La sociedad occidental habla poco, o nada, de la muerte; quizá porque la considera siempre inoportuna, quizá porque la considera el fracaso de la Medicina. Pero, cuando hablamos poco o nada de la muerte estamos hablando poco o nada de la vida. Porque la muerte, parte integral de la vida, es la que dota finalmente a ésta de sentido.
Estas reflexiones me han venido a la cabeza tras la aprobación, en el Congreso de los Diputados, de la Ley de Eutanasia; y me vinieron en marzo, cuando en el Parlamento de Navarra presentaba una moción sobre este mismo asunto que me hizo aflorar muchos recuerdos personales y profesionales.
El primero en el tiempo es la muerte de mi padre, fallecido en 1982, después de un año aciago en el que, inmisericordemente, su cuerpo se fue derrumbando, y sus neuronas claudicando. Entró en un coma que duró una semana; y, cuando su corazón dejó de latir fuimos echados de la habitación por un médico que arrastraba un carro de paradas. Tras varios minutos de intervención, salió muy compungido para decir que habían hecho todo lo posible. Recién acabada la carrera de Medicina, tardé mucho tiempo en entender por qué se me había quedado un sabor tan amargo de ese día.
Cuatro o cinco años después, conocí y atendí a mi particular Ramón Sampedro. Cada día de visita, me despedía con la misma fórmula: "Prométeme que, pase lo que pase, no me vas a mandar al hospital; que no me vas a dar antibióticos; que si dejo de comer no me vas a poner una sonda". Unas palabras que me removían lo aprendido sobre mi papel como médica, que convertían mis visitas en una suerte de pulso entre los valores hipocráticos en que me habían formado y la actitud de mi paciente.
Aprendí, con aquel paciente, lo que 15 años después (en 2002) se reconoció como el derecho a la autonomía del paciente. Y, poco después, otro paciente me enseñó cómo acompañarles en duros momentos de decisiones difíciles. Aquel paciente, con un cáncer con metástasis, pidió ir a morir a su casa "sin hacer nada más". Recibió muchas críticas por abandonar, por no luchar lo suficiente, por tirar la toalla€, pero muchas y muchos profesionales aprendimos a escuchar y a comprender.
Y a ponernos del lado de los derechos humanos en el área de la salud, que consiste en dar información veraz, respetuosa, adecuada y cálida€ para que el paciente decida desde su autonomía y su libertad. Limitamos el esfuerzo terapéutico y recibió tratamiento paliativo.
La vida tiene que tener calidad para que sea vivible; y controlar los síntomas de esta enfermedad que nos está llevando a la muerte (dolor, náuseas, estreñimiento, disnea, miedo, soledad, angustia) es el primer paso. Un primer paso que nos permitirá otros tan humanos como lograr transcendencia, realización, serenidad o arreglar las cuentas de la vida.
Eso es lo que nos permiten los cuidados paliativos: una atención integral que mejora la calidad de vida de los pacientes y sus allegados cuando afrontan problemas inherentes a una enfermedad mortal.
Nuestro papel como médicos (y también, cuando tenemos ese privilegio, como legisladores) es y debe ser acompañar a esas personas y a sus familias. Por eso en Navarra contamos con la Ley Foral 8/2011 de derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de la muerte, que regula –por ejemplo– la sedación paliativa. Años atrás, la morfina se restringía porque podía "causar adicción". ¿De verdad temíamos convertir en adicta a la persona a la que podían quedarle apenas unos días? Pues sí: lo hacíamos.
La Medicina responde, como todo, a cada momento histórico o social.
Hemos ido avanzando, poco a poco, hacia la regulación. Por ejemplo, del testamento vital. No deja de ser significativo que la mayor parte de las personas que han hecho un testamento vital son mujeres que han acompañado a morir a otras personas. También invita a la reflexión que muchas de ellas escriban: "En el caso de que ya no pueda decidir cuando llegue la hora de mi muerte, y la eutanasia haya sido legalizada, quiero que se me aplique".
Quizás porque han escuchado, muchas veces, el silencio de una mirada anhelante pidiendo ayuda ante una agonía que no termina; o porque realmente han escuchado la queja de viva voz o porque han compartido la angustia del que no se atreve a hablar. Quizás porque se han ido haciendo maestras de la vida y han aprendido que la muerte pone punto final a un proyecto vital que en ocasiones termina antes que el cuerpo doliente.
Creo que tienen su derecho a recibir una mirada compasiva y sin juicio, igual que lo tienen personas que, desde sus valores religiosos o de otro tipo, y tomando la vida como un valor absoluto, aceptan enfrentarse a la enfermedad y al proceso de morir no interfiriendo la evolución del proceso. También deberemos respetar su voluntad, acompasando los tratamientos médicos y psicosociales y espirituales.
De eso va la eutanasia: de decidir sobre la propia vida, de decidir qué condiciones de tu propia vida han dejado de ser incómodas para volverse insufribles. La eutanasia va de ser libres hasta el final.
Podemos entrar en tecnicismos, en diferencias entre eutanasia activa y eutanasia pasiva, entre eutanasia y suicidio asistido€ Pero, lejos de los tecnicismos, recordemos siempre que hablamos de decisiones personales, en libertad individual y en conciencia; dejemos claro que los cuidados paliativos no quedan fuera por la ley de eutanasia, al revés, son complementarios y pueden salir reforzados al saber la persona que durarán solo mientras ella lo quiera.
Dejemos claro, en definitiva, que vamos por detrás de los anhelos de la sociedad, de la tolerancia de la sociedad y de la realidad de la sociedad. Despenalizar tanto la eutanasia como el suicidio médicamente asistido no incitan a nadie a una decisión concreta; simplemente evitan que sigan siendo prácticas clandestinas donde al sufrimiento de tener que ayudar a alguien a morir se le acompañe el miedo a un castigo injusto e inmerecido.
Ana Ansa, parlamentaria de Geroa Bai
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