Hasta el propio presidente de la Comisión Europea ha
tenido que reconocerlo: “La UE sufre una crisis existencial”, ha dicho
Jean-Claude Juncker este miércoles en Bruselas. Pero, sin precisar cómo,
ha venido a añadir que la superará. No es esa la opinión de cada vez
más voces autorizadas de la escena política europea.
Sir ir más lejos,
su número dos, el socialdemócrata holandés Frans Timmermans,
vicepresidente de la Comisión, ha escrito: “Es la primera vez que pienso
que el proyecto puede fracasar”. Enrico Letta, exprimer ministro
italiano, no ha sido menos claro: “Mi gran temor es que sigamos en el statu quo
y que al final nos hayamos quedado sin Europa”. Unos cuantos opinadores
ilustres más han coincidido en que la UE tiene que hacer frente a
demasiadas crisis como para poder sobrevivir sin sufrir un terremoto en
su actual configuración.
La victoria del ‘no’ en el referéndum británico, el
Brexit, ha sido hasta el momento el aldabonazo más serio. Por sus
consecuencias, que por mucho que se aplacen las decisiones al respecto,
serán muy grandes, tanto en términos económicos como estratégicos. Por
su impacto psicológico en la política internacional y en la percepción
ciudadana de todo el continente y más allá del mismo.
Y por su
significado; porque, a la postre, lo que ha dicho la mayoría de un
pueblo que es referencia de unas cuantas cosas es que no cree en la UE y
que prefiere asumir los riesgos que implica estar fuera de ella. Ese
mensaje es ya imborrable y lo único que puede ocurrir es que otras
colectividades nacionales opten también por ese camino. Hay unos cuantos
candidatos.
Además del Brexit está la crisis de los refugiados. Que
ha roto, seguramente para siempre, todos los principios, y las reglas,
de solidaridad y de seguridad interior que la UE ha ido construyendo a
lo largo de las décadas pasadas. Y que no tiene arreglo. Porque los
motivos del éxodo hacia Europa no van a desaparecer, sino todo lo
contrario. Y porque los distintos intereses nacionales que existen al
respecto van a seguir chocando sin remedio, poniendo en cuestión la
lógica misma de la construcción europea y, sobre todo, de su ampliación
en la pasada década.
Ese drama tiene efectos muy serios en la opinión. De
signo opuesto. Mientras millones de ciudadanos contemplan cada vez más
horrorizados la tragedia que todos los días tiene lugar en las aguas y
las playas del Mediterráneo, el miedo a la inmigración lleva a otros
millones a la causa del nacionalismo extremo y del rechazo a la UE,
convirtiendo a los partidos que la representan en el mayor peligro que
amenaza la estabilidad política de muchos países.
Luego están el estancamiento económico, la desigualdad
social creciente y el empecinamiento del gobierno alemán y de otros,
apoyados por buena parte de sus opiniones públicas, en mantener la
política de austeridad que los provoca. La distancia entre la Europa
rica y la que no lo es tanto crece sin parar y son cada vez más los
expertos que creen que eso apunta irremediablemente a la separación
orgánica de las dos en un futuro no muy lejano. Europa ha dejado de ser
una promesa de progreso para sus pueblos y es cada vez más la imagen de
problemas y dificultades. El euro, la unidad monetaria, aparece en ese
marco como una limitación y no como una solución y son muchos los que
piensan que crearlo fue un gran error. No pocos también creen que no
logrará sobrevivir.
Los jefes de Estado que se reunirán este viernes en la
cumbre de Bratislava tienen frente a sí ese panorama. Los politólogos
más creíbles no esperan mucho de esa reunión. Opinan que los políticos
europeos se esforzarán únicamente en lograr acuerdos sobre
procedimientos y normas que suenen bien, pero que no alterarán para nada
la dinámica de las crisis en curso. Hay demasiados intereses
contrapuestos y la solución tradicional a los conflictos, un
entendimiento de última hora entre los poderes de referencia de la UE,
Alemania y Francia, ha dejado de ser un recurso con la fuerza necesaria
para salir de los entuertos.
Entre otras cosas porque, por motivos distintos, los
gobiernos de ambos países padecen una debilidad política que no tiene
precedentes en mucho tiempo. La otrora poderosa Angela Merkel no deja de
caer en los sondeos y es perfectamente posible que dentro de 12 meses
no encabece la lista electoral de su partido en las generales. Su CDU
está abiertamente enfrentada a su hermana la CSU bávara por la
tolerancia de la canciller hacia la inmigración. Los nacionalistas de la
AFD, cada vez más extremos y antieuropeos, no dejan de crecer y sus
opciones condicionan cada vez más el debate político de la derecha y del
centro-derecha. Los socialdemócratas del SPD siguen sin levantar
cabeza.
No se descarta que dentro de un año la coalición CDU-SPD vuelva a
gobernar pero lo hará con menos fuerza parlamentaria y, por lo tanto,
con menos capacidad para modificar el sentido de sus actuales políticas,
particularmente la económica, que tanto daño está haciendo a la idea de
Europa. Otras posibles fórmulas de gobierno serían aún menos
ilusionantes en esa dirección. Y hasta las elecciones no cabe esperar
movimiento significativo alguno por parte de Berlín.
La debilidad del gobierno francés es mucho más acusada.
François Hollande parece un líder definitivamente desahuciado y aunque
luchará hasta el final para evitarlo es muy probable que en 2017 no
repita como candidato de la izquierda a la presidencia. Por el momento,
esa izquierda está dividida que nunca y ha presentado, o está a punto de
hacerlo, nada menos que 7 candidatos distintos para esas elecciones.
Pero podrían ser más. Dos trotskistas, el del PCF, Jean Luc Melenchon,
el socialista nacionalista Arnaud Montebourg, el que elijan los
socialistas críticos con Hollande, el exministro social liberal de
economía Emmanuel Macron, el de los ecologistas y el candidato oficial
del PSF. El debate entre unos y otros y entre ellos mismos es una jaula
de grillos, mientras el estancamiento económico, el paro, la desigualdad
y el terror al terrorismo confirman día tras día el fracaso de la
presidencia socialista.
La derecha no está mejor. Sigue dividida y aún no ha
decidido quién debe encabezarla: si un Nicolás Sarkozy a punto de ser
condenado en alguno de los varios procesos judiciales que tiene abiertos
pero seguramente aún eficaz para frenar, robándole su política, a los
ultranacionalistas y antieuropeos del Front National o el más centrado y
ortodoxo alcalde de Burdeos, Alain Juppé.
Dentro de 10 meses en Francia puede ocurrir de todo.
Aunque es la hipótesis menos probable, hasta que la ultraderechista
Marine Le Pen gane la primera vuelta y quién sabe si también la segunda.
En las condiciones hasta aquí expuestas, pedir a París que se lance con
ardor guerrero a hacer frente a las crisis que sufre la UE parece mucho
pedir.
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