Un niño Sirio ofrece una galleta a un policía húngaro antes de que los detengan
*
Mirando
desde los brazos de su madre como la policía húngara golpeaba y gaseaba a su
padre, a las cientos de pesonass, la
niña solo observaba en silencio, recordaba los momentos felices del calor del
hogar, cuando Siria estaba libre de la invasión occidental para derrocar a un
presidente incomodo, al margen de las políticas criminales de estados y organizaciones
terroristas gubernamentales como la OTAN, la Unión Europea o los Estados
Unidos.
Houda, con
sus apenas cuatro añitos no entendía nada, solo que llevaban ya casi tres meses
huyendo desde el corazón de un país destruido, donde grupos terroristas
financiados desde el exterior asesinaban a los hombres, violaban sistemáticamente
a mujeres y niños/as, quemaban sus hogares, convertían los pueblos y ciudades
en infiernos donde la vida no valía nada, solo la maldad, el saqueo y la
violencia desmedida.
Los ojitos
de la niña le quemaban por el gas pimienta, la gente corría desesperada
mientras los policías del gobierno nazi de Hungría cargaban con la multitud, su
padre seguía sangrando, su madre lloraba y la apretaba contra su pecho en una
carrera sin rumbo, hacía un lugar desconocido rodeado de alambradas con
espinos.
A su
alrededor una multitud atemorizada que se aplastaba contra un muro de cemento,
gente mayor, niños y niñas, mujeres embarazadas, algunas con bebés en los brazos
casi recién nacidos, gritos, alaridos de terror, llantos, mientras los
uniformados seguían disparando las bombas lacrimógenas, los gases, las balas de
goma que cuando golpeaban en las cabezas de la gente las dejaban sin
conocimiento en el suelo.
Algunas
caras le sonaban del barrio, vecinos que hasta hacía pocos meses se les veía
felices en los parques y calles de la milenaria Damasco, cuna de civilizaciones
y de la cultura ancestral, donde Houda iba la guardería, la que llevaban Hada y
Lina, las dos chicas maestras que la trataban tan bien, con tanto cariño, las
dos secuestradas por ISIS, violadas y descuartizadas por creer que apoyaban al
gobierno, quizá simplemente por ser mujeres cultas, formadas, con ideas
propias.
En un
instante cesó el fuego y los golpes, los gases se disipaban en medio de una atmósfera
irrespirable, mientras llegaban los autobuses para llevarlos al campo de
concentración, un espacio circular muy parecido a los que usaba el fascismo
alemán en la Segunda Guerra Mundial. Su padre había desaparecido, seguramente
había sido detenido por la brutal policía, su madre sudaba a pesar del frío, escuchaba
con su cabecita pegada a su pecho el latido asustado de su corazón, no tenían
donde ir, habían perdido todo, solo les quedaba llegar a los barracones de
aquella nueva prisión donde seguramente pasarían muchos años encerrados.
Ya en el autocar
Houda abrió la mano, la tenía cerrada durante todo el asalto policial, la
manita roja, manchada de gas pimienta y descubrió que todavía tenía la
muñequita de colores, la princesa del cuento parecía mirarla desde el infinito
país de los sueños.
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