jueves, 24 de abril de 2014

"Contratiempos" de la Soberanía Alimentaria

 
 
El 17 de abril de 1996 la policía brasileña abrió fuego contra una marcha del Movimiento de los Sin Tierra en el Dorado dos Carajas, matando a 19 personas. 

 
La Conferencia de la organización Vía Campesina tenida los días siguientes en Tlaxcala, México, acordó consagrar ese día aciago como Día Internacional de las Luchas Campesinas. Ese mismo año, en el foro alternativo a la Cumbre Mundial de la Alimentación organizada por la fao, acuñó el concepto de Soberanía Alimentaria. Por él entendía el derecho de los «pueblos» a decidir sus propias políticas de producción y comercialización de alimentos sin interferencias exteriores, de acuerdo con su cultura y sus tradiciones, conservando la biodiversidad y garantizando una alimentación segura, sana y sostenible.
 
 
 Eso significaba realmente el derecho de los Estados nacionales a decidir sus políticas agrarias, dando prioridad de los pequeños productores locales en el acceso a la tierra cultivable y el mercado nacional de alimentos. El Estado habría de llevar para delante una reforma agraria que levantara barreras al agronegocio multinacional.
 
 
 Si bien en los países de capitalismo «avanzado» la agricultura industrial es la única que existe, no ocurre lo mismo en el mundo menos modernizado, donde la «agricultura familiar» es importante, aunque esté muy amenazada por el acaparamiento de agua y tierras, la falta de créditos y medios productivos, los bajos precios internacionales, los acuerdos de libre comercio y las políticas de ajuste estructural. En los países de América Latina, Asia y África, la Soberanía Alimentaria ofrece un modelo alternativo a la agricultura industrial del monocultivo, de los transgénicos y de la exportación, más justo, equitativo y socialmente más equilibrado.
 
 
 Excusamos decir que a pesar de sus ventajas el modelo no es colectivista, ni excluye la autoridad. El Estado, que en la práctica obedece las directrices de organismos como la Ban-ca Mundial, la omc o la fao, ha de ser al mismo tiempo el agente del «desarrollo local», el redistribuidor de tierras y el gran reformador agrario. Estamos ante una contradicción mayor: no se puede servir a dos amos tan opuestos, tal como están demostrando los regímenes populistas y caudillistas. 
 
 
Las fórmulas ofrecidas por Vía Campesina del estilo de «democratizar las instituciones» o «democratizar la economía», u otras como «comercio justo», «consumo responsable» o «finanzas éticas», son verdaderamente ambiguas y brumosas en el «Sur», y sospechosas cuando son trasplantadas al «Norte».
 
 
 Los procesos de disolución de la sociedad campesina y de concentración urbana se hallan tan avanzados que el suministro de alimentos depende en gran magnitud del mercado mundial; si no hay una revolución social de por medio, el porvenir de la «agricultura familiar» residirá en los resquicios y lagunas que subsistan en dicho mercado, amparados o mantenidos por leyes de «interés nacional.»


Si bien la Soberanía Alimentaria es un programa reformista de amplios alcances, que defiende con alguna eficacia los intereses de un sector amplio de la población indígena en el otro lado del Atlántico, en Europa, con un campesinado testimonial y una producción agraria deslocalizada, su función no puede ser la misma.
 
 
 En efecto, la agricultura «familiar» de los «pueblos» europeos (ahora llamados «ciudadanía») no bastaría ni para el abastecimiento de los mercados locales, por lo que ésta no aspira más que a cubrir un hueco e ir tirando mediante una fiscalidad benévola, una reordenación estatal del territorio y una política agraria común modificada en su favor. Confía tan poco en sus exiguas fuerzas que, con las honorables salvedades de la campaña contra los transgénicos y las ocupaciones simbólicas del soc, su no a la agricultura industrial y a las grandes superficies no trasluce una vocación de guerrilla, sino un deseo de diálogo institucional en pro de políticas públicas agrícolas, energéticas y ambientales.
 
 
 Sin embargo, no se puede salvar la agricultura campesina si no se reconstruye la sociedad civil en el territorio al margen del mercado mundial, y esto dependerá del desmantelamiento de las conurbaciones y de la abolición del Estado, no de su intervención. Será la obra de grandes masas movilizadas por la crisis urbana, no de decretos o tasas proteccionistas. El autoconsumo, las redes comerciales alternativas, el intercambio de semillas, la cooperativa, etc., no tienen sentido sino como ejemplo, pedagogía y logística de la revuelta si se quiere, porque como dice Reclus «toda revolución tuvo su día siguiente», pero no como soluciones de ahora que eviten los combates necesarios contra la sociedad urbano-industrial. 


La Soberanía Alimentaria está siendo reivindicada tanto por colectivistas antiautoritarios como por partidos oficiales, considerándola unos como herramienta para la construcción de una sociedad sin Estado, y los otros, un instrumento de la «transición ecológica» del capitalismo. La confusión está
servida a menos que tengamos en cuenta que tal «Soberanía» es únicamente una crítica del capitalismo industrial globalizado y no de otras formaciones capitalistas menos desarrolladas y más reguladas (p. e. capitalismo nacional, comercial).
 
 
 Crítica que separa cuidadosamente la economía mundializada de la política, cuestionando a una pero no a la otra. Es sin duda una aportación que merece ser desarrollada en sentido libertario, evitando primero reducir la cuestión social a simple problema nutricional cuya resolución concluya en una reforma proteccionista y unas directivas ruralistas; y segundo, combatiendo las ilusiones agrociudadanistas de un capitalismo «sostenible» y un Estado «verde».
 
 Extraído de la Revista Argelaga
 
 
 
 
 

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