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No es fácil el debate del burkini y menos bajo esta pomposidad. Al menos Remona Aly pone un poco de humor en The Guardian. Se acumulan razones a ambos lados, es un asunto complejo y está repleto de trampas. La principal: el riesgo de caer en la islamofobia. El rechazo visceral al burkini forma parte de la misma (in)cultura política que rechaza a los refugiados sirios por el hecho de ser musulmanes (algo que no decimos). Todo es producto de la ignorancia y del miedo.
En los casos complicados tengo mis medidores de opinión: me dan la pauta de por dónde ir. ¿Qué dice Manuel Valls, primer ministro francés? Lo más seguro es estar en la posición contraria. Valls apoya los vetos al burkini pero rechaza legislar contra él. ¿Se puede vetar aquello que no está prohibido por ley?
No veo problema alguno en que una persona, sea mujer u hombre, elija libremente su vestimenta, sea en la calle o en la playa, sea top less, bañador de una o dos piezas o burkini. No me ofenden el pecho desnudo ni el hiyab, lo que me molesta es la mala educación sea cual sea la religión, nacionalidad y raza del contaminador.
Nos estamos especializando en lo superficial, en centrar los debates en lo accesorio. El problema no es el burkini, como no lo son el hiyab, el burka o el niqab, sino la obligación de llevarlo. El problema es la cultura patriarcal que impone a la mujer la desaparición física, que la recluye en trabajos domésticos y le niega el derecho a la escuela.
No creo que esa cultura machista y abusiva sea patrimonio exclusivo del islam. Tiene más que ver con la falta de una educación basada en los principios de libertad y tolerancia. Es algo que crea fricciones con las religiones y los pensamientos absolutos basados en una visión cerrada y sin dudas del mundo que nos rodea. Los principios democráticos (y la ciencia) quiebran el negocio del oscurantismo, sea cual sea su apellido. La Tierra, digan lo que digan los dioses, se mueve.
Es cierto que existe un pulso del islamismo radical contra el Estado laico, más visible en Francia, capital y símbolo de ese laicismo. El burkini, el hiyab, el burka y el niqab serían, según esta tesis, herramientas de un combate.
No sé si se podría afirmar que los radicales católicos (¿se puede utilizar el adjetivo en este caso?) mantienen un pulso similar, aunque están algo más debilitados. Ya no se dan las condiciones del siglo XX y anteriores. ¿Tiene el Estado el derecho a legislar e imponer normas de obligado cumplimiento a la comunidad? Según el cardenal Cañizares, sito en Valencia, donde predica su visión apocalíptica del mundo, no.
Los arzobispos de Getafe, Alcalá de Henares y Córdoba han realizado declaraciones que vinculan los que ellos llaman “cultura de género” con el nazismo. Son muchas sus declaraciones y homilías que les sitúan en la misma radicalidad que algunos imanes. ¿Por qué solo vemos la estupidez de unos y no la de todos? ¿Cómo se puede defender el Estado de este tipo de prédicas antidemocráticas? ¿Existe libertad de expresión incluso para decidir barbaridades? ¿Sería parte de esa misma libertad de expresión escoger la ropa con la que nos sentimos más identificados?
No hace tanto, la batalla en España era el bikini, y aún hoy lo es el top less. Las batallas ideológicas y morales siempre son sobre el cuerpo de la mujer, o sobre los derechos de las personas.
En países democráticos como EEUU se considera más grave la exhibición de un pezón que la violencia en una película o una serie televisiva. La censura de la teta se extiende por la Red. Facebook es el adalid de ese puritanismo cibernético. ¿No forma parte toda esta mojigatería de la misma radicalidad?
La imagen de una deportista egipcia, de la que hablamos la semana pasada, provocó un gran debate en las redes sociales y en la prensa sensacionalista, que ya es casi toda. Solo nos interesó el debate desde el punto de vista de nuestro mundo liberal y tolerante donde se multiplicaron los titulares y los comentarios contra la deportista por vestir el hiyab. En el mundo musulmán también hubo quien se escandalizó, pero porque la deportista había mostrado su cuerpo: su vestimenta no escondía bien los pechos y los glúteos, algo al parecer grave. Tanto o más que una teta en Facebook.
El reto radical no se libra en la vestimenta, que es, en todo caso, un efecto, sino en los motores, en las causas. La batalla contra este tipo de inquisidores, sea cual sea su religión o fe política, debe darse en la educación, el único campo de batalla con posibilidades de victoria sobre la hoguera y lapidación.
El Estado tiene derecho a imponer leyes y a perseguir delitos como la ablación, la infibulación o los mal llamados crímenes de honor porque no hay nada de honor en ellos. No hay creencia religiosa o costumbre que pueda estar sobre la ley. ¿Debe entrar el burkini en esta categoría? ¿Son las playas el campo de batalla?
El burkini se ha transformado torpemente en un muro, otro más, cuando la visión de una playa plural en el vestir, o en el desvestir, debería ser un puente, un paso en la educación en la tolerancia.
Los contrarios a cualquier concesión argumentan que “ellos” nos imponen su forma de vestir cuando viajamos a sus países, que prohíben toda muestra religiosa, que por mostrar la cruz uno puede acabar en el patíbulo. Donald Trump pertenece a este grupo. Propone exámenes de idoneidad ideológica para entrar en EEUU cuando él difícilmente pasaría uno y menos aún un test psicológico.
Mi vecino de asiento de tren, que me ha leído por encima del hombro este texto y se ha puesto a discutir conmigo sobre el asunto, sostiene que es necesario obligarles a firmar un contrato, supongo que a los musulmanes, de aceptación de nuestra forma de vivir, de nuestras costumbres. Ya existe ese contrato: se llama la Ley, y obliga a todos; a Cañizares, también. En el cumplimiento de la ley no debería librarse ni dios.
Ramón Lobo
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