lunes, 26 de diciembre de 2016

Maneras de morir viviendo. La no vida y el peligro del capitalismo humanitario


John Holcroft

06.02.2006
¿Seres sociales o autómatas programados? La docilidad de la democracia burguesa. Una mirada a los sistemas de producción que nos convierten en seres inertes en vida. Desenmascaremos al capitalismo humanitario.
No es difícil probar que en el sistema capitalista, impuesto y obedecido, que padecemos, palabras como libertad, igualdad o justicia son meros eufemismos al alcance de todos.

En este brutal sistema socioeconómico que condiciona todos los aspectos de nuestras (no) vidas se nos inculca –desde los sectores más progresistas y humanistas– la necesidad de profundizar en la democracia, haciéndola más participativa, mejorando los mecanismos legales para respetar los derechos humanos. Es decir, compatibilizar el capitalismo (este u otro renovado) con la dignidad de las personas. Algo, esto último, totalmente incompatible.

Ese progresismo intelectual que tiene miedo a abolir el trabajo asalariado, que no quiere oír hablar de acabar con el parlamentarismo, que se acongoja con el ataque a la propiedad privada y la acumulación de riqueza. En suma, que odia, la revolución social.

No se cae en la cuenta –porque no se quiere caer– de que el capitalismo consiste en la acumulación de capital con el único objetivo de conseguir plusvalor; esto es; beneficio económico creado artificialmente (nunca naturalmente) para el lucro personal de unos pocos.
 
 El trabajo impuesto, asalariado, el que nos obliga a vendernos para (sobre)vivir, se realiza pues para conseguir ese objetivo: producir plusvalor, acumular riqueza en manos de los menos que explotan a los más. A partir de ahí, los trabajos que surgen, los que se crean y los nuevos que de ahí derivan, no nacen con el objetivo de satisfacer las necesidades humanas, sino de generar ese tan preciado como innecesario plusvalor.

Dicho de otro modo, todos los trabajos que existen –sobre todo en las formas que existen– son innecesarios para la satisfacción humana. Dicho de otra forma, cuando estamos 8, 10, 12 horas en la obra jugándonos la vida, otro tanto en el despacho de la administración, otro cuanto recolectando en la huerta y así hasta el último de los trabajos, estamos de una manera absurda perdiendo nuestro tiempo, renunciando a nuestra vida, impidiendo desarrollar nuestros deseos y pasiones, para producir riqueza a una clase económica determinada; la dominante.

Más que perder nuestro tiempo, se lo entregamos a quien nos explota. Es decir, regalamos nuestra vida –que de esta manera se parece más a la muerte– para que otros vivan los privilegios que acumulan con nuestro esfuerzo. Una forma de tortura como otra cualquiera. Estamos tan docilizados que no reparamos en ello. Encima tenemos que aguantar que sea una obligación democrática, inevitable norma que nos dota de derechos. Toda una invitación a la violencia.

Aunque ciertos trabajos aparentemente puedan parecer tener sentido no se realizan para cubrir las necesidades humanas de todos por igual –insisto– sino para generar desigualdad a favor de una elite privilegiada que sustenta el poder instalándose –con todo tipo de camuflajes– en el aparato del estado y la patronal. Además, todo esto se hace a escala mundial. En eso consiste la globalización: en extender este fenómeno, está lógica del mercado, a escala planetaria. Allí donde ya existe consolidarlo, y allá donde todavía no ha llegado imponerlo. Avanzamos pues, hacia un mundo en el que todo funcione como un gran oligopolio financiero global donde nada ni nadie puede escapar, donde no haya espacio para la resistencia.

Todo este proceso condiciona las relaciones humanas, que de humanas tienen poco y se convierten en relaciones mercantiles. Lo humano –ya no digamos lo animal– queda en último término para que se prioricen los vertiginosos movimientos de mercancías. No vivimos la vida –como decían los situacionistas– sino que la representamos. Vivimos la no-vida, donde el dinero –un bien material creado por la clase opresora– es el nuevo Dios que condiciona todos los ámbitos de la (no) vida: la felicidad, la tristeza, la pasión...

Lo irracional e injusto de todo ello no deja tiempo para la comprensión-aceptación de la situación. En este contexto, no existe peor actitud que la de justificar veladamente tendiendo a entender todo este incomprensible –por lo brutalmente injusto– sistema, como hace la socialdemocracia. Ahora resulta que los que se denominan humanistas, defienden un sistema brutalmente inhumano, los que se denominan pacifistas defienden un sistema basado en la violencia en su estado más puro.
 
 Promover el hambre –pues promover el capitalismo democrático es promover el hambre y todas las enfermedades que de ahí derivan– es, curiosamente, defender la paz; esa podrida paz social. Más de10 millones de personas, en su mayoría niños, mueren a causa de ese hambre y de las enfermedades que se derivan de la ausencia de alimento anualmente. Lo vemos pasar como algo casual fruto del azar, cuando es algo intencionado, consecuencia inevitable de que unos tengan 10 y otros 0. Nuestro campo de concentración neonazi particular sin precedentes en la historia.

Paralelamente quienes defendemos el odio de clase, que se manifiesta en esa bella y necesaria confrontación que así –y sólo así– puede arañar los cimientos donde se sustenta el sistema, somos violentos. Socialdemocracia instalada en buena medida –cual comité ejecutivo– en el movimiento antiglobalización, en los movimientos sociales, en las cabezas (aparentemente) pensantes de quien compone esos movimientos.
 
 Ese capitalismo humanitario defendido en los foros sociales donde se hace necesaria una "segunda fase" de la globalización ya que "la primera fase... creó mucha pobreza y desigualdades sociales, porque se dejó de lado el aspecto social". Donde se pone en práctica un "nuevo" concepto político, el de la "sociedad civil internacional organizada" sin diferencias entre trabajadores y patrones. Donde se habla de "reforzar la democracia electoral”. Donde se acuerda la "abolición de la deuda externa" con los que la cobran. Donde se teme a la autogestión, la descentralización, la democracia directa y la autonomía, como respuesta al monopolio de la violencia, de la información, de la cultura y de la administración de la riqueza que en estos momentos ostenta el capital. Donde se denomina al levantamiento de los pueblos “terrorismo”; y no se tacha de ello a la represión que los Estados ejercen contra ellos. 
 
Por eso es importante combatir no sólo al capitalismo aparente (cada vez más en extinción) y apuntar, desenmascarar y destruir las nuevas formas democráticas y humanitarias para combatirlas con la firmeza que se merece combatir al capitalismo, a la miseria. El discurso humanista, democrático, “pro-derechos-humanos” se ha instalado en los poderes fácticos. El Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, Naciones Unidas, los ejércitos.... han adoptado, en buena medida, la retórica de los desposeídos. Y los desposeídos, pequeñamente aburguesados, han perdido los papeles con esa hábil estrategia asimilada –puesta en práctica con inmejorables resultados– por el poder. 
 

Hasta que no comprendamos esto y sepamos desenmascararlo, dirigiremos nuestras fuerzas al fracaso revolucionario. Matar al patrón moderno que pulula por los movimientos sociales, destruir al oenegeista que va por la asamblea. Acabar con el policía que llevas dentro, se hace una metafórica necesidad militante; una obligación moral inexcusable.

 
 
 

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