“Que no se quede callado quien quiera vivir feliz”
Atahualpa Yupanqui
Un método adecuado para devolver la salud deteriorada es propiciar la
palabra ahí donde hay silencio y olvido.
La palabra, en ese sentido, es
liberadora.
Durante la última sangrienta dictadura
militar en Argentina, cuando arreciaban las protestas por las
desapariciones, el gobierno de turno promovió una infame campaña
publicitaria en los medios audiovisuales. La misma consistía en mostrar
diversas imágenes asociadas a ruidos enloquecedores: un martillo
hidráulico, un bebé llorando, una sirena de ambulancia. El efecto que
las mismas lograban era de desesperación. El ruido prolongado se torna
insoportable, eso no es ninguna novedad.
Luego de esas imágenes,
aparecía el rostro de una enfermera pidiendo silencio (ícono ya
universalizado, llamando a la calma en cualquier hospital); y sobre su
cara, la leyenda: “el silencio es salud”. El mensaje estaba claro: mejor
callarse la boca, no hablar, no levantar la voz por los desaparecidos
que día a día enlutaban el país. Era una invitación al silencio.
Desde la ciencia psicológica, desde la
promoción de los derechos humanos y desde una perspectiva política
crítica debemos decir exactamente lo contrario: ¡¡el silencio no es
salud!! Si algo puede haber sano ante las injusticias no es,
precisamente, quedarse callado. Es su antítesis: ¡¡es hablar!!
La palabra es un instrumento de salud.
La salud mental, en definitiva, es poder hablar, tomar la palabra, no
dejar nada oculto. La basura puesta debajo de la alfombra no es
solución: ahí queda. Lo escondido, aunque se lo intente desaparecer,
sigue estando. Lo reprimido siempre retorna.
La violencia, en cualquiera de sus manifestaciones, deja secuelas tanto físicas como psicológicas.
Si bien el concepto de “violencia” es
muy amplio, en términos generales debe entendérsela como un agente
externo que agrede a quien la padece. En esta perspectiva se inscribe
como violencia cualquier ataque a la integridad del sujeto: desde un
desastre natural o un accidente grave a la guerra, el maltrato
intrafamiliar, el abuso sexual o la violencia política. Las
consecuencias que trae esa agresión varían de acuerdo a la constitución
personal del sujeto que la experimenta y del contexto en que se da. Pero
siempre, en mayor o menor medida, un hecho violento deja marcas.
En la experiencia clínica esa afrenta se denomina “trauma”:
“Acontecimiento de la vida de un
sujeto caracterizado por su intensidad, la incapacidad del sujeto para
responder adecuadamente y el trastorno y los efectos patógenos duraderos
que provoca en la organización psíquica. Ese trauma se caracteriza por
un aflujo de excitaciones excesivo en relación con la tolerancia del
sujeto y su incapacidad de controlarlo”. Laplanche y Pontalis “Diccionario de Psicoanálisis”.
Muchas veces el padecimiento de un hecho violento produce un cuadro clínico específico llamado “neurosis traumática”:
“Tipo de neurosis en la que los
síntomas aparecen consecutivamente a un choque emotivo, generalmente
ligado a una situación en la que el sujeto ha sentido amenazada su
vida”. (Ídem)
Los efectos psicológicos de la violencia
son variados: puede encontrarse miedo, angustia, desorganización o
desestructuración de la personalidad, sintomatología psicosomática. En
algún caso puede desencadenarse una reacción psicótica, suicidio
incluido.
La salud mental de un sujeto o de una
comunidad es un índice particularmente significativo de su calidad de
vida. Quien vive aterrado, atemorizado, quien no puede hablar de sí, de
sus problemas, vive mal. Todo aquel que ha padecido ataques a su
integridad arrastra una carga difícil de sobrellevar, y en muchos casos
manifiesta trastornos clínicos, pasajeros o, en la mayoría de los casos,
permanentes.
