Ochenta años después de su asesinato, el fantasma de García Lorca aún fatiga la sierra de Granada con su jaca y con su alforja. Más allá del común tránsito de un difunto, lo que define a un fantasma es una deuda, un desasosiego, un dolor sin reposo, la ausencia de una lápida. En España hay miles de esqueletos huérfanos, docenas de miles de osamentas abandonadas en las cunetas que reclaman no ya justicia sino un lugar y un nombre, un recuerdo, una cruz, una equis en el mapa. Lorca los resume a todos.
Cuando H. G. Wells preguntó por el paradero del poeta, el gobierno civil respondió con un escueto telegrama que podía servir para cualquiera de entre la multitud de muertos del franquismo: “Ignoro lugar hállase Federico García Lorca”.
Al poco, Miguel Hernández, Neruda, Prados, Alberti, Cernuda, entre otros muchos poetas, pusieron en verso el homicidio. Machado le dedicó una elegía conmovedora imitando la música del Romancero gitano en la que pedía que levantaran un túmulo al poeta en Granada sobre una fuente donde llore el agua / y eternamente diga: / el crimen fue en Granada, ¡en su Granada!
El túmulo y la fuente todavía están esperando. Pedro Salinas escribió: “Mataron a un ruiseñor / sólo porque cantaba”. Pero no era verdad. A los asesinos, a esa piara de bestias con fusiles, tricornios y sotanas que arrasó España durante tres años y la encadenó luego al terror y la obediencia ciega, no sólo les molestaba el canto. Les molestaba la poesía, la belleza, la cultura, la inteligencia, como resumió con descarada contundencia el legionario Millán Astray: “Abajo la inteligencia, viva la muerte”. En unas declaraciones a un periódico mexicano que reprodujo el ABC de Sevilla en enero de 1938, el general Franco sentenció con su pachorra criminal: “Ese escritor murió mezclado con los revoltosos. Son los accidentes naturales de la guerra”.
Diversos estudiosos, casi todos extranjeros, han intentado resolver el misterio con mayor o menor éxito. Ian Gibson le ha consagrado más de media vida. Entre las miles y miles de páginas que le dedicaron, entre los cientos de testimonios recogidos, sobresale el exabrupto de uno de sus verdugos, Juan Luis Trescastro: “Le metí dos tiros en el culo por maricón”. El franquismo quintaesenciado en nueve palabras.
Lorca sufrió un amago de resurrección en plena Transición, cuando su poesía fue enarbolada como bandera para diversas causas mientras sus huesos seguían clamando bajo tierra. Recuerdo el día en que Marita, mi profesora de literatura en el Instituto, llegó emocionada porque habían salido a la luz en la prensa los Sonetos del amor oscuro, un breve y emotivo sonetario que permaneció oculto durante la dictadura por su marcada condición homosexual.
Bastaba leerlos para comprender el giro copernicano que estaba dando la lírica de Lorca y que ya se anunciaba en sus obras maestras, Poeta en Nueva York y La casa de Bernarda Alba: el bardo inmenso, el dramaturgo magistral que habíamos perdido en una encrucijada de la guerra civil. Lo habían matado por segunda vez al negarse a desenterrar su cadáver, al limitarlo al ámbito del folklore andaluz y a las letras de flamenco.
Hace cuatro años, cuando llegué al barranco donde una piedra recuerda su asesinato, pregunté a los lugareños si sabían con certeza si aquel era el lugar donde mataron a Lorca. Me respondieron con indiferencia y silencio, un rebrote de aquel miedo ciego y sordomudo que dominó España durante décadas. Ahí, en los rumores malhumorados, en las miradas huidizas y en el eso dicen, late la inequívoca señal de la tercera muerte de Lorca.
David Torres
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