Tras leer las lacrimógenas defensas de personas tan honestas (¡no he conocido a nadie más honesto en mi vida!) como Barberá, Griñán
y tantas otras, defensas que algunas veces provienen de su entorno
familiar o círculo de amigos y que son absolutamente normales (yo
también lo haría) dentro de lo que denomino “el síndrome de la madre de
Jack el Destripador”, pero que son más incomprensibles cuando provienen
de otros círculos más lejanos, permítanme recordar también desde este
espacio a algunas otras personas honestas, quizá no tan relevantes ni
con tanta responsabilidad pública o política.
Personas como Mari Carmen, que lleva veinticinco años
limpiando lo que yo ensucio y cada tarde me saluda y me dice que qué
tal he pasado el día, que me vaya ya a mi casa, que si me creo que voy a
heredar le empresa me estoy equivocando, que me vaya si ya he cumplido
mi horario, que estos tiran y tiran y como no respondas tiran hasta romperte,
que no tiene fin su ansia, y se lo dice también a todos los compañeros
que aún están en sus puestos de trabajo, sin faltar nunca, por un sueldo
escaso (supongo).
Que llora despacio por el hijo muerto en sus brazos
como consecuencia del VIH (la droga, Vicálvaro, los ochenta, mucha
ignorancia, mucho desconocimiento, culpa mía también, yo no tengo
cultura, se me murió el hijo y yo no supe explicarle nada, no supe
detenerle, ni antes, ni durante, todo lo supe después, cuando ya no
había salida), al que nunca (de eso estoy orgullosa, de eso no me culpo)
le faltó una caricia, ni todos los besos que necesitó (que yo
nunca tuve miedo del sida tampoco, que yo quería sufrir lo que sufría mi
hijo, si al menos hubiera tenido un poco de miedo, si al menos lo
hubiera sabido).
Que avaló a su otra hija en la compra de un
piso (¡no se preocupen, si los pisos siempre se revalorizan, es una
inversión, los ricos no paran de comprar pisos, por algo será!) y ahora
se enfrenta a un desahucio del suyo propio (ya me han llegado varias
cartas del juez o de no sé quién, ni las entiendo). Que (¡con lo que me
sobra!, y se ríe, por no llorar) ayuda lo que puede a sus cuñadas (que
son unas derrochonas, pero son majas) e incluso da algo a Cáritas (a ver, que yo dinero les puedo dar poco, pero trabajo tengo infinito, eso no se acaba nunca)
colaborando en comedores sociales, recogiendo ropa usada, visitando a
ancianos.
Que los domingos va a un centro de personas con diversidad
funcional a sacar al parque a los niños (¡me dan la vida, los quiero
como al mío que perdí!). Así los llama: los niños, mis niñas, pese a que
son hombres y mujeres hechos y derechos.
Los lleva al parque (¡se
alegran tanto con el sol, con los pajaritos, se alegran ellos y me
alegro yo, me agradecen todo y soy yo la que más recibe!). Que cuida de
su padre enfermo sin ayuda de nadie (se quedó viuda muy joven, pero
nunca habla de su marido, ni yo le pregunto, no debe tener un buen
recuerdo de él, pero lo que sea se lo guarda para ella) y que no va al médico a mirarse un bulto en el pecho porque hay que pedir número por internet (y yo no tengo tiempo ni entiendo de internet ¿me lo podría pedir usted, que tiene pinta de ser espabilao?).
Y así tantos y tantas. Seguro que ustedes también
conocen a montones. Personas de las que nos han hecho pensar que son
únicas responsables de sus vidas, que no han sido “emprendedoras”, que
si están así es porque quieren.
Porque personas tan honestas como
Barberá o Griñán y muchos otros no se han preocupado de su máxima
responsabilidad como servidores públicos: favorecer la realización
efectiva de la igualdad y del bienestar social.
Así que, en nombre de
Mari Carmen, permítanme aunque sea mandarles un poquito a la mierda, a
esas personas tan honestas y a ustedes que las defienden y las votan.
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