Obra de Serge Najjar |
Es
relativamente sencillo pasar sin demasiados agobios estos días de
confinamiento, si uno dispone
de un entorno grande y amable, unas personas queribles y otea un
horizonte no especialmente sombrío al concluir la cuarentena.
Los espacios juegan un papel determinante en la salud de las
interacciones, pero también la situación en la que se encontrará uno
cuando la pandemia pueda ser absorbida sin miedo al colapso por el
sistema sanitario.
A pesar de que estar recluidos forzosamente nunca
resulta grato, por las redes
se pueden ver infinidad de vídeos y fotografías en los que la gente
muestra su ingenio para
sobrellevar lo mejor posible la cuarentena y eliminar la usura de un
tiempo que
parece amontonarse de manera informe.
Desde su condición de internaútas,
las personas comparten en el ultramundo digital sus tácticas para
confabular la reclusión de un modo creativo y pedagógico, que el
encierro sirva para aprender, que permita el acceso a tiempos y
disposiciones afectivas vetadas hasta hoy por la celeridad que nos
solicita la producción.
Sin embargo, resulta difícil no
pensar qué ocurrirá en los hogares en los que ni el entorno es amable ni
las
personas que están hacinadas en ellos mantienen relaciones excesivamente
cordiales, ni el inminente futuro se presenta halagüeño. Es fácil intuir
violencia en todas sus manifestaciones. Violencia verbal, violencia
psicológica, violencia verbal invisible, violencia de género, violencia
estructural, violencia física.
A mí siempre me ha maravillado una expresión coloquial que evoca con una
sencillez adorable las mecánicas del mundo afectivo.
La expresión es la familiar
«el roce hace el cariño». Me
parece una
expresión tan cándida como preciosa. Yo la frecuento mucho para explicar
la
ocurrencia de conflictos, porque del mismo modo que el roce facilita la
emanación del cariño también provoca el advenimiento de la fricción
(cuya
definición señala literalmente el roce de dos cuerpos en contacto).
Es
harto
difícil padecer fricciones y discrepancias si no hay contacto, si la
relación
entre dos agentes es una estructura en la que se comparten bagatelas.
Pero
es fácil sufrirlas si el contacto es profundo y continuo, más aún si el
contacto se lleva a cabo en una situación no elegida por los propios
actores. El confinamiento entre personas mal
avenidas puede ser, citando la obra de Rimbaud, una estancia en el infierno. En la literatura del conflicto se repite como si fuera un salmo que no importa
tener conflictos, sino cómo se articulan sus soluciones.
Uno de los sensores no
solo de la inteligencia, sino de cualquier civilización, radica en cómo las personas
se relacionan con el conflicto y qué estrategias elaboran para intentar
resolverlo sin hacer daño. Tener conflictos no es un problema. No saber solucionarnos, sí.
A pesar de la enorme casuística, no existe ni un solo caso en el
que alguien inmerso en un conflicto haya sentido alegría por ello. La alegría y el conflicto viven en permanente contradicción. El conflicto provoca enfado, miedo, tristeza,
o probablemente una mixtura de estos tres sentimientos con una fluctuante variabilidad de porcentajes.
La
concurrencia de estos sentimientos dificulta la gobernabilidad de las
fricciones, la posibilidad de compatibilizar la discrepancia. En su afán
de protegernos, el miedo suprime la empatía, nos vuelve más
egocéntricos y más impositivos en nuestras propuestas.
El enfado
volatiliza el vocabulario educado y la palabra respetuosa para abrir
paso al verbo lacerante y agresivo, fragiliza el autocontrol y los
sentimientos de apertura y nos metamorfosea en viscerales, despeja
cualquier idea de futuro sobre la acción que se está a punto de
acometer. La tristeza nubla el entendimiento, focaliza la pérdida y se
muestra irresuelta a sondear otros paisajes.
Yo hace años inventé una
expresión para explicar lo sencillo que es
multiplicar conflictos cuando uno se ve abducido por estos sentimientos
tan nefastos para el diálogo práctico y tan fértiles para el
enfrentamiento: la exhumación de agravios. Aparece como epígrafe en el ensayo La razón también tiene sentimientos.
El enfado nos hace desenterrar viejos agravios con los que desaprobar
el agravio que acabamos de recibir, como si evocar una ofensa al que
ahora nos recuerda que le hemos ofendido tuviera efectos
autoexculpatorios sobre la comisión de la nuestra. En la atribución de
faltas es fácil sacar a colación antiguos agravios, cuentas por saldar y
viejos contratos psicológicos que en vez de aportar soluciones
intensifican el deseo de encontrar culpables. Es una espiral que solo
conduce a cronificar el conflicto y a tapiar por mucho tiempo la
posilidad de solucionarlo.
La
mayoría de los conflictos se deben a la incomunicación (los
malententidos son los monarcas de las desavenencias), a la
analfabetización
sentimental (no saber apaciguar los ánimos, incapacidad para inhibir
impulsos
primarios, esgrimir una sensibilidad irrespetuosa, elegir el momento
menos idóneo
para tratar temas especialmente broncos) y a una deficiente capacidad
negociadora (es frecuente herir la autoestima de aquel al que luego se
le pide
abnegada colaboración o la aceptación de lo demandado tras una
intervención de
puro acuchillamiento verbal).
Habrá que repetirlo por enésima vez.
Los
conflictos son inherentes a la naturaleza humana, pero lo que diferencia
a unas
personas de otras no es tenerlos, sino resolverlos bien o mal. Para
solucionar un conflicto se necesita indefectiblemente la cooperación de
aquel con quien tengo el conflicto, esta cooperación requiere que
tratemos al otro con respeto para desde la comprensión mutua construir
una evidencia compartida que convenza a ambos de que es la más idónea
para satisfacer sus intereses.
Sin esa convicción, jamás habrá solución.
No sabemos cuál será la mejor manera de solucionar un conflicto, pero
sí sabemos qué sentimientos debemos activar y cuáles desactivar para
poder solucionarlo. Ojalá estos días de confinamiento seamos lo
suficientemente inteligentes para no añadir más adversidad a la
adversidad.
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