En los últimos tiempos hemos descubierto
no pocas cosas curiosas sobre este mundo en el que vivimos. Los
entresijos de las complejas relaciones y correlaciones entre partidos
políticos y la sociedad, lejos de cobrar una relevancia mayor ante lo
que muchos han leído como un despertar de la conciencia y un revulsivo
en la participación política, se han convertido en meros formalismos con
poco uso práctico y cuya observación ya no es necesaria para obtener
esa legitimidad que debe acompañar al poder para ser pacíficamente
ejercido.
Hoy sabemos que te puedes proclamar
presidente de un país en una manifestación con tus colegas, siempre y
cuando el tipo que tengas enfrente y al que pretendas tumbar sea
incómodo para los países adecuados. Es una lástima no haberlo sabido
antes, porque en enero de 2015 podríamos haber proclamado presidente a
Pablo Iglesias durante la llamada Marcha del Cambio. O a Diego Cañamero
un año antes cuando dos millones de almas avanzaron sobre la capital en
las emotivas columnas de aquellas Marchas de la Dignidad que nos
esperanzaron y nos dieron una lección de auto organización desde la
base.
De haberlo hecho, es muy probable que @POTUS no hubiera salido en la tele a decir que el coletas
o el andaluz eran presidentes legítimos. Es muy probable, de hecho, que
ni hubieran reparado en nosotros, porque ya no hay comunistas serios a
los que contener en el este, ni vivimos sobre una gran bolsa de
petróleo. Aquí, en esencia, nos limitamos a vigilar la puerta de atrás
de Europa para que no se cuelen los negros que suben de África a
destruir nuestras culturas y follarse a nuestras mujeres. Suerte que
tenemos a patriotas de verdad como Abascal y esa peña para proteger
nuestro legado de la Reconquista y el 12 de octubre.
Cuando se trata, en cambio, de la
querida Venezuela, por algún extraño motivo todas las líneas rojas se
desdibujan de forma vergonzante. Como el matón que amenaza a la víctima
de ese día mostrándole fugazmente la culata de su arma enfundada, al
representante de Estados Unidos le pillan unas notas en la libreta que
hablan de desplazar tropas a Colombia. No hace falta más: es la amenaza
perfecta sin necesidad de pagar el coste ante la opinión pública de
salir a reconocer que los EE.UU. están apoyando un golpe de estado en
Caracas ya que, por lo que sea, no está bien visto internacionalmente
andar jodiendo en la casa de otros pueblos.
Esta obligación de respetar los asuntos
internos de terceros países se encuentra recogida en la Carta de las
Naciones Unidas. Es, en esencia, la garantía última de esa soberanía de
los estados a la que aludimos muchas veces sin tener del todo claro qué
significa. Y no es un asunto que deba sorprender a la comunidad
internacional, ya que hace más de ciento cincuenta años que se conoce y
se mantiene un cierto consenso sobre él, aunque la posición sobre la
extensión y límites de este principio está lejos de ser pacífica.
En no pocas ocasiones, bajo el amparo de
la brutal fuerza militar de Estados Unidos, se ha violado este
principio de no injerencia hasta límites intolerables. En América Latina
es paradigmático el caso del Chile de Allende, pero en el resto del
mundo tenemos ejemplos más que de sobra que se extienden desde Vietnam,
pasando por Siria o Irak, hasta Afganistán.
La llamada Guerra Contra el
Terror que siguió al atentado de las Torres Gemelas sirvió de excusa
perfecta para desdibujar los límites del principio de no intervención,
convirtiéndolo en una nueva vuelta de tuerca a la doctrina del Destino
Manifiesto, convertida desde Woodrow Wilson en la idea de que le
corresponde a los USA ser una especie de brújula democrática del mundo
y, por extensión, legitima sus acciones militares para “restaurar la
democracia”. La típica brújula democrática que te llena el país de milikos si no le gusta cómo estás ejerciendo tu soberanía.
Es incuestionable que Venezuela
atraviesa una complicadísima situación política, con una sociedad
profundamente fracturada y enfrentada en las calles en lo que parece el
preludio de una guerra civil. Su inflación desbocada y la
depauperización de la economía nacional son gravísimos problemas que,
desgraciadamente, el chavismo no ha sabido o no ha querido enfrentar.
Pero si abrazamos la idea de que los
problemas internos de un país se pueden enfrentar desde la amenaza burda
de una página de cuaderno, si asumimos como normal que cuando un
gobierno resulte incómodo para los intereses de determinada parte del
mundo éste puede ser socavado mediante la injerencia en sus asuntos
políticos y la autoproclamación de líderes sin legitimidad democrática
(pero con toda la capacidad de persuasión que da un buen arsenal), lo
que estaremos haciendo, en última instancia, es renunciar a la
democracia.
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