A finales de los años
ochenta del pasado siglo, el entonces primer ministro finlandés, Harri
Holkeri, se dirigió solemne a la nación: “Me dicen los expertos que, al
paso que vamos, en el año 3000 solo quedarán dos finlandeses. Si ambos
son del mismo sexo, Finlandia estará en apuros”.
A Mariano Rajoy quizá le dijeron algo similar sus
expertos hace ahora un año porque, tras la Conferencia de Presidentes
autonómicos celebrada el 17 de enero, en la que se habló bastante de la
despoblación que padecen varias comunidades autónomas, creó el 27 de
enero de 2017 en Consejo de Ministros un nuevo organismo público: el
Comisionado del Gobierno frente al Reto Demográfico. Y le puso una
tarea: “Elaborar y desarrollar una estrategia nacional frente al reto
demográfico”.
La elegida para echar a andar y gestionar el nuevo ente,
Edelmira Barreira, hasta entonces senadora y durante largos años miembro
del equipo de Soraya Sáenz de Santamaría primero en el Congreso y
después en Moncloa, se debe de haber tomado el encargo con la misma
prisa que Holkeri, pues doce meses después
poco o nada se sabe de sus afanes, de sus desvelos, del avance o no de
sus trabajos o de por dónde irá la estrategia que se le ha pedido.
¿Tendremos de nuevo en breve cheques bebé, como cuando
Zapatero, y otras políticas natalistas? ¿Se darán incentivos fiscales a
las empresas que se instalen y creen empleo en la España vacía? ¿Habrá
un plan nacional de equipamientos sociales y de infraestructuras para
nuestra zona cero de la despoblación, la llamada Laponia del Sur?
¿Abriremos de nuevo las puertas a la inmigración, como a primeros de
este siglo?
¿Repoblaremos las zonas rurales con colonos, como cuando en
el siglo XVIII lo hizo Olavide por encargo de Carlos III en Sierra
Morena o lo hicieron en la Edad Media los reinos cristianos del norte,
con Castilla a la cabeza, a medida que le arrebataban territorio a
Al-Andalus? Y sobre todo: ¿Cuánto vamos a invertir para evitar que la
mitad del territorio nacional hoy despoblado quede en pocos años
totalmente deshabitado y abandonado? No se sabe. No hay pistas. Barreira
calla.
Su jefa directa, la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, también.
La demografía es, en esencia, la suma de tres factores: natalidad,
mortalidad y movimientos migratorios. Los tres andan desequilibrados en
España.
En los setenta del siglo pasado, en España
nacían casi 700.000 niños al año. Hoy nacen poco más de 400.000. La tasa
de fecundidad, el número de hijos por mujer en edad fértil, estuvo hace
cuarenta años cercana a 3, y hoy la tenemos en 1,33, una de las más
bajas del mundo. Según los demógrafos, para garantizar el relevo
generacional -es decir, que no se pierde población de una generación a
otra- se necesita una tasa de 2,1.
Aunque la
esperanza de vida sigue creciendo –tenemos una de las más altas del
mundo: 83 años-, nuestra pirámide demográfica está tan desequilibrada,
con una población tan envejecida, que el número de defunciones ya
empieza a superar al de nacimientos. Así fue en el primer semestre de
2017. Según el INE, en esos seis meses fallecieron en España 219.835
personas y nacieron 187.703.
El desequilibrio viene tan de atrás que no
se ve solamente en los extremos de la pirámide, entre nacimientos y
defunciones, sino también, por ejemplo, en los tramos de entrada y de
salida en el mercado laboral. Se observa en datos como el de la ratio
entre afiliados a la Seguridad Social y pensionistas. A finales de 2007,
en España había 2,71 afiliados por cada pensionista. Ahora estamos en
un muy preocupante 2,23.
Los movimientos migratorios,
que a comienzos del siglo XXI paliaron los desequilibrios de la
natalidad y la mortalidad, ahora ya se han convertido en un nuevo factor
de incertidumbre. Hemos sido durante unos años un país de inmigrantes y
ahora lo somos de emigrantes. Exportamos población, y esa es una de las
peores exportaciones posibles, pues supone la pérdida de uno de los
capitales más valiosos: el capital humano.
Perdemos no solo población
extranjera, que vino y se ha ido, sino incluso población autóctona, que
ha emigrado para buscarse la vida fuera ante la falta de oportunidades
dentro.
Algunos datos contundentes. En el año 2000 residían en España
menos de un millón de extranjeros, exactamente 923.879. En 2010, seis
veces más: 5.747.734. A comienzos de 2017 la cifra había bajado a
4.549.858, y sigue cayendo. Otro dato: en 2010 había 1,57 millones de
españoles residiendo en el extranjero. Ahora hay 2,40 millones. No todo
es emigración, pero una buena parte del fenómeno sí se debe a ella.
