lunes, 29 de junio de 2015

Habermas: el gobierno de los banqueros


 
Estamos otra vez en crisis con Atenas porque a la canciller alemana, ya en mayo de 2010, los intereses de los inversores le importaban más que una quita de la deuda para sanear la economía griega.
 
 En este momento se ha puesto en evidencia otro déficit institucional. El resultado de las elecciones griegas representa el voto de una nación que se defiende con una mayoría clara contra la tan humillante como deprimente miseria social de la política de austeridad impuesta al país. 
 
El propio sentido del voto no se presta a especulaciones: la población rechaza la prosecución de una política cuyo fracaso ha experimentado de forma drástica en sus propias carnes. Investido de esta legitimación democrática, el Gobierno griego ha intentado inducir un cambio de política en la eurozona. Y ha tropezado en Bruselas con los representantes de otros 18 Gobiernos, que justifican su rechazo remitiendo fríamente a su propio mandato democrático
 

Las negociaciones para llegar a un acuerdo en Bruselas se gripan porque ambas partes culpan de la esterilidad de sus negociaciones no a los fallos de construcción de procedimientos e instituciones, sino a la mala conducta de sus socios.
El acuerdo no fracasa por unos cuantos miles de millones de más o de menos, ni siquiera por uno u otro impuesto, sino únicamente porque los griegos exigen hacer posible que la economía y la población explotada por élites corruptas tengan la posibilidad de volver a ponerse en marcha con una quita de la deuda o una medida equivalente; por ejemplo, una moratoria de los pagos vinculada al crecimiento.
 

Los acreedores, por el contrario, no cejan en el empeño de que se reconozca una montaña de deudas que la economía griega jamás podrá saldar. Es indiscutible que una quita de la deuda será irremediable, a largo o a corto plazo. No obstante, los acreedores insisten en el reconocimiento formal de una carga que de hecho es imposible pagar. 
 

Hasta hace poco mantenían incluso la exigencia, literalmente fantástica, de un superávit primario superior al 4%. Es verdad que esta demanda se ha rebajado al 1%, que tampoco es realista; pero, hasta el momento, el intento de llegar a un acuerdo, del que depende el destino de la Unión Europea, ha fracasado por la exigencia de los acreedores de sostener una ficción.
 

La exigencia de una quita de la deuda,  no basta para despertar en la parte contraria la confianza de que el nuevo Gobierno va a ser diferente, de que actuará con mayor energía y responsabilidad que los Ejecutivos clientelistas a los que ha sustituido. Tsipras y Syriza hubieran podido desarrollar el programa reformista de un Gobierno de izquierda y “presentárselo” a sus socios de negociación en Bruselas y Berlín.
 

La discutible actuación del Gobierno griego no suaviza un ápice el escándalo de que los políticos de Bruselas y Berlín se nieguen a tratar a sus colegas de Atenas como políticos. Aunque tienen la apariencia de políticos, solo se permiten hablar en su condición económica de acreedores. Esa transformación en zombis busca presentar la dilatada situación de insolvencia de un Estado como un suceso apolítico propio del derecho civil, un suceso que podría dar lugar al ejercicio de acciones ante un tribunal. Pues de este modo es tanto más fácil negar una corresponsabilidad política.
 
Merkel embarcó desde el principio al Fondo Monetario Internacional (FMI) en sus dudosas maniobras de rescate. El FMI tiene competencias sobre las disfunciones del sistema financiero internacional; como terapeuta, vela por su estabilidad y, por tanto, actúa en el interés conjunto de los inversores, en especial de los inversores institucionales.
 

Como miembros de la troika, las instituciones europeas también se funden con este actor, de tal modo que los políticos, en la medida en que actúen en esta función, pueden retirarse al papel de agentes que se rigen estrictamente por normas y a los que no se les pueden exigir responsabilidades.
 

Esa disolución de la política en la conformidad con los mercados puede explicar la desvergüenza con la que los representantes del Gobierno federal alemán, todos ellos personas sin tacha moral, niegan su corresponsabilidad política en las devastadoras consecuencias sociales que han aceptado, en tanto que líderes de opinión en el Consejo Europeo, como consecuencias de la imposición de un programa neoliberal de austeridad.
 
El escándalo dentro del escándalo es la obcecación con la que el Gobierno alemán percibe su papel de liderazgo. Alemania debe el impulso inicial para su despegue económico, del que todavía se alimenta hoy, a la generosidad de las naciones acreedoras que en el Tratado de Londres de 1954 condonaron más o menos la mitad de sus deudas.
 

Pero no se trata de una puntillosidad moral, sino del núcleo político: las élites políticas de Europa no pueden seguir ocultándose de sus electores, escamoteando incluso las alternativas ante las que nos sitúa una unión monetaria políticamente incompleta. Son los ciudadanos, no los banqueros, quienes tienen que decir la última palabra sobre las cuestiones que afectan al destino europeo.
 

Jürgen Habermas es filósofo alemán.


Artículo completo
 

No hay comentarios: