Los últimos días de campaña del referéndum británico marcaron una tendencia equivocada. Lo que parecía anunciar una ajustada victoria de la apuesta por la permanencia en la Unión Europea ha acabado siendo un triunfo cómodo (cuatro puntos) de la opción por la salida. El Reino Unido se va. Y ahora, ¿qué?
Ahora lo fundamental es que Europa no confunda el euroescepticismo de raíces xenófobas y nacionalistas que han marcado el Brexit con la crítica necesaria que merece la Unión por su progresivo alejamiento de las ideas de justicia social, derechos humanos y controles democráticos que han marcado las últimas décadas, y que es el origen de un malestar y una indignación que necesitan respuestas urgentes.
Hay que recordar que ya los franceses y holandeses dijeron no a la Constitución europea porque las élites europeístas habían ido demasiado lejos, sin atender a lo que la ciudadanía quiere y necesita. Europa, con el Reino Unido o sin él, necesita cambiar sus políticas para, entre otras cosas, impedir que ese malestar termine alimentando el regazo de los xenófobos y nacionalistas que han triunfado en Gran Bretaña y que amenazan muy seriamente el proyecto europeo común en países como Francia, Polonia o Hungría.
La gestión alemana y ortoliberal de la crisis de la deuda ha aumentado la desafección ciudadana y el miedo de las capas más desfavorecidas de la población en toda la Unión. Y las costuras de una UE en crisis permanente han saltado definitivamente por donde era previsible. Un Reino Unido con moneda propia, con un euroescepticismo nacido aun antes de 1973, y con una extrema derecha fuerte y nacionalismos contrapuestos, ha decidido por voluntad propia abandonar la Unión Europea. La misma Unión Europea a la que, por el contrario, Grecia se agarró con uñas y dientes cuando Wolfgang Schäuble le amenazó por escrito con expulsarla del euro, aunque eso haya implicado la capitulación de un gobierno que se planteaba defender los derechos de las mayorías sociales.
Al final, la revuelta popular contra la UE no ha nacido de la indignación frente a la imposición de la austeridad ni en la protesta frente a la vulneración de derechos humanos en las fronteras de la UE, sino de una combinación difícil entre discursos xenófobos, nacionalismos excluyentes, miedo, reivindicación de mayor soberanía y hartazgo y desigualdad social.
Lo que parece claro es que las razones que han movido a 17 millones de personas a votar contra la integración europea y la organización a la que pertenecían desde hace 43 años son heterogéneas, y a la hora de los análisis es fundamental integrar las distintas realidades y perspectivas. La primera evidencia es que David Cameron es un dirigente tramposo y populista: actuando por intereses meramente partidistas, se empeñó en convocar la consulta y dar alas así al sector más xenófobo del partido conservador, para luego defender la opción de la permanencia.
Cameron ha fracturado de una forma irresponsable tanto a su país como a la UE. Su derrota sin paliativos hace perfectamente natural su dimisión, aunque esta debería haber sido fulminante y no en diferido: no tiene sentido ahora ganar tiempo ni disimular que la decisión es negociable o reversible.
Es cierto también que, aunque la victoria del Brexit se la ha apropiado la derecha, el euroescepticismo del Reino Unido no ha sido un feudo exclusivo de los conservadores. Al contrario, durante bastantes años el Partido Laborista también cuestionó la permanencia en la UE, culpabilizando a la misma, al igual que la derecha, de los males que aquejaban a las islas. Estos discursos críticos (moderados al final por los socialdemócratas) calaron durante años en una población que vivía la integración en la UE como un mal que no encontraba compensación en su lado positivo.
Tal vez por eso, el análisis del voto del Bréxit muestra una polarización tan clara en función de la edad, la clase social y el nivel de estudios. Los jóvenes británicos, que ya no conocieron el ataque crítico de la izquierda hacia Europa y que han adquirido una experiencia propia, con sus viajes y la utilización de las redes, han votado aplastantemente por la permanencia, mientras que los mayores de 50 y la working class rechazaban casi con la misma fuerza la permanencia en Europa. Curiosamente, van a ser ahora los jóvenes quienes tengan que construir un futuro sin la UE.
Es innegable que el liderazgo del proceso de abandono de la Unión Europea ha residido fundamentalmente en la extrema derecha, que ha impregnado el discurso a favor del Brexit con valores propios, de un contenido peligroso, no solo para el Reino Unido sino para el futuro de la idea de Europa, que siempre se ha presentado como unidad frente a la xenofobia y la violencia y como espacio donde promover los valores de la justicia social y el bienestar. Es probable que la idea de la Unión Europea como garante de la paz y la movilidad social ya no pueda sostenerse a la luz de la deriva adoptada tanto con la gestión de sus fronteras exteriores como con las políticas de austeridad. Pero esta realidad no debería ocultarse detrás del hecho de que el euroescepticismo esté impregnado de esas ideas xenófobas y nacionalistas.
Existe un conjunto de críticas legítimas a la deriva ultraliberal de la UE que no se basa en esos valores de extrema derecha, sino en la exigencia del respeto a los derechos humanos, la justicia social y la solidaridad. Críticas que exigen el respeto no solo a los ciudadanos nacionales depauperados por la crisis, sino también a aquellos otros que proceden de terceros estados y se agolpan en las fronteras europeas en busca de refugio. Es fundamental no confundir estas críticas con la eurofobia que utiliza a la UE como un enemigo y que, tal y como ha sucedido en Gran Bretaña, sirve para fraguar un discurso de vuelta al estado nación y a la xenofobia.
El camino hacia una Europa de la justicia social y de la solidaridad debería sumar y no restar piezas. Para que Gran Bretaña no sea solo la primera de otras fugas, es urgente que la UE revise a fondo sus políticas neoliberales y regrese al método comunitario, anteponiendo a los egoísmos nacionales y a la defensa del capitalismo despiadado, la cohesión social de sus 500 millones de ciudadanos y trabajadores.
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