martes, 31 de marzo de 2020

Más días de confinamiento, más posibilidades de conflicto

Obra de Serge Najjar

Es relativamente sencillo pasar sin demasiados agobios estos días de confinamiento, si uno dispone de un entorno grande y amable, unas personas queribles y otea un horizonte no especialmente sombrío al concluir la cuarentena. Los espacios juegan un papel determinante en la salud de las interacciones, pero también la situación en la que se encontrará uno cuando la pandemia pueda ser absorbida sin miedo al colapso por el sistema sanitario.
 
 
 A pesar de que estar recluidos forzosamente nunca resulta grato, por las redes se pueden ver infinidad de vídeos y fotografías en los que la gente muestra su ingenio para sobrellevar lo mejor posible la cuarentena y eliminar la usura de un tiempo que parece amontonarse de manera informe. 
 
 
Desde su condición de internaútas, las personas comparten en el ultramundo digital sus tácticas para confabular la reclusión de un modo creativo y pedagógico, que el encierro sirva para aprender, que permita el acceso a tiempos y disposiciones afectivas vetadas hasta hoy por la celeridad que nos solicita la producción. 
 
 
 Sin embargo, resulta difícil no pensar qué ocurrirá en los hogares en los que ni el entorno es amable ni las personas que están hacinadas en ellos mantienen relaciones excesivamente cordiales, ni el inminente futuro se presenta halagüeño. Es fácil intuir violencia en todas sus manifestaciones. Violencia verbal, violencia psicológica, violencia verbal invisible, violencia de género, violencia estructural, violencia física.
 

A mí siempre me ha maravillado una expresión coloquial que evoca con una sencillez adorable las mecánicas del mundo afectivo.
 
 
 La expresión es la familiar «el roce hace el cariño».  Me parece una expresión tan cándida como preciosa. Yo la frecuento mucho para explicar la ocurrencia de conflictos, porque del mismo modo que el roce facilita la emanación del cariño también provoca el advenimiento de la fricción (cuya definición señala literalmente el roce de dos cuerpos en contacto). 
 
 
Es harto difícil padecer fricciones y discrepancias si no hay contacto, si la relación entre dos agentes es una estructura en la que se comparten bagatelas. Pero es fácil sufrirlas si el contacto es profundo y continuo, más aún si el contacto se lleva a cabo en una situación no elegida por los propios actores. El confinamiento entre personas mal avenidas puede ser, citando la obra de Rimbaud, una estancia en el infierno. En la literatura del conflicto se repite como si fuera un salmo que no importa tener conflictos, sino cómo se articulan sus soluciones. 
 
 
Uno de los sensores no solo de la inteligencia, sino de cualquier civilización, radica en cómo las personas se relacionan con el conflicto y qué estrategias elaboran para intentar resolverlo sin hacer daño. Tener conflictos no es un problema. No saber solucionarnos, sí. 
 

A pesar de la enorme casuística, no existe ni un solo caso en el que alguien inmerso en un conflicto haya sentido alegría por ello. La alegría y el conflicto viven en permanente contradicción. El conflicto provoca enfado, miedo, tristeza, o probablemente una mixtura de estos tres sentimientos con una fluctuante variabilidad de porcentajes. 
 
 
 La concurrencia de estos sentimientos dificulta la gobernabilidad de las fricciones, la posibilidad de compatibilizar la discrepancia. En su afán de protegernos, el miedo suprime la empatía, nos vuelve más egocéntricos y más impositivos en nuestras propuestas. 
 
 
El enfado volatiliza el vocabulario educado y la palabra respetuosa para abrir paso al verbo lacerante y agresivo, fragiliza el autocontrol y los sentimientos de apertura y nos metamorfosea en viscerales, despeja cualquier idea de futuro sobre la acción que se está a punto de acometer. La tristeza nubla el entendimiento, focaliza la pérdida y se muestra irresuelta a sondear otros paisajes. 
 
 
Yo hace años inventé una expresión para explicar lo sencillo que es multiplicar conflictos cuando uno se ve abducido por estos sentimientos tan nefastos para el diálogo práctico y tan fértiles para el enfrentamiento: la exhumación de agravios. Aparece como epígrafe en el ensayo La razón también tiene sentimientos
 
 
 El enfado nos hace desenterrar viejos agravios con los que desaprobar el agravio que acabamos de recibir, como si evocar una ofensa al que ahora nos recuerda que le hemos ofendido tuviera efectos autoexculpatorios sobre la comisión de la nuestra. En la atribución de faltas es fácil sacar a colación antiguos agravios, cuentas por saldar y viejos contratos psicológicos que en vez de aportar soluciones intensifican el deseo de encontrar culpables. Es una espiral que solo conduce a cronificar el conflicto y a tapiar por mucho tiempo la posilidad de solucionarlo. 
 

La mayoría de los conflictos se deben a la incomunicación (los malententidos son los monarcas de las desavenencias), a la analfabetización sentimental (no saber apaciguar los ánimos, incapacidad para inhibir impulsos primarios, esgrimir una sensibilidad irrespetuosa, elegir el momento menos idóneo para tratar temas especialmente broncos) y a una deficiente capacidad negociadora (es frecuente herir la autoestima de aquel al que luego se le pide abnegada colaboración o la aceptación de lo demandado tras una intervención de puro acuchillamiento verbal). 


Habrá que repetirlo por enésima vez.


 Los conflictos son inherentes a la naturaleza humana, pero lo que diferencia a unas personas de otras no es tenerlos, sino resolverlos bien o mal. Para solucionar un conflicto se necesita indefectiblemente la cooperación de aquel con quien tengo el conflicto, esta cooperación requiere que tratemos al otro con respeto para desde la comprensión  mutua construir una evidencia compartida que convenza a ambos de que es la más idónea para satisfacer sus intereses. 


Sin esa convicción, jamás habrá solución.


 No sabemos cuál será la mejor manera de solucionar un conflicto, pero sí sabemos qué sentimientos debemos activar y cuáles desactivar para poder solucionarlo. Ojalá estos días de confinamiento seamos lo suficientemente inteligentes para no añadir más adversidad a la adversidad.



 





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