Tres días después de que la bomba de racimo que supone para el Partido Popular, en particular, y para la credibilidad democrática, en general, el caso Bárcenas estallara, lo único cierto que sí se ha podido constatar es que la totalidad de la cúpula conservadora parece empeñada públicamente en poner orden, revisar cuentas, alejarse más si cabe del tesorero en suspensión provisional, pero con la convicción de que los negros sueldos entregados en sobres, de existir, fueron repartidos a limpiadores, conserjes y vigilantes nocturnos, no a ellos.
Alguna voz ochentera ha decidido realizar tourné televisiva para clamar que éso, lo de los pagos en B a altos dirigentes del PP, era el pan y el caviar de cada mes para muchos, pero ni un hilillo de voz sumergida se ha atrevido a poner nombre y apellidos al más mínimo receptor.
Todos callan porque deben callar, porque esa connivencia recíproca es parte de los pactos entre partidos que no se firman frente a una cámara. La posibilidad pecuniaria de repartir cantidades mensualmente de importes tan considerables y, por lo que se viene sospechando, a una cantidad nada desdeñable de miembros de la cúpula nacional, a lo largo de los años, plantea dos escenarios no antagónicos: Que la contabilidad de los partidos políticos es un choteo que no controla absolutamente nadie, y que el Tribunal de Cuentas revisa con el mismo ahínco de un oso perezoso, ó que la captación de dinero por parte de donaciones privadas, pagos de favores y protecciones políticas varias alcanza cotas de Cosa Nostra en el terreno político.
Desterrar esa vía de ingresos para que la transparencia del balance político sea pulcro y no permita el más mínimo atisbo de ¿qué hay de lo mío? está en las urgentes manos de esa inmediata regeneración que precisa el sistema si no queremos vernos ante las puertas de unas urnas con pretensiones anoréxicas, pero esta lección, si somos capaces de superarla, no debe hacernos cerrar el tomo de los desvaríos institucionales enquistados en nuestra joven y, cada día lo comprobamos con mayor crudeza, atragantada democracia.
La captación digamos prístina de los recursos que sustentan la actividad ordinaria de la diferentes estructuras políticas proviene, fundamentalmente, de porcentuales cantidades a cargo del erario público. Éstas se calculan a partir de diferentes variables en función de la dimensión alcanzada por los partidos en cuanto a su estructura territorial, el número de papeletas totales contabilizadas en los diferentes sufragios y la cantidad de representantes políticos que resultan designados a nivel nacional y local. Con la asignación de esas moduladas aportaciones de dinero colectivo, las formaciones deben sostener sus correspondientes estructuras, así como sufragar los gastos derivados de su necesidad publicitaria, centrada de manera principal en la antesala de los comicios en los que toman parte. Es en este último apartado donde dicha modulación de reparto ha sido, por herencia trasnochada, posiblemente malentendida, generosa desde el derroche.
De la misma manera que los propios análisis y estudios internos de una famosísima marca de bebidas refrescantes han demostrado que su inversión en marketing y publicidad apenas tiene influencia en la cantidad total de ventas de su producto estrella, con el desarrollo y aparición de una variadísima oferta televisiva primero, y de las redes sociales y los medios web después, la modificación en la intención de voto de los electores a lo largo de las diferentes campañas electorales en las últimas dos décadas apenas tiene un impacto de uno sobre cien potenciales votantes. Estos análisis son de pleno conocimiento en los comités electorales de los partidos, pero ninguno ha querido ser el primero en ponerle el cascabel al gato y de manera autómata, según se da el pistoletazo de salida en la correspondiente campaña, todos se lanzan furibundos a rellenar el mayor número de carteles estáticos, muros, paredes, páginas de periódicos y, en la actualidad, banner en las diferentes web.
Todo ese derroche, a sabiendas de su ridículo resultado en la reversión de nuevos electores, se produce sin sentir la más mínima culpabilidad ante el despilfarro conocido. En el caso del refrigerio con sabor a cola, los accionistas y responsables de la Sociedad Anónima que lo fabrica entienden que, a pesar de su posición de indiscutible liderazgo y aceptación around the world, de su incontestable victoria sorbo tras sorbo, es conveniente continuar invirtiendo en recordar que están ahí, sin presión, realizando campañas que busquen la simpatía cotidiana del consumidor.
Es su dinero y lo invierten como mejor consideren. En el caso de los principales partidos políticos, éstos ya gozan a diario de una extensa valla publicitaria que ya para sí querría cualquier empresa; los informativos de las diferentes cadenas de amplio alcance abren a mediodía y al atardecer con sus rostros, sus mensajes, sus titulares y sus proclamas, de manera gratuita. A diario. Está en sus manos, limpias de sobres, que el contenido de esas informaciones resulten positivas y convenzan cotidianamente al elector-consumidor.
Lo demás, es derroche.
La explosión que no consta
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