No engaña a nadie a estas alturas que la ofensiva para cerrar a Arnaldo Otegi el camino a las urnas, y quién sabe si a Lehendakaritza, tiene disfraz jurídico pero fondo político. Y por si quedara duda, puntualmente el PP se encarga de reconocerlo.
Lo hizo ayer Alfonso Alonso al argumentar que Otegi «no está capacitado moralmente» y reclamar una especie de revuelta de ciudadanos y ciudadanas que digan «yo no puedo ser representado por una persona que ha militado en ETA».
O Nerea Llanos, al preguntarse hace unos días si «a alguien le parecería normal que el candidato de otra formación fuera una persona que ha salido de la cárcel después de cumplir condena por violencia de género o asesinato».
Dejando de lado que si tienen tan claro que la ciudadanía vasca piensa eso de Otegi lo mejor sería dejarle estrellarse el 25S, esos discursos delatan que esta campaña judicial es una farsa total: lo revelante para el Estado es intentar neutralizar políticamente a Otegi y dañar al independentismo a partir de un relato que le mantenga atado eternamente al cepo del pasado. No solo lo hace el PP: en la memoria reciente quedan la entrevista del programa ‘Salvados’ o la alusión criminalizadora de Iñigo Urkullu en un acto en Michelin.
Sin embargo, Arnaldo Otegi no es una referencia del pasado, sino del presente y más aún del futuro. En el Estado la mentira del proceso de Bateragune se sigue estirando como un chicle, más allá incluso de los seis años y medio de cárcel ya purgados en su integridad. Pero en Euskal Herria son muy pocos los que todavía dudarán hoy de que sin su impulso principal no se hubieran pasado algunas páginas que han deparado muchísimo sufrimiento. Y en el ámbito internacional, la acogida que tuvo su gira en primavera por Dublín, Londres y Bruselas resultó ilustrativa.
Arnaldo Otegi es represaliado una y otra vez esgrimiendo su pasado, pero el objetivo de fondo es maniatarlo para el futuro, un futuro que su iniciativa ha hecho potencialmente mejor para todos, incluidos los que le persiguen.
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