John Holcroft |
06.02.2006
¿Seres sociales o autómatas programados? La docilidad de la democracia burguesa. Una mirada a los sistemas de producción que nos convierten en seres inertes en vida. Desenmascaremos al capitalismo humanitario.
No
es difícil probar que en el sistema capitalista, impuesto y obedecido, que padecemos,
palabras como libertad, igualdad o justicia son meros eufemismos al alcance de
todos.
En
este brutal sistema socioeconómico que condiciona todos los aspectos de
nuestras (no) vidas se nos inculca –desde los sectores más progresistas y
humanistas– la necesidad de profundizar en la democracia, haciéndola más
participativa, mejorando los mecanismos legales para respetar los derechos
humanos. Es decir, compatibilizar el capitalismo (este u otro renovado) con la
dignidad de las personas. Algo, esto último, totalmente incompatible.
Ese
progresismo intelectual que tiene miedo a abolir el trabajo asalariado, que no
quiere oír hablar de acabar con el parlamentarismo, que se acongoja con el
ataque a la propiedad privada y la acumulación de riqueza. En suma, que odia,
la revolución social.
No
se cae en la cuenta –porque no se quiere caer– de que el capitalismo consiste
en la acumulación de capital con el único objetivo de conseguir plusvalor; esto
es; beneficio económico creado artificialmente (nunca naturalmente) para el
lucro personal de unos pocos.
El trabajo impuesto, asalariado, el que nos
obliga a vendernos para (sobre)vivir, se realiza pues para conseguir ese
objetivo: producir plusvalor, acumular riqueza en manos de los menos que
explotan a los más. A partir de ahí, los trabajos que surgen, los que se crean
y los nuevos que de ahí derivan, no nacen con el objetivo de satisfacer las
necesidades humanas, sino de generar ese tan preciado como innecesario
plusvalor.
Dicho
de otro modo, todos los trabajos que existen –sobre todo en las formas que
existen– son innecesarios para la satisfacción humana. Dicho de otra forma,
cuando estamos 8, 10, 12 horas en la obra jugándonos la vida, otro tanto en el
despacho de la administración, otro cuanto recolectando en la huerta y así
hasta el último de los trabajos, estamos de una manera absurda perdiendo
nuestro tiempo, renunciando a nuestra vida, impidiendo desarrollar nuestros
deseos y pasiones, para producir riqueza a una clase económica determinada; la
dominante.
Más
que perder nuestro tiempo, se lo entregamos a quien nos explota. Es decir,
regalamos nuestra vida –que de esta manera se parece más a la muerte– para que
otros vivan los privilegios que acumulan con nuestro esfuerzo. Una forma de
tortura como otra cualquiera. Estamos tan docilizados que no reparamos en ello.
Encima tenemos que aguantar que sea una obligación democrática, inevitable
norma que nos dota de derechos. Toda una invitación a la violencia.
Aunque
ciertos trabajos aparentemente puedan parecer tener sentido no se realizan para
cubrir las necesidades humanas de todos por igual –insisto– sino para generar
desigualdad a favor de una elite privilegiada que sustenta el poder
instalándose –con todo tipo de camuflajes– en el aparato del estado y la
patronal. Además, todo esto se hace a escala mundial. En eso consiste la
globalización: en extender este fenómeno, está lógica del mercado, a escala
planetaria. Allí donde ya existe consolidarlo, y allá donde todavía no ha
llegado imponerlo. Avanzamos pues, hacia un mundo en el que todo funcione como
un gran oligopolio financiero global donde nada ni nadie puede escapar, donde
no haya espacio para la resistencia.
Todo
este proceso condiciona las relaciones humanas, que de humanas tienen poco y se
convierten en relaciones mercantiles. Lo humano –ya no digamos lo animal– queda
en último término para que se prioricen los vertiginosos movimientos de
mercancías. No vivimos la vida –como decían los situacionistas– sino que la
representamos. Vivimos la no-vida, donde el dinero –un bien material creado por
la clase opresora– es el nuevo Dios que condiciona todos los ámbitos de la (no)
vida: la felicidad, la tristeza, la pasión...
Lo
irracional e injusto de todo ello no deja tiempo para la comprensión-aceptación
de la situación. En este contexto, no existe peor actitud que la de justificar
veladamente tendiendo a entender todo este incomprensible –por lo brutalmente
injusto– sistema, como hace la socialdemocracia. Ahora resulta que los que se
denominan humanistas, defienden un sistema brutalmente inhumano, los que se denominan
pacifistas defienden un sistema basado en la violencia en su estado más puro.
Promover el hambre –pues promover el capitalismo democrático es promover el
hambre y todas las enfermedades que de ahí derivan– es, curiosamente, defender
la paz; esa podrida paz social. Más de10 millones de personas, en su mayoría
niños, mueren a causa de ese hambre y de las enfermedades que se derivan de la
ausencia de alimento anualmente. Lo vemos pasar como algo casual fruto del
azar, cuando es algo intencionado, consecuencia inevitable de que unos tengan
10 y otros 0. Nuestro campo de concentración neonazi particular sin precedentes
en la historia.
Paralelamente
quienes defendemos el odio de clase, que se manifiesta en esa bella y necesaria
confrontación que así –y sólo así– puede arañar los cimientos donde se sustenta
el sistema, somos violentos. Socialdemocracia instalada en buena medida –cual
comité ejecutivo– en el movimiento antiglobalización, en los movimientos
sociales, en las cabezas (aparentemente) pensantes de quien compone esos
movimientos.
Ese capitalismo humanitario defendido en los foros sociales donde
se hace necesaria una "segunda fase" de la globalización ya que "la
primera fase... creó mucha pobreza y desigualdades sociales, porque se dejó de
lado el aspecto social". Donde se pone en práctica un "nuevo"
concepto político, el de la "sociedad civil internacional organizada"
sin diferencias entre trabajadores y patrones. Donde se habla de "reforzar
la democracia electoral”. Donde se acuerda la "abolición de la deuda
externa" con los que la cobran. Donde se teme a la autogestión, la
descentralización, la democracia directa y la autonomía, como respuesta al monopolio
de la violencia, de la información, de la cultura y de la administración de la
riqueza que en estos momentos ostenta el capital. Donde se denomina al
levantamiento de los pueblos “terrorismo”; y no se tacha de ello a la represión
que los Estados ejercen contra ellos.
Hasta
que no comprendamos esto y sepamos desenmascararlo, dirigiremos nuestras
fuerzas al fracaso revolucionario. Matar al patrón moderno que pulula por los
movimientos sociales, destruir al oenegeista que va por la asamblea. Acabar con
el policía que llevas dentro, se hace una metafórica necesidad militante; una obligación
moral inexcusable.
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