Diferentes investigaciones con
poblaciones que estuvieron sometidas a hechos violentos (mujeres
violadas, el sujeto que vivió en guerra -como civil o como combatiente-,
desplazados de sus regiones de origen, perseguidos políticos,
comunidades víctimas de la discriminación étnico-racial) dan cuenta que
entre un 25 y un 50 % de sus integrantes evidencian síntomas de
disfuncionalidad (lo que algunos llaman estrés post-traumático). Gente
que sufre, que vive mal; poblaciones completas que padecen aflicciones
ligadas a un hecho traumático -y traumatizante-. Todo esto deteriora la
posibilidad de desarrollo y plena realización.
Un método adecuado para devolver la
salud deteriorada es propiciar la palabra ahí donde hay silencio y
olvido. La palabra, en ese sentido, es liberadora.
Cuando las excitaciones se tornan
inmanejables, cuando se supera la tolerancia, hay una ruptura en el
equilibrio psicológico. El “aparato psíquico” (tomando una vieja idea
freudiana), cuya función es mantener la constancia del sujeto, hace
síntoma, siendo éste el intento de defenderse de esa carga excesiva.
Solamente rastreando la historia que llevó a esa situación, poniendo en
palabras y recuperando el tejido donde aparece el “cuerpo extraño”
desestabilizador, así se puede reparar el daño ocasionado a la
organización psicológica. Hablar sobre el hecho traumático,
desenmascararlo, recuperar la historia que quedó elidida tras él; en
otros términos, buscar la verdad en el más puro sentido de los griegos
clásicos: alétheia -des–ocultamiento-, ese es el método psicoterapéutico que puede ayudar a superar el trastorno ocasionado por esa conmoción.
¿Por qué la palabra es terapéutica? Al
hablar, y más aún, dado cierto encuadre que favorece una situación de
intimidad, el sujeto afectado puede des-ocultar, puede saber algo que,
inconscientemente, prefiere ignorar. El hecho traumático es
displacentero; la dinámica intrapsíquica tiende a desconocerlo para
evitarse angustia. La neurosis traumática es una construcción que
intenta mantener a raya la aparición de ansiedad ligada a ese hecho
perturbador; pero en su intento consume una enorme cantidad de energía y
desvía al sujeto de la posibilidad de gozar más plenamente su vida. La
palabra que reconstruye la trama significativa en que aparece el trauma
puede reencauzar esa energía destinada a olvidarlo (olvido que es
siempre parcial: lo reprimido retorna como síntoma). Así, hablando, se
accede a una verdad que, aunque dolorosa, posiciona más sanamente al
sujeto.
La experiencia de trabajo con diversas
poblaciones víctimas de algún tipo de violencia enseña que el grupo de
pares, de aquellos que sufrieron el mismo padecimiento, es una instancia
muy adecuada para desarrollar un abordaje terapéutico. Gente que se une
por un problema en común, que busca una respuesta a ese hecho violento
compartido; grupo de autoayuda se lo llama. Gente que hablando sobre su
historia, sobre un hecho que los marcó particularmente, puede encontrar
alternativas sanas para seguir viviendo.
Cualquier expresión de violencia, pero
en especial la violencia política, deja profundas y muy especiales
marcas en quien la padece; los países de Latinoamérica, lamentablemente,
saben mucho de esto. La herencia monstruosa de estos últimos años sigue
viva. Víctimas que no encuentran explicación lógica al por qué un día
su vida se vio conmocionada de una forma atroz. La salud mental está
estrechamente vinculada a los procesos sociales y organizativos de la
comunidad. Terminados los procesos violentos donde tuvieron lugar los
hechos traumáticos, la mejor manera (¡la única!) en que la población
afectada por ese horror silenciado puede recomponer su salud afectada es
iniciando un proceso de revisión y recuperación de su historia dormida.
La comunidad juega un papel decisivo en esto. La salud mental, así
entendida, no es un campo de acción específico de especialistas -sin
dejar de reconocer que los técnicos tienen mucho que aportar al
respecto-. Es, ante todo, un derecho humano de la población. No puede
haber salud mental, óptima calidad de vida, mientras la gente no pueda
decir qué pasó.
¡El silencio no es salud!
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