Evolucion del ser humano tras el coronavirus
El virus que surgió en Wuhan no es un fuego lejano. Ya empezamos a
conocer personalmente a alguien que conoce a alguien contagiado. Hoy
querríamos tener uno de esos –tan exagerados parecían– hospitales
levantados en un espectacular time-lapse frenético hace un mes en la lejana China.
La preocupación ciudadana también parece que va aquí por regiones, pero el mapa se ha extendido hasta tocar nuestra puerta.
Ahora escribimos mensajes a nuestros biólogos en búsqueda de ciencia y
de mesura, a nuestros médicos esperando certeza y tranquilidad, a
nuestras abuelas confiando los cuidados de nuestros hijos. El sistema no
se rompe. Pero podemos llegar a tensarlo: seamos responsables. Asumamos como nuestra también la contención de esta crisis. Y calma.
Una de las consecuencias de las medidas necesarias y extremas, no
puedo decir con rigor si han sido tardías, que ha tomado el Ministerio
de Sanidad junto a las comunidades autónomas más afectadas, eran
previsibles. El lunes se produjo un punto de inflexión. Las teorías
conspiranoicas no han tardado en aparecer. Gotean en nuestra mano a través de Whatsapp.
Cíñanse a los consejos de las instituciones sanitarias y su personal
porque ya no es la hora de los valientes. Mucho menos de los
irresponsables. Las medidas de contención para controlar los contagios
tienen como efecto colateral descontener la paranoia de pronto, el
miedo. Mídase este como otra fiebre que podría colapsar los centros de
salud.
No dejen nunca atrás palabras como solidaridad, sentido común y
de comunidad o corresponsabilidad. No decidan llenar de arroz su
despensa para desabastecer la del otro. No permitan réditos políticos en
tiempos de crisis de salud pública. Tampoco se mofen de ningún
contagiado.
Estemos, de una vez, a una. Y por el bien colectivo, llevemos a cabo todas las medidas individuales.
No dejo de pensar en el funcionamiento de nuestra capacidad de
reacción. No me refiero a la política o a la sanitaria, sino a cuál es
la psicología emocional que se activa frente a una amenaza de pandemia, cómo nos situamos ante el problema ajeno.
En qué kilómetro de radio estamos a salvo de ponernos nerviosos. Cuándo nos empieza a afectar.
En qué día cargamos nuestros carros de la compra de papel higiénico y
víveres. Qué ficha del dominó cae delante de nosotros rozándonos las
manos entre la posibilidad de ese hombre que comió murciélago en un
mercado de China y el caso del profesor que viajó a Milán y que da
clases en el colegio de nuestro hijo.
A qué distancia tiene que estar el
humo de ese incendio para que salgamos a mitad de la noche con cubos de
agua a apagarlo. A partir de qué edad alguien que es población de
riesgo duele menos.
¿Te has preguntado si te necesito antes de enviarme esa broma macabra con la que yo sí me puedo reír porque en esta casa hay estructura suficiente para que me haga gracia?
En este sentido, recuerdo una crisis humanitaria que no comparo por sus gigantescas dimensiones, pero que me ayuda a pensar en cómo funcionamos.
Tuvo lugar en 2004, cuando un tsunami aniquiló la costa del sudeste
asiático. Murieron, según se ha llegado a contabilizar más de quince
años después, alrededor de 230.000 personas, sobre todo, en Indonesia,
Sri Lanka, India y Tailandia.
En 2012, Juan José Bayona filmó Lo imposible, la
historia de una familia que sobrevive al desastre inspirándose en la
experiencia de Marta Belón, una española que estaba allí cuando la ola
gigante arrasó con todo. Cerca de un cuarto de millón de muertos y
tuvieron que hacernos el traje de una familia occidental que ve echarse
el agua encima en un resort para conseguir empatizar con la
tragedia.
Si al menos aquí hubiéramos sentido una mínima vibración en
nuestros cristales, si la ola hubiera entrado por nuestros balcones, si
se hubiera formado un pequeño charco bajo nuestra mesa...
Hace un poco de soledad en este invierno y no es de antes de ayer. ¿No les parece?
Veníamos tocados. Hace unos días lloramos casi de forma universal con
la canción de Residente, cuando confesó en un intenso tema que no era
indemne.
Cuánto corta la primera persona, René, después de toda la
protesta de tus letras, después de todo lo que nos has señalado, va y
nos escuece más hondo que recuerdes el número de teléfono de tu primera
casa, allá en la calle 13 de San Juan.
Es la cara de un virus global
cuando miramos un miércoles temprano a nuestro hijo viendo un capítulo
tras otro de dibujos animados mientras nosotros enviamos correos que,
sin duda, no son tan urgentes. Es la ola que revienta en nuestra ventana. Es lo imposible mojándonos a todos hasta los huesos.
Coronavirus: esa ola que rompió nuestra ventana
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