sábado, 18 de febrero de 2017

La infanta, los mosquitos y el Borbón

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Los sabios griegos tenían claro que las leyes son como telas de araña. Atrapan mosquitos pero nada pueden ante los elefantes o quienes los cazan. 




La Justicia es igual para todos los débiles pero se rompe con los fuertes, aunque ocasionalmente se presenta algún caso en el que los hilos aparentan ser más resistentes.


Son ilusiones ópticas, espejismos de un desierto en cuya arena los poderosos escriben sus faltas para que el viento las borre de un soplido.


Se juzgaba a la infanta Cristina, hija y hermana de reyes, y a su marido deportista por llevárselo crudo de Nóos, un instituto sin ánimo de lucro montado para saltarse a la torera los procedimientos de contratación pública y justificar gastos con facturas falsas.


 
 Lógicamente, la infanta no se enteraba de nada y por eso ha sido absuelta, que la ignorancia sólo exime cuando el tonto tiene más de diez apellidos.


 Aún hoy sigue sin comprender algunas cosas: por qué debía pagar ellas los platos rotos de un patriarca que ha hecho añicos hasta las tazas del café, por qué lo habitual, lo que veía en casa, había dejado de ser impune y por qué tuvo que aceptar ser recluida en la leprosería borbónica, como si existiera el peligro de que el enfermo contagiara al virus.


Más que inocente, que eso se daba por descontado, se sintió víctima, una condición que asumió ante el abandono de los suyos, de esa Zarzuela cuyas directrices ella y su santo siguieron al pie de la letra para forrarse como es debido.


 Nadie les avisó, en cambio, de que los tiempos habían cambiado, de que el país se había hartado de tanta bellaquería y de que acabaría siendo la cabeza de turco de una institución que, lejos de sustraerse a la corrupción, había sido ejemplo y guía del atraco a cara descubierta.


Sus reproches han estado más que justificados.


La infanta ha sido la persona interpuesta de un juicio imposible, el del campechano inviolable, para el que, ya siendo emérito, se diseñó un aforamiento de diseño, no fuera a ser que el desenfreno de la jubilación le llevara a un banquillo insoportable para su cadera y para el propio régimen político, que toda precaución era poca entre tanta demanda de paternidad, tanta rubia platino y tantas comisiones listas para emprender el viaje a Suiza en primera clase.





Todos esos condicionantes se han tenido en cuenta en la sentencia que acaba de conocerse.


Limpiamente atravesada por la imputada borbónica, enorme elefante en la cacharrería monárquica, en la red de la Justicia ha quedado adherido el pobre Urdangarin, culpable de prevaricación, malversación, fraude y algunos delitos más, que en total sólo suman seis años y tres meses de cárcel.


Todos los mosquitos son iguales ante la ley, aunque exista cierta indulgencia con los que han jugado al balonmano.


 JUAN CARLOS ESCUDIER




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