¿Qué es la democracia?
Puede parecer una pregunta redundante, carente de importancia para
quienes viven ya bajo un régimen democrático, pero si queda sin
contestar corremos el riesgo de perderla para siempre.
Para algunos, la democracia es lo que decida la voluntad popular, tan caprichosa y voluble como un torrente desbocado; mientras que para otros los límites de la democracia vienen marcados por la ley, tan fría y distante como la letanía de un notario.
¿Quién tiene razón? O mejor planteado, ¿qué nos conviene más? Ambas visiones nos evocan aspectos clave de toda democracia, la participación del pueblo en su gobierno y la necesidad de encauzarla mediante un sistema de normas por todos conocido y aceptado. Es lo que en Estados Unidos se sustanció en dos célebres frases: el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, pero bajo un gobierno de leyes, y no de hombres.
Hoy, esas dos visiones están enfrentadas de nuevo, de un lado los partidarios de la democracia directa, son los herederos de la democracia radical ateniense; en el campo opuesto se encuentran los adalides de la democracia representativa, quienes defienden el respeto a los mecanismos democráticos para, precisamente, adiestrar los impulsos populistas que siempre atizan toda democracia.
Hoy, cuando la democracia vuelve a estar en entredicho tras desaprovechar una oportunidad única para reivindicarse como el mejor sistema de gobierno jamás concebido por el ser humano, ¿qué queda de aquel célebre milagro político que fue la Atenas de Pericles? Más bien poco, y lo poco que conservamos son sus peores características, como la demagogia, el populismo y el rodillo de la mayoría, mientras nos hemos olvidado de sus principales virtudes, como el sacrificio personal por el bien público, la intensa vida social basada en el diálogo o el cultivo de espacios públicos abiertos a todos.
Sin ciudadanos no hay democracia posible, quizás habría que comenzar por aquí toda discusión seria sobre el tema. No se trata de reivindicar solo derechos, como si el sistema estuviera en deuda con nosotros por el mero hecho de ser uno de sus miembros. Nos hemos acostumbrado tanto a la beneficencia pública que nos hemos olvidado de lo más importante. Sin una ciudadanía responsable, consciente de sus deberes, no hay democracia que pueda resistir la usurpación del poder por unos pocos.
Es lo que los antiguos griegos llamaban “idiotes”, en contraposición a los ciudadanos genuinos, es decir, los idiotas que no se preocupaban por la ciudad y solo se dedicaban a sus quehaceres cotidianos, sin ver más allá de cuanto abarcara su vista. En la actualidad, somos unos perfectos idiotas, pobladores de democracias sin ciudadanía, preocupados únicamente de nuestras luchas personales, y claro, así nos va.
El sueño democrático griego duró poco. En cuanto una familia real macedonia empezó a pensar en un futuro más grande, a las pequeñas ciudades de la hélade se les cerró el libro de la historia. Una historia que conocían a la perfección los revolucionarios que, a ambas orillas del Atlántico, luchaban por recuperar el ideal de libertad e igualdad populares para la modernidad.
Desde Estados Unidos nos llegó la luz de la república democrática de George Washington y John Adams, mientras que en Europa nos abrasamos con las llamas de la Revolución Francesa de Maximilien Robespierre y Napoleón Bonaparte.
Nuestras democracias son el fruto de los errores y aciertos de ambas experiencias contrapuestas, puesto que ni en Philadelphia ni en París se pretendió crear un sistema democrático, eso nos lo hemos inventado después, cuando, descartadas las exigencias de un verdadero régimen republicano, nos hemos conformado con uno democrático.
Habiendo fracasado la república clásica en Estados Unidos y Francia, la democracia se fue imponiendo poco a poco en Occidente, hasta dominar por entero el paisaje político mundial, si no en la práctica, al menos sí emotivamente. ¿Pero podemos seguir llamando “democracia” a nuestros sistemas políticos? Es una cuestión más seria que la meramente terminológica, porque, entre otras razones, nuestras circunstancias son bien distintas a las de hace 25 siglos.
Para empezar, la geografía y la demografía de nuestras democracias son enormes en comparación con las de las ciudades griegas, lo que nos ha obligado a inventar recursos como los de la representación y los partidos políticos, no solo inexistentes para los ciudadanos griegos, sino rechazados por ellos con rotundidad.
Pero delegar nuestra participación política no ha sido el peor de nuestros males, al fin y al cabo puede que la democracia no hubiese sobrevivido sin ella. Lo que ha acabado transformándola por entero ha sido la entronización de la igualdad como principio rector de nuestros sistemas políticos, en detrimento de la libertad.
Todo de la mano de un gran Estado que no para de crecer, auténtica barrera que nos separa de una verdadera democracia, al haber eliminado el elemento político de la ecuación, dejándonos solo con el social.
Por consiguiente, ¿podemos sostener que vivimos en sistemas democráticos? Para sortear semejante duda existencial hemos optado, en lugar de contestar directamente al interrogante, por convertir en ideología lo que en realidad es un simple sistema de gobierno entre otros muchos, como es la democracia, situándola de esta forma por encima del bien y del mal.
Es así como, bajo la excusa de su carácter democrático, podemos justificar casi cualquier vulneración de los principios más básicos de supervivencia humana, mientras calificamos de fascista toda muestra de sentido común. Desde Caracas a Barcelona.
De este modo, sin haber prestado atención a sus orígenes ni a sus elementos constituyentes, hemos ido construyendo este edificio democrático sobre unas bases nada democráticas, y como era de esperar, tarde o temprano, las incoherencias de semejante estrategia han salido a la luz y son evidentes para casi todos.
Las soluciones aportadas hasta el momento no mejorarán el vicio de origen, ya no somos los atenienses de Pericles ni los revolucionarios de la Bastilla. Nuestras sociedades viven escindidas por conflictos de identidad de creciente virulencia, huérfanas de un proyecto común de convivencia.
Esa es la cosecha que ahora recogemos, abonada durante tanto
tiempo con nuestro egoísmo.
En definitiva, no solo debemos preguntarnos qué es la democracia, también es igualmente necesario plantearnos si nosotros, como perfectos idiotas, somos capaces de construir la democracia. Me temo que todos sabemos la respuesta, otra cosa será que queramos asumirla.
- Pedro Ramos Josa es autor del ensayo Democracia para idiotas (Sekotia, Madrid, 2019), que será presentado el jueves 28 de marzo a las 19.00 H. en el Colegio de Politólogos, C/ Ferraz 100
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