Nuestros desequilibrios demográficos son especialmente graves en más de
la mitad del territorio nacional. En 268.083 kilómetros cuadrados de
nuestra superficie, el 53% del total, solo vive el 15,8% de la
población, y todo indica que este último porcentaje sigue cayendo. El
propio Real Decreto por el que se creaba el Comisionado recordaba que 10
de nuestras 17 comunidades autónomas cuentan con un saldo vegetativo
negativo de población.
Además de las de Antonio
Machado, en consecuencia, hay otras dos Españas. Hay “una España urbana y
europea, indistinguible en todos sus rasgos de cualquier sociedad
urbana europea, y una España interior y despoblada (…). La comunicación
entre ambas ha sido y es difícil. A menudo, parecen países extranjeros
el uno del otro”.
El entrecomillado pertenece a La España vacía,
un ensayo de Sergio del Molino publicado en 2016 que puso nombre a esa
otra España y lanzó al debate de la opinión pública la magnitud de un
problema sobre el que ya habían advertido antes, entre otros, la
Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP), que en 2015 había
creado una comisión de trabajo sobre despoblación, y un grupo de
profesores liderado por Francisco Burillo, catedrático de la Universidad
de Zaragoza, que impulsan el Proyecto Serranía Celtibérica.
En un informe de enero de 2017, la FEMP llegaba a la conclusión de que
más de 4.000 de los municipios españoles -es decir, la mitad del total
que tenemos- se encontraban en esa fecha “en riesgo muy alto, alto o
moderado de extinción: los 1.286 que subsisten con menos de 100
habitantes, los 2.652 que no llegan a 501 empadronados y una parte
significativa de los más de mil municipios con entre 501 y 1.000
habitantes”.
En sus estudios sobre la que han llamado
Serranía Celtibérica (una amplia región española en torno a las
montañas del Sistema Ibérico que va desde las provincias de Valencia y
Castellón a las de Burgos y La Rioja, pasando por Cuenca, Teruel,
Guadalajara, Zaragoza, Soria y Segovia), el profesor Burillo y sus
colaboradores son aún más contundentes.
Denominan a la zona como la
Laponia del Sur y afirman: “Con una extensión doble de Bélgica, sólo
tiene censada una población de 487.417 habitantes y su densidad es de
7,72 hab/km2.
Cuenta con el índice de envejecimiento mayor de la Unión
Europea y la tasa de natalidad más baja.
Este desierto, rodeado de 22
millones de personas, está biológicamente muerto”.
Las diez provincias de la Laponia del Sur son solo una parte de la
España vacía. Hay muchas otras provincias con zonas despobladas y en
trance de quedar “biológicamente muertas”: Orense, León, Zamora,
Salamanca, Ávila, Palencia, Ciudad Real…
“El
vaciamiento de la mayor parte del territorio español, además de provocar
un grave problema de desequilibrio socioterritorial, compromete también
las cuentas públicas –encarecimiento de los costes de prestación de
servicios públicos y sostenimiento de infraestructuras-, y supone una
pérdida de potenciales activos de riqueza por el desaprovechamiento de
recursos endógenos”, afirma la FEMP en su informe.
Y añade: “Constituye
un error considerar que invertir en el reequilibrio territorial y en la
lucha contra la despoblación es un coste. Ha de ser entendido en
términos de derechos de la ciudadanía a la igualdad de oportunidades y a
su propia “tierra”, y de los territorios a contribuir con sus mejores
fortalezas al crecimiento de su comunidad y su país. Es, pues, una
inversión en cohesión social y territorial y en fortaleza y
sostenibilidad del modelo económico y social”.
Apenas
tres meses después de su informe, la FEMP proponía un amplio listado de
medidas para resucitar a la España vacía y biológicamente muerta o
camino de estarlo.
Desde crear una mesa estatal contra la despoblación y
una estrategia conjunta de todas las administraciones públicas hasta
recuperar la Ley de Desarrollo Sostenible, incorporar de forma explícita
a los Presupuestos de cada ejercicio de todas las administraciones
públicas una estrategia demográfica, dar incentivos y bonificaciones
fiscales a quien invierta en las zonas despobladas, impulsar sellos de
calidad territorial para la producción local, gestionar viviendas ahora
vacías, establecer legislativamente una carta de servicios públicos
garantizados para los ciudadanos de dichas zonas o incluso lanzar un
plan que reduzca la brecha digital entre la España despoblada y la
España urbana.
“La lucha contra la despoblación
–añaden en la FEMP- no es un fin. Es un medio para hacer el planeta más
sostenible. Es parte de las políticas de sostenibilidad medioambiental.
Es más sostenible repartir la población que concentrarla”.
La comisión de despoblación de la FEMP, que está compuesta por
alcaldes, concejales y presidentes de diputación de PP, PSOE, IU y CiU,
considera que el problema es de tal magnitud que hay que afrontarlo como
“una cuestión de Estado”.
Mañana es tarde, comisionada Barreira. En los minutos de este texto ha seguido agravándose.
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