Se ha abierto la veda del “A por ellos”. Si los aparatos del Estado en bloque no disimulan en su cruzada, por qué deberían hacerlo los grupúsculos ultras? ¿Por qué no volver a la violencia explícita? Sí, se ha desatado la bestia, a la que, como dice el filósofo holandés Rob Riemen, deberíamos decir por su nombre: fascismo.
El
ataque neonazi en el Ateneu Popular de Sarriá, quemado en un ataque
vandálico de madrugada, es un síntoma más del enrarecido clima de
criminalización de ideas que algunos desde hace tiempo atienden de
manera irresponsable.
La desinhibición ultra
no es casual ni artificial, y naturalmente no puede hacerse responsable
al Proces, que ha sido rigurosamente pacífico y cívico, y que debe
seguir siéndolo. Sería como culpabilizar a la víctima. No
es casual ni artificial porque la cultura política en España ha
permitido, de la Transición a esta parte, la supervivencia de un
sustrato ideológico de raíz franquista, a menudo teñido o emparentado
con el neonazismo.
La
falta de una política de memoria sobre los crímenes de la dictadura -en
realidad deberíamos hablar de una consciente política de desmemoria- ha
hecho posible esta peligrosa continuidad, a menudo amparada
oficialmente. Basta
pensar en el Valle de los Caídos, en la Fundación Francisco Franco y en
tantos monumentos y topónimos que aún pueblan las plazas y las calles
de España. Ha sido más que tolerancia.
La
derecha política, escarnecida, decidió normalizarse, y optó por
deshacerse, al menos formalmente, de la influencia de los sectores más
ultras. Y en 1982, además, el PSOE ganaba las elecciones.
Entonces vino el silencio. También la izquierda quiso pasar página desde el poder. El miedo a la tentación revanchista y al fantasma de las dos Españas fue la excusa. El
resultado de aquella concesión, sin embargo, ha sido la transmisión
ininterrumpida en círculos reducidos de una cultura fascista sin
representación política en las instituciones y que, según los momentos y
los lugares, ha sido más o menos nostálgica.
Madrid, Valencia y Barcelona han mantenido núcleos ultras todas estas décadas.
Se ha abierto la veda del “A por ellos”. Si los aparatos del Estado en bloque no disimulan en su cruzada, por qué deberían hacerlo los grupúsculos ultras? ¿Por qué no volver a la violencia explícita?
Sí, se ha desatado la bestia, a la que, como dice el filósofo holandés Rob Riemen, deberíamos decir por su nombre: fascismo.
Una bestia, además, que si mira hacia fuera se da cuenta que tiene el viento ideológico mundial a favor.
La ultraderecha hace tiempo que gana terreno en una Europa que ve, impotente, como Trump y Putin imponen su autoritarismo.
Imagen de portada: Pintades amb simbologia nazi i amenaces a l’interior de l’Ateneu Popular de Sarrià / FRANCESC MELCION
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