El 17 de abril de 1996 la policía brasileña abrió fuego contra una
marcha del Movimiento de los Sin Tierra en el Dorado dos Carajas,
matando a 19 personas.
La Conferencia de la organización Vía
Campesina tenida los días siguientes en Tlaxcala, México, acordó
consagrar ese día aciago como Día Internacional de las Luchas
Campesinas. Ese mismo año, en el foro alternativo a la Cumbre Mundial de
la Alimentación organizada por la fao, acuñó el concepto de Soberanía
Alimentaria. Por él entendía el derecho de los «pueblos» a decidir sus
propias políticas de producción y comercialización de alimentos sin
interferencias exteriores, de acuerdo con su cultura y sus tradiciones,
conservando la biodiversidad y garantizando una alimentación segura,
sana y sostenible.
Eso significaba realmente el derecho de los Estados
nacionales a decidir sus políticas agrarias, dando prioridad de los
pequeños productores locales en el acceso a la tierra cultivable y el
mercado nacional de alimentos. El Estado habría de llevar para delante
una reforma agraria que levantara barreras al agronegocio multinacional.
Si bien en los países de capitalismo «avanzado» la agricultura
industrial es la única que existe, no ocurre lo mismo en el mundo menos
modernizado, donde la «agricultura familiar» es importante, aunque esté
muy amenazada por el acaparamiento de agua y tierras, la falta de
créditos y medios productivos, los bajos precios internacionales, los
acuerdos de libre comercio y las políticas de ajuste estructural. En los
países de América Latina, Asia y África, la Soberanía Alimentaria
ofrece un modelo alternativo a la agricultura industrial del
monocultivo, de los transgénicos y de la exportación, más justo,
equitativo y socialmente más equilibrado.
Excusamos decir que a pesar de
sus ventajas el modelo no es colectivista, ni excluye la autoridad. El
Estado, que en la práctica obedece las directrices de organismos como la
Ban-ca Mundial, la omc o la fao, ha de ser al mismo tiempo el agente
del «desarrollo local», el redistribuidor de tierras y el gran
reformador agrario. Estamos ante una contradicción mayor: no se puede
servir a dos amos tan opuestos, tal como están demostrando los regímenes
populistas y caudillistas.
Las fórmulas ofrecidas por Vía Campesina del
estilo de «democratizar las instituciones» o «democratizar la
economía», u otras como «comercio justo», «consumo responsable» o
«finanzas éticas», son verdaderamente ambiguas y brumosas en el «Sur», y
sospechosas cuando son trasplantadas al «Norte».
Los procesos de
disolución de la sociedad campesina y de concentración urbana se hallan
tan avanzados que el suministro de alimentos depende en gran magnitud
del mercado mundial; si no hay una revolución social de por medio, el
porvenir de la «agricultura familiar» residirá en los resquicios y
lagunas que subsistan en dicho mercado, amparados o mantenidos por leyes
de «interés nacional.»
Si bien la Soberanía Alimentaria es un programa reformista de amplios alcances, que defiende con alguna eficacia los intereses de un sector amplio de la población indígena en el otro lado del Atlántico, en Europa, con un campesinado testimonial y una producción agraria deslocalizada, su función no puede ser la misma.
En efecto, la
agricultura «familiar» de los «pueblos» europeos (ahora llamados
«ciudadanía») no bastaría ni para el abastecimiento de los mercados
locales, por lo que ésta no aspira más que a cubrir un hueco e ir
tirando mediante una fiscalidad benévola, una reordenación estatal del
territorio y una política agraria común modificada en su favor. Confía
tan poco en sus exiguas fuerzas que, con las honorables salvedades de la
campaña contra los transgénicos y las ocupaciones simbólicas del soc,
su no a la agricultura industrial y a las grandes superficies no
trasluce una vocación de guerrilla, sino un deseo de diálogo
institucional en pro de políticas públicas agrícolas, energéticas y
ambientales.
Sin embargo, no se puede salvar la agricultura campesina si
no se reconstruye la sociedad civil en el territorio al margen del
mercado mundial, y esto dependerá del desmantelamiento de las
conurbaciones y de la abolición del Estado, no de su intervención. Será
la obra de grandes masas movilizadas por la crisis urbana, no de
decretos o tasas proteccionistas. El autoconsumo, las redes comerciales
alternativas, el intercambio de semillas, la cooperativa, etc., no
tienen sentido sino como ejemplo, pedagogía y logística de la revuelta
si se quiere, porque como dice Reclus «toda revolución tuvo su día
siguiente», pero no como soluciones de ahora que eviten los combates
necesarios contra la sociedad urbano-industrial.
La Soberanía Alimentaria está siendo reivindicada tanto por colectivistas antiautoritarios como por partidos oficiales, considerándola unos como herramienta para la construcción de una sociedad sin Estado, y los otros, un instrumento de la «transición ecológica» del capitalismo. La confusión está
servida a menos que tengamos en cuenta que tal «Soberanía» es únicamente una crítica del capitalismo industrial globalizado y no de otras formaciones capitalistas menos desarrolladas y más reguladas (p. e. capitalismo nacional, comercial).
Crítica que separa cuidadosamente la economía
mundializada de la política, cuestionando a una pero no a la otra. Es
sin duda una aportación que merece ser desarrollada en sentido
libertario, evitando primero reducir la cuestión social a simple
problema nutricional cuya resolución concluya en una reforma
proteccionista y unas directivas ruralistas; y segundo, combatiendo las
ilusiones agrociudadanistas de un capitalismo «sostenible» y un Estado
«verde».
Extraído de la Revista Argelaga
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