Más de 400.000 kits de denuncias de violación han sido olvidados en
los almacenes de las comisarías y en edificios derruidos esperando a
ser analizados
El nuevo documental de HBO deja en evidencia la
incompetencia de un sistema que prefiere dejar libres a miles de
agresores sexuales antes que hacer su trabajo
He aquí un estudio sobre una violación grupal. La víctima estaba congelada mientras los agresores se turnaban para abusar sexualmente de ella, una y otra vez. Su cuerpo hizo lo que debía para intentar mantenerla con vida.
Más tarde, fue al hospital y allí utilizaron un kit postviolación. La víctima presentó una denuncia inicial ante un agente de policía, y este decidió rechazar el kit. Dijo que era una chapuza, lo marcó como "sin pruebas" y cerro el caso allí mismo para siempre.
Poco después le entrevisté y le pregunté que por qué . Esta fue su respuesta: "Si se quedó ahí tirada, será porque querría hacerlo. A nadie le gusta que le pase un tren por encima, pero ella permaneció tumbada, así que debía de desearlo
- Rebecca Campbell, psicóloga de conductas policiales de Michigan.
Cuando un tiburón se encuentra con la aleta dorsal hacia abajo, sufre lo que se llama inmovilidad tónica.
La vulnerabilidad y la amenaza es tal, que en su cerebro domina el
circuito del miedo.
Los psicólogos empezaron a identificar esta conducta
fuera del fondo marino en dos escenarios: los conflictos armados y las
agresiones sexuales. En las segundas se bautizó como "parálisis inducida
por violación" y, aunque afecta a un alto porcentaje de víctimas, el sistema suele confundirlo con sexo consentido.
En Estados Unidos hay numerosos casos de violación resueltos
como el del comienzo, pero son incluso más los que acumulan polvo en
comisarias y edificios abandonados. Precisamente en uno de esos comienza
Soy una prueba, el impactante documental de HBO
que pone contra el paredón al servicio sanitario, a los cuerpos de
seguridad y al sistema judicial del país.
El título
hace referencia a las muestras que toman los sanitarios de las víctimas
que se animan a denunciar. Saliva, sangre, vello púbico, fluido vaginal y
fotografías. Todo esto se introduce en una anodina caja de cartón, que
allí se conoce como rape kit (kit de violación), y
se envía a un laboratorio para que contrasten la información con la de
otras agresiones denunciadas. ¿El problema? La segunda mitad del proceso
simplemente no ocurre.
Se calcula que hay 400.000 rape kits
sin analizar en todo el país formando columnas de impunidad. Un
triángulo de las bermudas que se traga los pedazos anatómicos de esas
mujeres mientras ellas intentan recomponer los emocionales en su día a
día. "Te pasas toda tu vida escuchando que hay que contar cuando alguien
te pone una mano encima, lo haces, ¿y no ocurre nada?", dice una de las
víctimas.
La otra acepción del título se refiere a
la figura de la mujer atacada y denunciante en sí misma.
"No soy solo un
kit. Soy una persona", espeta Erika, una de las cuatro sobre las que
pivota la narración de Soy una prueba. Son tomadas
como pruebas judiciales porque su relato afecta a la condena, y si no
se muestran tan consternadas, llorosas y quebradas como el sistema
espera, entonces no son una prueba lo suficientemente fiable. Si además
son negras y/o pobres, el desenlace es aún peor.
Mujer, negra y pobre: al almacén
El documental no se centra en un estado ni una ciudad en concreto, sin
embargo, hay un sitio cuyas horrendas imágenes se hacen protagonistas.
En las afueras de Detroit, capital quebrada de la industria automovilística y
sumidero de pobreza, racismo y violencia, hay una nave semiderruida en
cuyo interior descansan más de 10.000 kits de violación sin abrir.
"Me quedé anonadada con que hubiese tantísimos rape kits
en ese enorme almacén abandonado, con las ventanas rotas y con bandadas
de pájaros volando alrededor", dice Kim Worthy, la fiscal del condado
de Wayne (Michigan) y una de las figuras más combativas contra esta
negligencia pública.
"Cuando me recuperé del susto inicial, no me
sorprendió. A nadie le importan una mierda las mujeres de este
país", sostiene la letrada un poco después.
Una de ellas fue Erika, violada en
2002 por un amigo de su novio en la fiesta de su 21 cumpleaños. Ahora
tiene tres hijas y, antes de acceder a participar en el documental,
había mantenido doce años en secreto lo que ocurrió aquella noche.
No
solo recibió un trato racista del policía que la atendió, sino que en su
informe escribieron que no fue violación al haber sido perpetrada por
alguien conocido.
"Hablamos de mujeres pobres y
negras. Se notaba que no creían a las víctimas, que no creían que
mereciesen su atención.
Leímos informes policiales donde se referían a
ellas como putas, busconas o zorras. Para ellos no había agresión
sexual, así que no iban a invertir el poco dinero del que disponían en
investigar esos kits", explica la experta en psicología policial de la
universidad de Michigan, Rebecca Campbell.
Erika no
es solo una caja de cartón con pelo y saliva, pero sí es uno de los
10.000 kits que hoy son pasto de los cuervos de Detroit. Y más allá de
mostrar esta desoladora imagen y el agotamiento psicológico de quien
espera una justicia que nunca llega, Soy una prueba se guarda en la manga una conclusión aún peor (o mejor, según se mire).
Violadores en serie y en libertad
Helena y Amberly fueron violadas por el mismo hombre con un año de
diferencia. Un camionero con melena y una decena de tatuajes
penitenciarios que atacaba a sus víctimas en aparcamientos y
gasolineras. La primera tenía 17 años, estuvo diez horas secuestrada a
punta de navaja y fue agredida en múltiples ocasiones en ese tiempo.
Ahora Helena es una aguerrida activista que trabaja para crear
conciencia sobre los asaltos sexuales.
La segunda fue
raptada durante dos horas en 1998, pero el trauma derivado de ese
encuentro le arrojó al infierno de las drogas y a cometer varios
intentos de suicidio.
Soy una prueba
no solo demuestra la tara de seguridad que conlleva que el kit de
Helena no fuese analizado para evitar la violación de Amberly. Sino que
pone de manifiesto las múltiples formas en las que una mujer puede
afrontar el trauma. No quieren ser heroínas, ni portavoces de las
supervivientes, solo quieren una justicia que salvaría a otras muchas en
un país donde una persona es asaltada sexualmente cada dos minutos.
Donde hay centenares de violadores en serie: solo en Cleveland, de 1.735 denuncias, 736 eran de agresores en serie.
Este hecho pretende ser un destello
de optimismo en el oscuro tono general del documental. Si el sistema se
pone las pilas, los kits lanzarán las pistas suficientes como para
atrapar a buena parte de los perpetradores, muchos reincidentes. "La
justicia debería ser mejor que los delincuentes", asevera Helena.
No hay un final feliz ni una senda clara de que las cosas vayan a mejorar a partir de ahora, pero Soy una prueba
otorga a las víctimas el tiempo que no les dedicaron en las comisarias o
en los laboratorios. Y eso sí que suena revolucionario.
Mónica Zas Marcos
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