Los
conservadores españoles
(conservadores, para ceñirnos
a la nomenclatura cultiparlante), es decir, los franquistas
disfrazados, nada más
promulgarse la Constitución
y crearse los partidos políticos
se concentraron en un partido llamado Alianza popular, luego
convertido en Partido Popular (el menos popular de los partidos).
Pero también
cerraron filas en la Justicia en la que fueron depurados quienes no
lo eran (Garzón,
Elpidio…). Pero también
en todas las instituciones (policía
y ejército
incluidos).
Todos bajo el abrigo de una Constitución
que ellos mismos habían
confeccionado o cocinado (ningún
representante del pueblo estuvo presente en su redacción).
En tales condiciones era, pues, casi imposible que la Transición
siguiese un curso diferente.
Sobre todo, después de haber reforzado la monarquía aquel simulacro de golpe de Estado del que, como en el teatro del siglo XVI el Deus ex machina salvaba las situaciones más inverosímiles, fue precisamente el monarca su propio valedor y salvador. Bonita argucia preparada por tantos y tan avispados maestros de la picaresca como ha dado siempre este país …
Mientras tanto nosotros, los ingenuos, que éramos todos los demás, pensamos que bien, que no podíamos entonces pedir a los franquistas disfrazados un cambio radical en su actitud y una elevación de miras. Que antes, a medida que fuese pasando el tiempo, harían una toma de conciencia.
Y después llegarían a la sabía conclusión de que, habida cuenta las condiciones extraordinarias en que se había redactado sería aconsejable abrogar el Texto constitucional o al menos afrontar una reforma profunda para la creación de un Estado nuevo.
De momento sin tocar el referéndum
monarquía/república
que siempre estaría
esperando la oportunidad para homologarse a las naciones europeas.
No debería presentar demasiado problema el afán pues, a fin de cuentas, parte del propio partido conservador, pese a haberla elaborado, se abstuvo y parte votó no al presentarse a aprobación la Constitución (contradicción que, pasado el tiempo, se revela como estratagema, como una cortina de humo para disimular y no despertar desconfianza en nosotros, los ingenuos).
Pero el Régimen de cuarenta años, por si no había sido suficiente el lavado de cerebro que experimenta quien ha ganado una guerra, sobre todo una guerra civil, había terminado tallando la mayoría de los espíritus más renuentes o más libres. Y así ellos mismos, los ganadores o sus descendientes, serían los que se pondrían al frente de aquella nueva singladura.
Sin el capitán
del barco, pero sobradamente adoctrinados. Y así
han seguido los cuarenta años
subsiguientes hasta hoy.
No importa que no estuvieran al frente del poder político en los periodos en los que sus obsecuentes oponentes lo ostentaron. Con sus sucesivas mayorías en el Senado, con las Diputaciones, con el Tribunal Constitucional y hasta en lo más crítico, el conflicto catalán, con el Tribunal Supremo… han tenido suficiente para manejar los hilos de los títeres.
Y así hemos ido tirando a trancas y barrancas hasta desembocar en la confirmación de que vivimos en una blanda dictadura, o no tan blanda para esos siete gobernantes catalanes encarcelados virtualmente de por vida… por un palmo más de tierra, como dice el poeta Espronceda.
Pues bien, por si fuese poco el peso específico de los franquistas disfrazados, casi la mitad de ellos se han quitado la máscara y han irrumpido en la escena política para, con los que siguen con ella, disponerse en esta misma o en la siguiente legislatura a asaltar sin disimulo y sin mayor estorbo el poder ejecutivo, y restaurar el franquismo después de haber restaurado tramposamente la monarquía.
Jaime Richart
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