lunes, 15 de octubre de 2018

Hace noventa y cinco años, en una estación de El Cairo

 
Kabul, 2012. Fotografía: Adnan Abidi / Cordon Press.



Hace noventa y cinco años, en 1923, una mujer egipcia bajó de un tren en la estación de El Cairo y, de repente, se arrancó el velo que le cubría la cara. Muchas de las mujeres presentes en el andén se escandalizaron, pero, según cuentan algunas crónicas del suceso, unas pocas iniciaron un tímido aplauso.


 Huda Sha’arawi, considerada como una de las precursoras del feminismo en países de religión musulmana, tenía cuarenta y cuatro años cuando decidió que llevar burka o niqab, las dos prendas que continúan ocultando completamente el rostro y el cuerpo de las mujeres en muchos países islámicos, era expresión de una tendencia política determinada y no una exigencia religiosa.


 Una simple —y terrible— muestra de discriminación, producto de una política cultural puesta en pie por hombres que, cuanto más humillados se sienten, más se empeñan en conservar una parcela de poder sobre quienes les parecen más débiles, aun por encima del respeto a los derechos humanos que, en muchas ocasiones, reclaman simultáneamente para sí mismos.


La rebeldía de Sha’arawi, como la de otras mujeres que desde los primeros años del siglo pasado intentaron que la lucha contra el colonialismo abriera también paso a la reivindicación de sus derechos, debería estar mucho más presente, no solo entre las propias mujeres musulmanas, sometidas a una nueva oleada de presión reaccionaria, sino también entre los intelectuales europeos que se empeñan en defender el uso del burka como si fuera una expresión de la libertad de elegir y no la prueba de un sometimiento, una pérdida de dignidad, que no debería consentirse en el espacio público, como no se consentiría cualquier otra expresión de esclavitud.  

   
Las herederas de aquella decidida egipcia, como la profesora argelina Marnia Lazreg, nos recuerdan hoy que la mayoría de las mujeres musulmanas que se habían quitado el niqab (que no es un pañuelo, sino un velo opaco que oculta totalmente las facciones) y que vuelven a ponérselo no lo hacen porque hayan recapacitado sobre su fe, sino, simple y brutalmente, por la campaña que se desarrolla en contra de ellas y en contra de los movimientos a favor de los derechos de las mujeres. Son ellas las que lucharon para que la Primavera Árabe no terminara como la lucha contra el colonialismo, es decir, con su exclusión y la pérdida de sus esperanzas.


Resulta agotador tener que explicar una y otra vez cuestiones evidentes: las mujeres, consideradas en su conjunto, son apaleadas, violadas, dejadas morir e ignoradas por su condición de mujeres en buena parte del mundo contemporáneo, no solo en el área islámica, sino en Asia, África, América del Sur e, incluso, en algunas zonas de Europa. El premio Nobel de Economía Amartya Sen calculó que en el siglo XX habían «desaparecido» más de cien millones de mujeres, que habían nacido y que estadísticamente tenían que estar vivas, pero que no lo están porque han sido asesinadas directamente o dejadas morir.

      
La discriminación de género, explica Sen, no es hoy día, como algunos creen, un problema de diferentes salarios o de techos de cristal, injusticias que, sin duda, merecen denunciarse, sino una cuestión que afecta realmente a la vida y muerte de millones de niñas y mujeres adultas. ¿Cómo es posible que las sociedades contemporáneas sean aún capaces de una indiferencia tan brutal? ¿Cómo es posible que las Convenciones de Ginebra hayan legislado desde 1929 sobre la alimentación y vestimenta que se debe proporcionar a los prisioneros de guerra y que haya habido que esperar hasta hace pocos años para que las violaciones masivas de mujeres fueran consideradas también crímenes de guerra?


Sería bueno que nos preguntáramos sobre cómo está orientada la lucha por los derechos humanos en el mundo. ¿Se van a marchar las tropas occidentales de Afganistán sin asegurar el futuro de los centenares de mujeres que, bajo su protección, aceptaron ser maestras? ¿Sin proteger a los miles de niñas que comenzaron a asistir a la escuela, no a aprender modestia, sino a adquirir conocimientos reales? ¿Asistiremos dentro de unos años o pocos meses a la «desaparición» de esas profesoras, al abandono de esas niñas y adolescentes, condenadas a no saber nunca que existió Huda Sha’arawi?


Seguramente sí. Seguramente los derechos humanos de las afganas serán ignorados y nadie creerá en Occidente que es más importante garantizar la vida y la dignidad de esas mujeres que impedir que Kabul aloje o aliente a terroristas. 


Seguramente se volverá a esgrimir la «diferencia cultural», la «libertad de elección» y el «respeto a las creencias religiosas», como si de lo que estuviéramos hablando no fuera de leyes, de un ordenamiento jurídico —sea en Afganistán, sea en cualquier otro país del mundo que quiera ser admitido en la comunidad internacional— que deje claramente establecido que las mujeres tienen derecho a moverse libremente, a acceder a la educación y a la sanidad en igualdad de condiciones que los hombres, y que existe la obligación de llevar ante la justicia a quienes cometan ataques y abusos físicos contra ellas. 


Es muy simple y todos sabemos de qué se trata. 



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