'La mirada' de Mónica G. Prieto: "Pensábamos no estar preparados para obedecer de forma ciega, y fue tan fácil como tomar conciencia del problema
Lo más fascinante es que el confinamiento y distanciamiento social se ha traducido en un amor al prójimo ilimitado".
Cuando el Covid-19 se cebaba en China y otros países del Asia
oriental, la población europea miraba entre desconfiada y reticente las
draconianas medidas de control social impuestas para reducir el número
de contagios. “Los asiáticos son muy disciplinados, pero aquí no podríamos actuar así”, se comentaba a modo de justificación.
En Occidente creíamos no estar dispuestos a ceder nuestros derechos y
libertades hasta que descubrimos que en una plaga como esta, la
responsabilidad individual es la única receta para reducir las
consecuencias del desastre.
Pero en Asia lo hicieron mucho antes: las
experiencias de anteriores –y recientes– crisis sanitarias como el MERS o el SARS había dotado a los gobiernos de la experiencia y los recursos, y a la gente de la percepción de que solo una actuación responsable de cada persona evita el mal a la comunidad.
Asia juega con ventaja: la idiosincrasia de las sociedades
confucionistas, una religión/filosofía que terminó calando en otras
religiones como el sintoísmo, el taoísmo y el budismo. El confucionismo prima tres virtudes: la misericordia, el cumplimiento de responsabilidades y el orden social. El ren,
o principio ético central, viene a resumirse en la frase «No hagas a
los demás lo que no quieres que te hagan a ti». Es decir, el individuo
se pone al servicio del todo y de la comunidad por encima de sus
intereses.
El colectivo es más importante que las personas y por eso no resultó complicado que la sociedad asiática asumiera como propias las recomendaciones de sus Gobiernos a la hora de preservar el bien común.
Eso también explica el civismo de ciertas sociedades, muy
llamativamente en Japón o Corea del Sur, donde no se ven grafitis ni
vandalismo, donde se respeta el bien común como si fuera –o constantando
que es-–de cada uno de los miembros de la sociedad.
Eso, pese a ser
democracias. Los individuos disponen del mismo libre albedrío que en
Europa, pero no se sienten tentados de abusar de él. En China o Corea
del Norte el civismo es una obligación sagrada, y las consecuencias de
un comportamiento no cívico son terribles para quien ose desafiar a la
dictadura.
El sentido de la obediencia también es diferente en las sociedades
asiáticas. En el confucionismo, la familia es un pilar del orden social y
eso define mucho el respeto a la autoridad en todo Asia: son sociedades
jerárquicas, donde se respeta el padre, al cabeza de familia, y esa
tendencia a la sumisión termina siendo absorbida por la autoridad.
Ello
desemboca en una disposición a obedecer y respetar a la autoridad
perdida en Occidente, donde el individuo cuestiona a las instituciones y
se permite desobedecer o incumplir normas o consejos pese a las
consecuencias que pueda implicar para el resto.
Pero esta crisis está cuestionando ese modelo eurocentrista donde creíamos estar por encima de otras culturas. Pensábamos no estar preparados para obedecer de forma ciega, y fue tan fácil como tomar conciencia del problema.
Nuestros dirigentes nos reclutan como soldados para una guerra contra
un enemigo invisible, que requiere sacrificios, implica muertos y
desgaste sanitario y altera incluso los cimientos de nuestra normalidad,
y la respuesta está siendo ejemplar. La gravedad de la situación nos ha
hecho aparcar todos los matices y diferencias y la arrogancia de quien
desconfía de los expertos y la autoridad.
Lo más fascinante es que el confinamiento y distanciamiento social se ha traducido en un amor al prójimo ilimitado.
Nos saludamos en los balcones, nos aplaudimos, nos añoramos, nos
buscamos en las redes sociales intentando sentirnos menos solos y más
comprendidos.
Cuando antes todo eran diferencias, hoy el rango de
iguales se ha disparado, más allá de ideologías, nacionalidades,
religiones o pasiones deportivas. Todos somos víctimas, rehenes de la
pandemia.
El coronavirus ha cambiado las prioridades, igualándonos en el riesgo
y en el miedo, homogeneizándonos a todos, ya seamos miembros de la
familia real o vivamos en una boca de metro.
Quizás debamos apreciar que
nos devuelva el rumbo moral y nos reorganice nuestras prioridades,
recuperando virtudes como el altruismo, la solidaridad o la empatía,
víctimas del capitalismo salvaje.
Sé que es difícil, pero se puede ver
en la desgracia una oportunidad para ser mejores y reforzar la sociedad
de valores.
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