Ignacio Muro Benayas (@IMuroBen) es miembro de Economistas Frente a la Crisis ⎮3 enero 2014
El capital financiero globalizado que
hegemoniza el sistema productivo va agotando sus instrumentos de
intervención económica sin conseguir estabilizar su desarrollo. La
consecuencia de este hecho es que para resolver sus crisis se ve
conminado a echar mano de medios cada vez más arriesgados, injustos y
desestabilizadores de los equilibrios sociales de las sociedades.
Ocurre que cualquier nuevo paradigma
termina enlazando con estrategias anteriores y compartiendo la misma
lógica: favorece el endeudamiento creciente de los agentes económicos y
la creación de burbujas financieras. Quizás sea, porque el poder, todo
poder, tiene por finalidad, construir una sociedad a la medida de sus
intereses y el capital financiero globalizado no podía ser una
excepción.
El hecho es que, mientras se consolidaba
como principio la “moderación salarial” era para fomentar “vivir a
crédito”. Si se promovía el músculo internacional de las grandes
empresas se alentaba forzar al máximo el apalancamiento empresarial vía
banca corporativa, materia prima de las fusiones y adquisiciones. El
recurso durante más de 15 años a tipos de interés bajos, imprescindibles
para no dañar las expectativas de los mercados, empujaba a familias,
empresas y países a aumentar hasta el límite sus créditos. Ese
endeudamiento, absolutamente coherente con la racionalidad económica
cuando las tasas de interés reales son negativas, fue presentado después
como un despilfarro irracional. Y para combatir sus efectos, se
implementó la mayor batería de ajustes sociales jamás conocida con un
resultado paradójico: también esas medidas terminan alimentando, vía
colapso económico, la deuda que querían evitar.
El último recurso es una expansión
excepcional de la oferta monetaria, pero el exceso de dinero no llega a
las empresas ni a las familias ni genera alegría en el gasto ni
aumenta la velocidad de circulación del dinero, simplemente empuja al
alza a las bolsas y genera nuevas burbujas cimentadas en productos cada
vez más sofisticados. De un lado, los bancos aprovechan el dinero para
invertir o especular con deuda soberana, de otro, mueven el dinero de un
sitio a otro, de los países emergentes a las materias primas y de éstas
a los países centrales en un baile permanente que deja un reguero de
inestabilidad y burbujas sectoriales o locales.
Solo hay una medida que nunca se
aplicará: hacer una quita de la deuda y reducir el tamaño de los
mercados a otro más acorde con la economía real. Aunque sea la
única solución sensata, las élites financieras no están dispuestas a
tolerarla mientras pueden evitarlo porque serían los grandes perdedores.
Y es que detrás de las múltiples interacciones entre variables
económicas yacen relaciones de poder: las clases dirigentes tienen la
mayor parte de su riqueza financiera en productos de deuda y derivados
de todo tipo, que se evaporarían si se dejasen caer a los bancos que han
apostado por esos activos.
Sin embargo, las clases populares
destinan sus ahorros a vivienda o productos que creían de una
rentabilidad segura, como las preferentes, activos que son las que están
sufriendo la mayor depreciación. Tambien los depósitos, que salvados
del corralito, corren el riesgo de ser sometidos a una fiscalidad
financiera mientras se demora eternamente cualquier forma de Tasa Tobin
sobre las transacciones especulativas.
De momento, el balance está claro: la
operación de socializar las pérdidas de la crisis financiera está
funcionando a entera satisfacción, los estados y los ciudadanos están
soportando el colapso causado por el fraude bancario generalizado.
