, el porcentaje de la población que
podía alcanzar edades muy avanzadas era bastante inferior al actual.
Se debía a los condicionantes impuestos por una alimentación más
deficiente, un estilo de vida con mayor exigencia física, la
vulnerabilidad ante las infecciones cotidianas y las epidemias
ocasionales. Y, en el caso de las mujeres, se sumaban las complicaciones
durante el parto. Podemos decir que alcanzar la longevidad potencial de
nuestra especie era al principio, a diferencia de ahora, más una
cuestión de buena suerte que de buenos genes.
A mediados del siglo XIX, la cosa cambió. La esperanza de vida al
nacer comenzó a ascender paulatinamente. Contribuyeron tanto la
generalización de los hábitos de higiene personal como los avances
médicos, en particular el desarrollo de vacunas y antibióticos. Ambos
aumentaron la edad promedio a la que fallecen las personas adultas a la
vez que reducían la mortalidad infantil.
Como resultado, la esperanza de
vida al nacer ha pasado a duplicarse en la actualidad en comparación
con la que tuvimos durante el 99,9% de nuestra historia evolutiva.
Cuatro años más de esperanza de vida ganados en tan solo dos décadas
Tanto es así que, hoy por hoy no vislumbramos un final para esta
tendencia al aumento en la esperanza de vida, según constatan los datos
de un estudio de Salomon y colaboradores en la revista The Lancet.
El estudio, a nivel mundial (187 países) y con información para ambos
sexos, muestra un incremento en la esperanza de vida al nacer desde un
promedio de 66,4 años (63,4 en los varones y 69,0 en las mujeres) para
la década de 1990 a una media de 70,4 (67,8 en los varones y 73,0 en las
mujeres) para la de 2010. O sea, cuatro años más de esperanza de vida
ganados en tan solo dos décadas.
Obviamente, estos cambios no han tenido lugar de manera uniforme,
pues los valores de aquellos países donde la esperanza de vida era en el
2010 mayor (Islandia con 80,3 años en el caso de los varones y Japón
con 85,9 en el de las mujeres) duplican los del país en el que era más
baja (32,5 y 43,6 años en Haití para ambos sexos, respectivamente).
En el caso de España, el incremento de esperanza de vida en el
transcurso de estas dos décadas ha sido de algo más de cinco años en el
caso de los varones, pasando de 73,3 años en 1990 a 78,4 en 2010,
mientras que la esperanza de vida de las mujeres ha aumentado en algo
menos de cuatro, pasando de 80,5 a 84,2 años.
Más aún, conforme a los datos del Instituto Nacional de Estadística,
en 2019 la esperanza de vida al nacer en España ya se situó en 80,9 años
en los hombres y 86,2 años en las mujeres. Obviamente, unos aumentos
tan acelerados plantean un reto importante a la sostenibilidad de
nuestro sistema público de pensiones. Sobre todo si tenemos en cuenta
que, en vez de retrasarse la edad de jubilación, muchos trabajadores
continúan prejubilándose a edades relativamente tempranas.
¿Viviremos más sintiéndonos peor?
Por otra parte, no se trata solo de si hemos retrasado la muerte. Lo
interesante es si ahora transcurren más años de nuestra existencia
disfrutando de calidad de vida. Es lo que mide la esperanza de vida
saludable al nacer, un parámetro que tiene en cuenta los años en los que
las personas mantienen funcionales sus capacidades físicas y
cognitivas, libres de discapacidades severas y problemas crónicos de
salud. Pues bien, ese parámetro ha aumentado también a nivel mundial.
Mientras en 1990 el promedio era de 56,9 años, en 2010 se elevó a 60,3
(en España, desde 67,5 a 70,9 años).
Aunque estos datos invitan al optimismo, también demuestran que el
aumento en esperanza de vida saludable ha sido en términos absolutos, no
relativos. Así, el incremento en esperanza de vida ha sido de cuatro
años, mientras que la esperanza de vida saludable ha crecido 3,4 años.
Cada año ganado de vida se traduce en algo más de 10 meses extra de vida
saludable.
Si se confirma, la tendencia no augura nada bueno. En esencia porque
prolongaría la etapa final de nuestra vida, lo que los gerontólogos
llaman la “cuarta edad”, en la que aparecen enfermedades degenerativas y
crónicas incapacitantes (alzhéimer y demencia senil, artrosis severa,
etc.). Estas personas, de limitada autonomía, son muy dependientes de su
entorno familiar y afectivo, además de requerir cuantiosas inversiones
en atención sociosanitaria, lo que plantea una nueva amenaza a la
perdurabilidad de nuestro sistema del bienestar.
La paradoja femenina: las mujeres viven más, pero con menos salud
Por otra parte, los datos del estudio ofrecen resultados no previstos
inicialmente. En concreto, se trata de la siguiente paradoja: aunque
las mujeres viven más años en promedio que los hombres (5,6 años más en
la década de 1990, a nivel mundial) y alcanzan también edades más
avanzadas manteniendo buenas condiciones de salud (3,7 años más), la
probabilidad de que una persona se conserve saludablemente a una cierta
edad es mayor en los hombres, como muestra la siguiente gráfica,
elaborada con los datos de 1990.
En ella se comprueba que un hombre de 80 años se habría mantenido
saludable en esa década hasta los 70,8 años, mientras que una mujer de
su misma edad lo habría hecho hasta una edad más temprana, 68,7 años.
La
diferencia podría deberse a los efectos de la menopausia en las mujeres
(osteoporosis, mayor riesgo de accidentes cardiovasculares) y quizás
también a su mayor probabilidad de desarrollar ciertas enfermedades
neurodegenerativas, como el alzhéimer (aunque esto último se puede deber
también a que las mujeres viven en promedio más años que los hombres).
El periodo extra de vida saludable en los varones, algo más de dos
años, explica por qué suelen ser hombres y no mujeres los que siguen
llevando a cabo actividades deportivas de alta exigencia física pese a
su avanzada edad, como correr una maratón.
En todo caso, la verdadera “proeza” aquí sería, citando al Dr.
Federico Soriguer, que cada vez seamos capaces de vivir más sin
sentirnos peor.
Paul Palmqvist Barrena, Catedrático de Paleontología, Universidad de Málaga
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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