El Paso: el ataque que desnudó a Trump
El Paso es una de las ciudades más seguras de Estados Unidos. En 2018 la policía local registró 23 homicidios, 13 veces menos
que Baltimore con una población muy similar. El 82% de los 682.000
habitantes de El Paso son hispanos. Muchos nacieron allí. Otros llegaron
del otro lado del Río Grande y se integraron en esta ciudad abierta,
vibrante, orgullosa de su diversidad.
Durante un mitin en Florida, se preguntó qué podía hacer con los inmigrantes que llegaban a la frontera. "¡Dispararles!", gritó uno de sus seguidores. El presidente le rió la gracia. Este sábado en El Paso esa amenaza se cumplió
El éxito de El Paso rebate uno por uno los argumentos
apocalípticos de Trump. Allí la inmigración no trajo miseria ni
delincuencia sino prosperidad.
Esta evidencia no ha evitado que el presidente haya usado
El Paso como una arma arrojadiza en su campaña contra la inmigración.
En su discurso anual ante el Congreso, aseguró en falso
que la delincuencia solo se había desplomado en la ciudad cuando se
había construido una valla fronteriza en los alrededores.
Unas horas
después, viajó allí para agitar el espantajo de las caravanas de
inmigrantes de Centroamérica y pedir apoyo para el muro que se propone
construir. En aquel mitin uno de sus seguidores agredió a un reportero de la BBC.
Este
contexto es importante para comprender por qué un joven blanco entró
con un fusil en un supermercado de El Paso y recorrió cada pasillo
disparando a los clientes hasta quedarse sin munición.
El asesino, cuyo
perfil de Twitter incluía elogios a Trump y referencias al muro, vivía
con sus abuelos en un suburbio de Dallas. Lo separaban casi nueve horas
al volante del lugar del crimen. Disparar en El Paso no fue una decisión
casual.
Queda mucho por saber sobre el terrorista del
sábado. Pero no es la primera vez que el autor de una masacre similar
resulta ser admirador de Trump. Las cartas bomba que recibieron en
octubre jueces, políticos y periodistas las envió un tipo huraño que
trabajaba como disc-jockey en un club de strip-tease de Florida.
Sus
propios abogados aseguran
que se fue radicalizando a medida que escuchaba los discursos de Trump y
leía sus tuits. El hombre que asesinó a 11 personas en una sinagoga de
Pittsburgh mencionó como móvil del crimen la caravana de migrantes que
se dirigía esos días a EEUU.
El atentado tuvo lugar en mitad de la
campaña de las elecciones de 2018. La caravana fue el argumento central de todos los mítines de Trump.
En
Estados Unidos pervive un racismo estructural que hunde sus raíces en
la esclavitud que practicaron los estados sureños durante casi un siglo.
Pero ningún presidente sin esclavos ha exhibido ese racismo en público
de una forma tan descarnada como Trump.
Líderes como Nixon o Reagan usaron lo que se conoce de forma coloquial como dog-whistleo
silbato de perro, llamadas implícitas al voto del electorado racista.
Trump es mucho más explícito en sus insultos. En junio de 2015, lanzó su
campaña diciendo que los inmigrantes mexicanos eran violadores y traficantes de drogas.
En sus mítines a menudo lee un poema racista y utiliza el dolor de las madres de personas asesinadas por inmigrantes indocumentados. Algunos hispanos conservadores le votaron creyendo que sus palabras eran puro teatro.
Al llegar al poder, sin embargo, Trump mantuvo la misma retórica, separó a cientos de niños de sus madres, encerró en jaulas a los inmigrantes y endureció las condiciones para pedir asilo en su país.
Es
imposible demostrar que las palabras incendiarias de Trump son la causa
directa de los disparos del asesino de El Paso. Pero los motivos que el
asesino expone en su manifiesto no son muy diferentes de los argumentos
de la campaña del presidente o de los contenidos que programa cada
noche su canal favorito: Fox News.
En las últimas semanas, Trump se ha
mofado de cuatro congresistas demócratas y ha permanecido en silencio
mientras sus seguidores le pedían a gritos que enviara a su país de origen a una de ellas, de origen somalí.
Durante un mitin en Florida, se preguntó
qué podía hacer con los inmigrantes que llegaban a la frontera.
"¡Dispararles!", gritó uno de sus seguidores. El presidente le rió la
gracia. Este sábado en El Paso esa amenaza se cumplió.
Los
delitos de odio se han disparado en Estados Unidos desde que Trump
lanzó su candidatura a la Casa Blanca, pero no se han disparado en todas
partes por igual. Un estudio
de tres investigadores de la Universidad del Norte de Texas descubrió
que subieron tres veces más en los condados donde Trump celebró un mitin
durante su campaña.
Allí donde no fue, llegó a través de los canales
que transmitieron sus consignas sin filtros para ganar audiencia. Muchos
racistas que hasta entonces habían callado empezaron a atreverse a
decir en público lo que decía Trump.