Todo apunta a un ciclo largo depresivo con
grandes convulsiones económicas, sociales y políticas. No es
catastrofismo: la “devaluación salarial” y la competencia global
empujan, poco a poco, a la deflación generalizada. Para mantener la
inflación en cotas positivas se promueven subidas del IVA que acentúan
la caída de las demandas internas que deben ser sustituidas por mayores
cuotas en el mercado exterior. La presión por la competitividad refuerza
la presión a la baja sobre los sueldos en todos los sitios y afecta, de
lleno, a las clases medias y bajas, que ven como se agotan los ahorros
acumulados durante los años de crecimiento. Los ajustes las alejan de su
tradicional moderación política mientras ver descender su nivel de
vida. Lo peor es que el deterioro de lasretribuciones directas, (desempleo, sueldos) y de las indirectas (pensiones,
educación, sanidad, vivienda) no podrá ser sustituido, durante muchos
años, por el recurso al crédito fácil. Esa vía está ya agotada.
La obsesión por ajustes en la oferta
hunde la demanda en todos los sitios, síntoma claro de que retrocedemos
hacia el capitalismo más primitivo. Si nadie para esta locura nos
encaminamos hacia las crisis de subconsumo típicas del siglo XIX. Sus
pautas son conocidas: “el salario medio será el mínimo posible, es
decir, el mínimo necesario para que el trabajador sobreviva”. Parece
imposible que esta “profecía” de Carlos Marx incluida en el Manifiesto
Comunista se cumpla 160 años después.
Y, sin embargo losminijobs y
las pensiones recortadas son, empiezan a ser, simplemente, eso, símbolo
de mera subsistencia vital que comienza a sentirse en el creciente
nivel de pobreza infantil.
“Cada cosa se esfuerza, cuando está a su
alcance, por perseverar en su ser”, decía Espinoza. Será por eso,
porque todo tiene una lógica interna, una esencia que tiende a
repetirse, por lo que el capitalismo se reencuentra con sus vicios de
origen. El caso es que Marx, una figura que durante décadas, las del
éxito del Estado de Bienestar, había quedado olvidado en el desván,
recupera actualidad mientras el capitalismo sale a su encuentro.
Todo esto ocurre mientras la sociedad
desarrolla tecnologías disruptivas que nos enfrentan día a día a un
mundo con unas posibilidades inmensas. Pero, cuanto más grandes son los
avances tecnológicos, más se nos quiere hacer comprender que debemos
aceptar un futuro peor para nosotros y nuestros hijos. También lo decía
Marx. En la medida en que crece el volumen y la intensidad del capital,
se produce un incremento extraordinario de la capacidad productiva del
trabajo; pero el desarrollo de la técnica y la racionalización de la
producción que trae consigo, en lugar de aliviar la carga de los
trabajadores, genera, paradójicamente, desocupación, precariedad y
descenso salarial. La expresión de esa apropiación de la productividad
del trabajo se percibiría porque los beneficios empresariales crecerían
en una espiral exponencial en relación con los salarios hasta el punto
de provocar periódicamente crisis de subconsumo y sobreproducción que
ahora llamamos burbujas.
Desgraciadamente, esa tendencia se está
volviendo a cumplir desde que la globalización y el neoliberalismo se
han convertido en fuerzas dominantes.
Sólo resucitando el miedo al precipicio
será posible evitar un siglo de miserias. Los más inteligentes miembros
de la clase dirigente empiezan a ser conscientes de que este camino
disminuye su tasa de ganancia a medio plazo y aumenta la energía
política de los ciudadanos descontentos. Anton Costa, el recién elegido
presidente del Círculo de Economía, lobby de los principales empresarios
de Cataluña, ha dicho que “si la desigualdad continúa su tendencia
actual, la lógica desigualitaria del capitalismo financiero acabará
chocando con la lógica igualitaria de la democracia”. Así es. Por eso,
hay que frenar el círculo infernal al que nos conduce la corriente
especulativa y cortoplacista dominante. Es ella la que se empeña en
resucitar las condiciones de depauperación generalizada, ella la que
sale al encuentro con Carlos Marx, la que lo pone de moda.
No hay solución a esta crisis si no se
abordan a fondo los problemas, si no recuperamos y renovamos los
equilibrios sociales que dieron forma al Estado de Bienestar. Hoy las
resistencias democráticas son esenciales para frenar un nuevo y más
profundo descalabro económico. Tenemos que llegar a tiempo.
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