En los últimos
dos años, el medio sin ánimo de lucro ProPublica ha reunido decenas de
testimonios de personas que han sufrido este rebrote de odio en su
proyecto Documenting Hate.
En esa atmósfera han germinado plataformas digitales como 4chan o
8chan, donde jóvenes varones supremacistas intercambian consejos sobre
cómo burlar a la policía o impresiones sobre los crímenes del terrorista
que atentó contra dos mezquitas en Christchurch. Allí colgó el
terrorista de El Paso su manifiesto y allí se celebró su matanza como
una hazaña más.
Robert Evans ha explicado
en detalle cómo estos jóvenes racistas usan esos foros y cómo describen
cada nueva masacre como un juego en el que el objetivo del terrorista
es batir el registro del terrorista anterior. Ni su edad ni su actitud
ni sus actos son muy distintos de los de los terroristas del ISIS. Sí es
distinta la respuesta del Estado, más timorato a la hora de aplicar la
legislación antiterrorista.
Una investigación del medio The Intercept
desveló que el Departamento de Justicia solo se la había aplicado a 34
de los 268 militantes de extrema derecha arrestados desde el 11 de
septiembre de 2001. También es distinta la actitud de los medios.
Según
un estudio
liderado por la investigadora Erin Kearns, los periodistas cubrimos
cuatro veces más los atentados vinculados a grupos yihadistas. Solo un
12,5% de los 136 actos terroristas que tuvieron lugar entre 2006 y 2015
fueron obra de un musulmán, pero esos actos recibieron más de la mitad
de la cobertura en los medios de comunicación.
Esta
actitud del Estado y de los medios se explica a la luz del racismo
estructural que se resiste a morir en Estados Unidos. En términos
políticos, es un grave error. Según la Anti-Defamation League,
supremacistas blancos perpetraron
el 70% de los 427 homicidios relacionados con el extremismo que se
registraron en Estados Unidos en la última década.
Ni el Gobierno
federal ni las autoridades de los estados han dedicado por ahora
recursos suficientes a atajar esta amenaza. Ojalá esta masacre les haga
recapacitar.
Quienes murieron asesinados en El Paso
son las víctimas de un movimiento terrorista tan organizado como el
ISIS. Sus asesinos son jóvenes racistas y misóginos que a menudo se han
radicalizado al calor de las palabras de Trump. Este fantasma recorre el
mundo.
Pero es especialmente mortífero en Estados Unidos por el impacto
de la Segunda Enmienda de la Constitución, despojada de restricciones
por el poder de la poderosa Asociación Nacional del Rifle, que financia
las campañas de decenas de congresistas y gobernadores republicanos.
Según Gallup,
seis de cada 10 ciudadanos están a favor de leyes más estrictas.
Pero
esas leyes no se aprueban por la resistencia de los republicanos (y de
algunos demócratas) del Capitolio. Ni siquiera Barack Obama fue capaz de
sacarlas adelante en diciembre de 2012, después de la masacre de la
escuela de Sandy Hook.
Y sin embargo El Paso no es
Dayton. Un atentado terrorista no es un tiroteo más. Su objetivo es
influir en el Gobierno e intimidar a los ciudadanos, en este caso a una
parte de la población. Si el ataque de El Paso hubiera sido obra de un
yihadista, la reacción de los líderes republicanos habría sido muy
distinta.
Todos se habrían pegado por aparecer delante de las cámaras en
lugar de salir corriendo.
Ninguno se habría atrevido a mencionar como posibles causas del
atentado los videojuegos, la violencia en las series o las políticas que
velan por la salud mental.
Después del atentado
contra la sinagoga de Pittsburgh, Trump se quejó de que los medios no
habían culpado a su predecesor del ataque contra una iglesia negra de
Charleston en junio de 2015. El contraste entre la reacción de ambos es
tan grande como el abismo que les separa. Obama pronunció entonces uno de sus mejores discursos.
Trump apenas ha escrito un par de tuits y se ha ido a New Jersey a jugar al golf.
Ese
contraste resume la tragedia que sufre Estados Unidos desde noviembre
de 2016: haber cambiado a un líder sabio y reflexivo por un narcisista
al que no le importa ensanchar las brechas que separan a sus ciudadanos
si eso le ayuda a sobrevivir.
Solo cabe aferrarse a las palabras que
pronunció Obama en el funeral del pastor de aquella iglesia de
Charleston el 26 de junio de 2015, apenas 10 días después de que Trump
se lanzara a la carrera presidencial. "En esta terrible tragedia, Dios
nos ha dado su gracia y nos ha permitido ver donde estábamos ciegos.
Estando perdidos, nos dio la oportunidad de encontrarnos con la mejor
versión de nosotros mismos".
Entonces no ocurrió. Ojalá ahora sí.
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